viernes, 30 de junio de 2017

Pueblo muerto

             

             Tras una kilometrada, poco después de pasar el Odra, quiero parar en el próximo pueblo para tomarme un café, el café que cada mañana enciende la electricidad de mi cerebro. Justo en el cruce que lleva al pueblo, enfrente, ligeramente oculto, un todoterreno de la guardia civil. Delante, de pie, inmóvil como un árbol mocho, las gafas reflectantes, la mitad de la pareja, las manos sobre el cinturón. Saludo. Obtengo un queja de urraca como respuesta. Sigo adelante unos kilómetros más, doy la vuelta y entro en el pueblo. La pareja ya no está. Calles solitarias, puertas y balcones cerrados, un hombre que se aleja por una vereda. No hay rastro de bar, ni antiguo ni moderno, sino un rastro ajado en la forma de las casas, el piso alto sobresaliendo de la planta baja retranqueada, una construcción original. Sin duda, hubo vida aquí. Ya no. Sigo recorriendo las calles buscando una salida hacia la iglesia, la iglesia grande, pues he visto desde la carretera, con sorpresa que el pueblo tiene dos, dos iglesias firmes, en buen estado, fieras del antiguo poder. La más grande apenas tiene espacio alrededor para contemplarla, como si a su imponente torre le bastase la admiración lejana. La menos imponente está exenta pero no es más amigable, paredones, contrafuertes, bien atrancada. Una noticia en un panel cuenta que para elevarla se acarreó material del cercano monasterio de San Antón. Se desnudó a un santo para vestir a un lego. Absorto, me saca de la inmersión en el pasado un ruido a mis espaldas. Como en una procesión, dos chavales, una chica con pantaloncillos ceñidos y piel cetrina, un chico con una pequeña mochila a las espaldas, quizá no tan niños, ocupan en marcha el camino entero que pasa delante de la iglesia, cada uno, con ambas manos llenas de las traíllas con que conducen un montón de perros, altos, grandes, silenciosos como los amos, todos con la cabeza hundida en el polvo, apenas levantan los ojos para ver a este extraño, a horcajadas sobre la bici, delante del cartel informativo, perplejo ante ese desfile de ánimas. Sigo su extraña marcha intemporal hasta que se pierden en la lejanía por la Vía Aquitania, tan perplejo que no se me ocurre hacerles una foto que de cuenta del prodigio. No sacuden el polvo del camino, nada les atrae del campo que se extiende en todas direcciones, ni lo que dejan atrás, ni lo que se mueve a su lado, todos, hombres y perros, sumidos en una cavilación intemporal.

miércoles, 28 de junio de 2017

“Detente instante, ¡eres tan hermoso!”



               En el camino del escritor hay al menos dos bifurcaciones que debería sortear. La primera es no dejarse llevar por el enojo. Para algunos, simple resentimiento por no ser reconocido por los méritos que se cree poseer, para otros, el cabreo que siente al ver cómo triunfa la vulgaridad. La escritura que produce este salirse de quicio es vistosa, a veces ingeniosa y suele complacer a los fans. Es buena para columna de periódico o revista semanal, para el desahogo en una entrevista o para sacar unas risas al público entregado en una conferencia, pero no suele pasar el filtro del tiempo. El suelo patrio está lleno de tales especímenes.

              La segunda peligrosa bifurcación lleva a escribir con la pluma puesta en la bondad. El escritor que comprende y justifica, para quien el mundo está separado por un gran cortinaje que separa la luz de las tinieblas. Esa visión le garantiza un puñado de lectores y el continuado tintineo de los derechos de autor en la cuenta corriente. Es una actitud que, quizá lúcida al principio, pronto se identifica con la complacencia. Algunos escritores bondadosos han recibido el Nóbel.

              Félix de Azúa, con ser uno de los escritores actuales que sigo y admiro, cae a veces en uno u otro defecto. Es difícil mantener en todo momento la guardia alta. En todo caso, no se puede ser igualmente exigente en los libros comprometidos que en las letrillas dedicadas a la prensa. Es lo que sucede con la recopilación que es Nuevas lecturas compulsivas. Aunque en todos los textos recogidos hay alguna frase llamativa, una referencia erudita, un eco brillante, en muchos hay como una reiteración, una marca de estilo que acaba por agotar al lector. Sin embargo, hay unos cuantos que conservan la frescura que acompaña al mejor Azúa, aquellos en que está presente el grito de guerra de los jóvenes y lúcidos: “Detente instante, ¡eres tan hermoso!”. No es parco en elogios cuando lo detecta en autores recientes, aunque, en general, es en los grandes autores del pasado donde ve la violenta revuelta contra la mortalidad.


             Destacaría unos pocos por los que merece la pena leer este libro, desde mi punto de vista. El primero de todos el que dedica a su poeta favorito Hölderlin, lleno de conjeturas sobre la poesía (“Poesía es aquello que escapa a la historicidad”), la traducción, la interpretación (bíblica) y hasta sobre la taxonomía: poesía pequeña (Lorca, Verlaine, Browning) y gran poesía (Shakespeare, Rimbaud, Hölderlin). Método que continúa en Pintura y poesía. Ut pictura poesis. El que dedica a Cervantes, aunque sólo sea por atreverse a poner en el mismo plano interpretativo al Jesús bíblico y al Don Quijote ficticio (o no menos ficticio), ambos en el inicio de la aventura de la conciencia que se sabe mortal, y también por la digresión sobre el origen literario de las lenguas modernas: las versiones renacentistas de la Biblia en las lenguas vulgares (la de Lutero para el alemán, la del King James para el inglés), cuyo equivalente para el castellano no sería la muy prohibida de Casiodoro de Reina sino el texto cervantino. Y, por último, por no alargarme, el discurso de entrada en la RAE, por ver adónde le lleva la llegada de un nuevo vocablo al diccionario, serendipia. Hay más textos donde detenerse, claro, con los chispazos sueltos de una inteligencia infrecuente.

martes, 27 de junio de 2017

El maestro Juan Martínez, que estaba allí


            Cuando Manuel Chaves Nogales murió en Londres, en 1944, aún no había cumplido los 47 años. Vivió poco y le tocó vivir lo más duro del siglo XX. El tiempo le fue esquivo, pero no cayó en sus trampas. No se entusiasmó con las grandes promesas, supo detectar adónde conducían. Si ahora le admiramos es porque se mantuvo de una pieza. Su mirada de periodista sobrevoló -nunca mejor dicho, utilizó el avión naciente para hacerse una idea de la Europa de la que informaba, de Rusia, del Norte de África- los grandes conflictos para hacer reportajes en los periódicos en los que trabajaba. Algunos los convirtió en libros: La vuelta al mundo en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929). Lo que ha quedado del imperio de los zares (1931). El maestro Juan Martínez, que estaba allí (1934). Entrevistó al “ridículo e impresentable” Goebbels, habló de los campos de trabajo que los nazis preparaban. Dirigió Ahora, próximo a Azaña. Vivió desde dentro la guerra civil a la que dedicó un desengañado A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, publicado en Chile en 1937, impublicable en España: “La causa de la libertad entonces en España no había quien la defendiera”, y, en México, La defensa de Madrid (1938). Se exilió en París y, cuando los nazis se acercaban, en Londres, donde escribió su magnífico La agonía de Francia. Los libros de Chaves, salvo la biografía, también magnífica, que dedicó a Belmonte, sólo se han editado en España recientemente.


            El maestro Juan Martínez, que estaba allí es una novela, fruto de lo que Chaves conoció sobre la revolución rusa. En algunos aspectos ha llegado entera hasta nuestros días: la escritura es diáfana, sin apenas retórica que se interponga en el relato que Juan Martínez hace de los días que padeció durante el estallido de la revolución comunista en Rusia y en Ucrania y en los días posteriores de la guerra civil. El narrador protagonista, con la ingenuidad de los artistas que declaran no entender de política, se presenta como testigo de las sevicias y humillaciones a que los rojos, los blancos y los nacionalistas ucranianos someten alternativamente a la población. La checa y el hambre, las ejecuciones sumarias y el terror, la especulación y el derroche de las grandes fortunas familiares. La escritura es ágil, el narrador se adueña de la narración. En eso el libro es moderno. No sabemos si los protagonistas, Juan Martínez, un improbable flamenco burgalés, y Sole, su mujer, existieron de verdad, si en París dieron cuenta de lo vivido a Chaves o si lo que este cuenta son retazos de lo visto y oído aquí y allá. Eso está en el debe. Siendo una novela de hechos, que quiere ser fiel a la realidad, le falta una aclaración al respecto. Pero el libro está escrito en 1934 y la mayor parte de las cosas malas estaban por pasar, entre ellas la cobardía de los intelectuales que se comprometieron y entregaron su libertad a regímenes criminales. Chaves anticipa lo que habría de ocurrir. Por eso, el libro no volvió a editarse hasta 1992.

viernes, 23 de junio de 2017

Un fantasma corroe el mundo



                                   "¿Has nacido en los Països Catalans o en el Estado español?”


              Un fantasma corroe las hasta hace poco tranquilas sociedades occidentales, el fantasma de la identidad. La brecha que azuzaba el conflicto ya no es la que separa a los pobres de los ricos, o no primordialmente, sino la que establecen los embudos mentales que han ido fabricando nuestras restrictivas visiones del mundo. Religión, etnia, género, inclinación sexual, nación. Pero así como la división social que la desigualdad económica establecía era porosa, susceptible de ruptura, promoción y cambio de estatus y mejora, los grupos de identidad establecen barreras insalvables, guetos, burbujas que delimitan dentro y fuera, nosotros y ellos, con castigos económicos y sociales, pero básicamente simbólicos a quienes osan transgredir las normas del grupo o salir de él.

            La lucha por la mejora económica establecía objetivos, horizontes, metas y la solidaridad de clase luchaba por alcanzarlos. La realidad era analizada en función de ganancias y pérdidas, de avances y retrocesos en función de los datos, puntos de partida y puntos de llegada. Aparte de la extravagancia de los enormemente ricos, la sociedad occidental se está igualando por el medio con algunas balsas de pobreza más o menos cauterizadas. Los grupos de identidad son cerrados, centrífugos, con un uso del lenguaje simbólico. Los hechos, los datos, el pasado y el futuro se rehacen en busca de la cohesión y la cerrazón por encima de la realidad objetiva (de la verdad).

            Muchos movimientos y partidos que pasan por progresistas en realidad se encuadran en la reacción de la identidad. No es ninguna novedad, es una vuelta con ropajes nuevos a la nostalgia de la tribu. Los combativos militantes de los grupos de identidad no se conciben como individuos con deberes y responsabilidades separadas sino que su pertenencia al grupo los hace sujetos de derechos y privilegios colectivos. Los miembros del colectivo LGTB, por ejemplo, no hablan de su problema personal sino de agravio u orgullo colectivo.

            Nuestro magma mental está atravesado por múltiples identidades, pero no todas tienen la misma fuerza. Las hay fluidas e inocuas como el fanatismo deportivo y las hay estancas y graníticas como la fe religiosa o la afirmación nacional. Las primeras se conforman con una pertenencia simbólica y una gratificación temporal, las otras buscan un sello eterno, que perdure más allá del tiempo histórico, con un valor superior a la propia vida. En determinadas circunstancias se convierten, en feliz expresión de Amin Malouf, en identidades asesinas.


            Si el fantasma del comunismo, que buscaba una gratificación terrenal, la igualdad económica y social de los hombres, sembró de millones de cadáveres el siglo XX, el fantasma de la identidad, que también hizo de las suyas en el mismo siglo, con objetivos inmateriales, se convierte en la gran amenaza del siglo XXI. Con la edición biotecnológica al cabo de la esquina, el mundo puede dotar a la bestia de la tribu con armas de construcción y destrucción masiva, individuos a la carta convertidos en falanges de identidad.

miércoles, 21 de junio de 2017

Patrones de organización



              En 1862 lord Kelvin, tras un cuidadoso cálculo, basado en lo que sabía de física y termodinámica, creyó llegado el momento de hacer una afirmación con garantías sobre la edad de la tierra: entre 24 y 400 millones de años, probablemente 100 millones de años. Otros importantes científicos de finales del XIX como Hermann von Helmholtz y Simon Newcomb presentaron sus propios cálculos: entre 22 y 18 millones de años respectivamente. Ahora sabemos que todos se equivocaron en mucho. El primero dejó fuera del cálculo complicados procesos como los volcanes y los flujos de lava. Los segundos, que tenían en cuenta la evolución del sol hasta su diámetro e intensidad actual, desconocían el proceso de fusión nuclear. Lord Kelvin erró en un factor de 50.

             Creemos que el Big Data nos hará dueños del mundo o poco menos, que comprenderemos mejor los fenómenos que nos rodean, pero no deja de ser una ilusión, al menos de momento. Controlamos unas variables pero muchas otras se nos escapan. Pensemos en el clima. Tenemos al alcance la temperatura y la lluvia, el viento y la presión. Pero qué hay de los rayos solares y de las nubes, del resto de componentes de la atmósfera y de la dinámica de los océanos y, por encima de todo, del comportamiento en conjunto de la megaestructura que es el clima. Cómo medir los cambios que un factor induce en los demás, cómo seguir la dinámica general.

             Marten Scheffer habla de puntos de inflexión. Una gran estructura como el clima, el estado de nuestra mente o el comercio mundial se mantienen estables durante un tiempo y de pronto entran en crisis y pasan a otro estado: la catástrofe climática, una gran depresión o la gran recesión. Según Scheffer, hay un punto de inflexión que cuando se supera el sistema cae en otro estado. ¿Qué produce ese punto de inflexión, el cambio en una variable o la propia dinámica de la gran estructura?

“El universo no viviente es tan diverso y dinámico como el universo viviente, y también está dominado por patrones de organización que aún no comprendemos. Los grandes problemas -la evolución del universo como un todo, el origen de la vida, la naturaleza de la conciencia humana y la evolución del clima de la Tierra- no pueden entenderse reduciéndolo todo a partículas elementales y moléculas. Serán necesarias nuevas formas de pensar y nuevas formas de organizar los grandes cúmulos de datos”. (Freeman Dyson).


              ¿Y el pensamiento? “La idea tradicional de que la esencia del pensamiento humano consiste en razonar de manera lógica mediante la manipulación de expresiones en una especie de lenguaje simbólico interno está sucumbiendo ante un punto de vista completamente diferente, según el cual un pensamiento es simplemente un gran patrón de actividad neuronal”. (Geoffrey Hinton).

lunes, 19 de junio de 2017

El uso de las ruinas


                Como el ronroneo de la tormenta seca que ahora mismo cerca la ciudad, así la literatura cerca la vida ingobernable, los sucesos que se amontonan, los hechos de la historia, en un intento desesperado por que no caigan en un olvido definitivo, de extraer un sentido, una mínima huella que la memoria pueda retener un poco más. Jean-Yves Jouannais se pone bajo la advocación de Enrique Vila-Matas para acudir a alguno de los sitios más famosos y de los efectos que sobre la memoria sus ruinas provocaron. Cada uno, una ciudad bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial, los escombros del 11-S, una fortificación arrancada de cuajo en el siglo XVII, tiene su historia, una anécdota jugosa, pero para Jouannais no son más que un punto de apoyo para que las palabras se pongan en juego y levanten un relato sobre las ruinas, al modo del Borges de Historia universal de la infamia. Sería tan irrisorio como inútil duplicar o embellecer lo que hace el historiador profesional, como hacen con inmerecido éxito de ventas algunos novelistas devolviéndonos, por ejemplo, a Julio César revestido de Cristiano Ronaldo en las Galias. Jouannais prefiere mostrarlo montando su teatro con el único fin de escribir su famoso libro. El punto de vista del escritor es tangencial a los hechos fijados, su mirada no reconstruye, más bien instruye sobre alguna consecuencia olvidada, sobre algún aspecto desapercibido que, sin embargo, puede ser central en la aventura humana.



               Así, en el relato que más me ha llamado la atención, Peter J. Bribing. Es admirable cómo el dominio literario -el arte de jugar con palabras- es capaz de encontrar un sentido profundo, oculto pero real, al entrelazar los efectos de un bombardeo nazi, en el Londres de 1940, sobre una biblioteca -Holland House- y la destrucción de la ciudad ibera de Astapa por orden de Escipión, a través de una fotografía, en la que un bibliotecario está consultando un pasaje de las Historias de Polibio, aquel en el que el historiador romano relata cómo los habitantes de Astapa prendieron fuego a sus bienes y se dejaron exterminar y cómo muchos romanos encontraron la muerte al querer recoger las coladas de oro y plata que el fuego había hecho fundirse. Bribing, el bibliotecario, no muere como los incautos romanos al pescar como ellos entre los restos de la biblioteca devastada, pero en el diario que escribió después, recordando ese momento, ve en el libro de Polibio que consulta una criatura extravagante de dermis absurda surgida de unas regiones que no existen, una visión alentada, según Jouannais, por el aliento de la época que penetraba en esa biblioteca abierta.

viernes, 16 de junio de 2017

14. Isla resplandeciente



    Horace Walpole acuñó el término serendipia para definir un hallazgo afortunado cuando se buscaba otra cosa. El nombre procede del que los antiguos pesas daban a la isla de Ceilán, Serendipia. Qué queda de aquella sorpresa inesperada. Miro los cocoteros y veo a Cezanne. Así son los cocoteros, como me los mostró Cezanne. Lo mismo me pasa con los cingaleses o los tamiles o los indios, ya los tenía vistos antes de verlos. Cocodrilos y varanos, elefantes y macacos. Las playas con este color de arena, la sal fluyendo en la cresta de las olas. Los pescadores de palo, las tiendas asiáticas tan llenas en todos los sentidos, con su abigarrada publicidad, sus amables pero pesados vendedores, el cielo curvándose al atardecer como en una esfera sobre el mar. Todo visto ya, sin que nada altere mi dormida percepción. El olor especiado, el picante en todas las comidas, la sonrisa de estas gentes, un agradable automatismo. La sutil, casi invisible estratificación social. Los mochileros como interminable y avasalladora nube de langostas. Quizá no tanto la omnipresencia de los cuervos, tan apegados a lo humano, más atrevidos que nuestras palomas para robarte una salchicha del plato. Es la superficie, pero desde Valèry sabemos que no hay nada más profundo que la piel. Todo lo demás, las estupas, las iglesias y mezquitas, las procesiones y su colorido, los novios luciendo ropajes de maharajá en sus interminables sesiones fotográficas, secundario, contingente, apósitos para las heridas que la vida nos inflige.

miércoles, 14 de junio de 2017

13. Museo Nacional



Todo país que se precie ha de tener su museo nacional, construir un pasado que vaya hilando con los restos de culturas dispares en el tiempo y en el espacio una historia que dé sentido a la actual nación unificada. El edificio de origen británico en el que se arropa el sentido de este país es imponente, en el estilo imperial británico. Se privilegian las huellas pictóricas y escultóricas, mapas y otros tipos de documentación de los antiguos reinos con capitales sucesivas en Anuradhapura, Polonnaruwa y Kandy y al budismo sobre las otras religiones de la isla y apenas se da cuenta del pasado colonial, desde que en 1505 llegaran los portugueses hasta la independencia de los británicos en 1948. En la vida práctica de sus gentes esos cuatro siglos y medio han tenido mucho que ver, transformaron su vida, cambiaron el paisaje, urbanizaron la isla, crearon las instituciones, pero en el imaginario de la nación fabricada el largo y antiguo pasado es más fácil de domesticar. Tampoco hay noticia de la larga guerra entre cingaleses y tamiles que ha asolado la isla en las últimas décadas. El trazo de la historia se mantiene mientras mientras dura el dominio del grupo que manda, pero en estas tierras tropicales nada es duradero, todo lo nuevo aparece con el sello de la corrosión.

Hay un instinto natural de los orientales hacia el comercio. En las ciudades, en los márgenes de las carreteras, en los lugares de aglomeración hay una tienda, un tinglado o un hombre con su carga a cuestas tentando a cualquiera que pase por allí. La mayoría de los productos tienen poco valor pero hay a quien le gusta el arte del regateo y ofrece poco por algo que no vale nada.

Es el último día y la comida es en la última planta de un edificio comercial. He pasado mala noche. Si existe alguna maldición que afecte al turista descreído aquí debería ser la de Ashoka el fundador indio que habría enviado a su hijo Mahinda, en el siglo III ac, a introducir el budismo theravāda en la isla. La comida como por doquier es ardientemente especiada así que no puedo comer nada. El menú cuesta 1900 rupias lo que me parece prohibitivo para la gente de aquí. Solo se ven oficinistas trajeados con coloridas corbatas.

La salida de la ciudad es espantosa, un atasco interminable antes de llegar al aeropuerto, hacer escala en la impersonal Abu Dhabi y llegar a Madrid.

lunes, 12 de junio de 2017

12. Colombo



                Subiendo por la costa oeste de la isla desde el sur se ven los estropicios del tsunami, pueblos de pescadores con casas a medio construir, otras abandonadas del todo porque familias enteras perecieron. A un lado de la carretera el océano neblinoso que envía su humedad a la isla, y a veces la vía férrea que recorre la costa, al otro los esbeltos cocoteros de largos y flexibles troncos, una de las riquezas dl país. Hasta que empieza el continuo de la vivienda humana, pueblos y ciudades indistinguibles. La entrada en Colombo es un caos, coches, camiones, autobuses, furgonetas, ocupando más espacio del que cabría esperar por las leyes de la física, empujándose unos a otros con un breve pitido para hacerse un hueco. La carteleria de todos los tamaños y colores tapa la estructura de las casas. No queda un espacio sin cubrir. Tan solo están libres de anuncios y proclamas comerciales los templos de las cuatro religiones. La ciudad tiene quince barrios contados. Cada uno atiende a una etnia, a una función económica, a una necesidad administrativa. 



                 A medida que nos acercamos al centro, como no podía ser de otro modo, la ciudad gana en prestancia, la huella de las tres colonizaciónes aparece, los edificios oficiales con su porte clásico. Ahora se añade una colonización más, la china. Junto al puerto, las grúas como arácnidos poderosos construyen suelo sobre el océano para que los chinos construyan su propio puerto. Cerca se levanta un  downtown como el de cualquier ciudad que se precie, torres, dos de ellas gemelas, centros comerciales. El atasco es insufrible, los tuktuk asoman el morro e impiden que el autocar avance. Hora punta. En las cuatro esquinas de una plaza se levantan cuatro templos de cuatro religiones, pero mañana es San Antonio, las calles están engalanadas con banderolas de colores para la procesión. Las estatuas del santo están por doquier, pero la escenografía es oriental. Fiestas ruidosas, iluminadas, de mil colores, cada comunidad compitiendo, parece que en armonía, con las otras.

domingo, 11 de junio de 2017

11. Galle




      En la punta de Galle se establecieron primero los portugueses, en el XVI, levantaron su catedral católica y se fortificaron. A finales del XVII los holandeses se la arrebataron, construyeron su Iglesia reformada, ampliaron la fortificación y la convirtieron en el puerto más importante de la isla. Cuando en el XVIII llegaron los ingleses no les interesó demasiado porque sus miras estaban en dominar la isla entera y prefirieron asentar su capital en Colombo, aún así construyeron su Iglesia anglicana y sus casas en el interior del recinto fortificado. Hoy se conserva en buen estado, con muchos edificios restaurados por hoteles, tiendas y algunas casa de familias pudientes. Pasear por el interior es como hacerlo por una ciudad holandesa. El paseo es agradable, la densa humedad está mitigada por la brisa oceánica y los turistas, en esta época del año, no son muchos. No hay agobio de ningún tipo, las terrazas de los  hoteles y restaurantes están semivacias, con muy pocos cingaleses o tamiles. La catedral católica es ahora mezquita, la iglesia anglicana está vacía pero la reformada holandesa está llena de alegre chiquillería preparando algún tipo de ceremonia. Galle es la capital del sur y hace quince días fue inundada por el monzón, con 200 muertos. No queda huella. También sufrió mucho con el tsunami del 2004. Ahora el clima es magnífico, mejor que el de España en estos momentos a pesar de la diferencia de latitud. Esta ciudad se asocia con la antigua Tharsis donde el Salomón bíblico mandaba buscar el marfil y los pavos reales. El islote del recinto histórico poco tiene que ver con la ciudad nueva y con el resto de ciudades, el ambiente es europeo. La gente del país viene a hacerse fotos, sobre todo chicos que se acaban de casar o bien trabajan en los establecimientos turísticos. Las olas del Índico baten con fuerza, los bañistas apenas se atreven a mojarse los pies, los surfistas tampoco.

sábado, 10 de junio de 2017

10. Yala



       4,30, levantarse para madrugar en el Parque Nacional de Yala. A la puerta un montón de 4x4 con guiris dentro. A ver qué vemos. Búfalos de agua, ciervos, muchas aves, gallos salvajes, zancudas, pero los animales que uno espera ver no aparecen. Por fin, en una laguna un cocodrilo adormilado, más allá una familia de jabalíes. Paramos junto a la playa del Indico. Un monolito conmemora a los muertos de tsunami de 2004. Vemos un camaleón mimetizado, una iguana que atraviesa la carretera, una manada de elefantes, de los cuales uno se enfada con un vehículo que se interpone en su camino y por fin un osezno negro que avanza por entre los coches en la pista de tierra. Se le fotografía a conciencia, como a los elefantes, pero la estrella del parque no comparece. En este parque el leopardo no tiene competencia porque no hay leones, así que caza de día, pero hoy no sale de la espesura. Alguno, a la salida, se conforma con fotografiarlo en uno de los carteles que publicitan el parque. Eso es lo que hay. 



         Después bajamos por la costa este del Indico, siguiendo la huella de los colonizadores holandeses. El océano está bravío y ni siquiera los surfistas se ven en las playas. Tan solo los famosos pescadores zancudos que se sostienen sobre un palo, aunque en realidad ya no pescan sino que hacen que pescan para que los fotografíen los turistas por una cantidad. Pasamos por Galle hasta llegar a la muy turística Hikkaduwa, tomada por los turistas occidentales, con hoteles con piscina junto al océano al estilo Punta Cana.

viernes, 9 de junio de 2017

9. Horton Plains



           La isla es pequeña, un poco más que el tamaño de Extremadura, pero está bien surtida de sitios Patrimonio de la Humanidad y Parques Nacionales. Bien es verdad que los criterios que otorgan dichas  distinciones no son los mismos en Occidente que en otros países. El pico Adam con sus 2500 metros es la altura máxima, pero el parque nacional de Horton Plains está a 2000 metros. Nada mal. Se asciende por una carretera maltrecha y empinada con furgonetas. La temperatura baja a niveles de la primavera europea, 14 grados. Ideal para el senderismo, que es lo que nos trae por aquí. Dos cosas llaman la atención de inmediato: los alces que nos reciben en lo más alto, amigablemente, dejándose tocar la cornamenta, y el brote rojo de luz del rododendro: los flores rojas son como lámparas a lo largo del bosque. Un árbol del que solo conocía el nombre, por las novelas inglesas del XIX, ahora por fin lo identifico. Un árbol además originario de la isla.

          En la ruta que iniciamos hay dos puntos que los ingleses señalaron como fin del mundo, uno pequeño fin del mundo y otro definitivo. Y era  porque a estas alturas la niebla, las nubes en realidad, invade el bosque y se convierte en lluvia. El sendero por dos veces acaba en un profundo acantilado que con la niebla no se ve, pero hoy el día ha sido luminoso y las vistas sobre el valle espléndidas. Aparte de los rododendros, un bosque denso nos acompaña durante la ruta, los olores de las plantas, una gran cascada y el canto de la naturaleza invisible. Para bajar hacia las playas del Indico cogemos un tren en Pattipola que durante dos horas al trantrán se mantiene en las alturas, por el cordal de los montes centrales, lleno de guiris y unos pocos del lugar. Las vistas sobre los frondosos valles y las laderas del té es impagable. Después de comer el bus, que sigue bajando por carreteras estrechas y curvadas, con inverosímiles adelantos por parte del conductor, nos deja junto al Parque Nacional de Yala, nuestra visita de mañana.

jueves, 8 de junio de 2017

8. Nuwara Eliya



          Es fácil al salir por la mañana del hotel topar con un elefante en medio de la carretera.  Dos chavales, uno a cada lado, lo dirigen a su destino del día, una ceremonia religiosa o un paseo con turistas. En la calle, autobuses llenos de peregrinos o gente vestida de blanco caminando hacia el templo para celebrar el festival anual de Poson o de la llegada del budismo a la isla, en tiempos del emperador indio Ashoka. Saliendo de la valle Kandy tomamos la dirección de las montañas. Pronto aparecen las plantaciones de te en las laderas de los valles que nos acompañarán hasta llegar a la ciudad norteña de Nuwara Eliya. El del te es un árbol pero no se le deja crecer para que sea el arbusto cuyas hojas son sometidas a un laborioso proceso hasta convertirlas en esa menudencia en sobrecitos sobre los que se vierte agua caliente y se toma para desayunar o a las cinco de la tarde. Que sea te verde o negro depende de que se deje fermentar las hojas o no. La diferencia ente white, silver o gold, de si se toma las hojas tiernas o el brote que aún no se ha abierto. A lo que más se parecen estos arbustos verdes y las tierras en los que crecen es a los viñedos. Divididos en grandes propiedades, cada una de ellas luce el nombre de la empresa multinacional o familiar que lo gestiona: Rothchild, Lipton, Glencor. 

         Los valles pronunciados cayendo sobre los ríos, las numerosas cascadas, el verde intenso convierten a este lugar en un hermosísimo paisaje. La imagen de las recolectoras tamiles inclinadas sobre los arbustos, cogiendo los tiernos brotes y arrojándolos sobre el saco de arpillera que sujetan en la cabeza, con sus saris de colores hindúes, lo hace aún más bonito. Mirados de cerca, son rostros avejentados, aunque curiosamente su cutis es fino y terso, sus vestidos gastados, su cuerpo descosido. Cada jornada reciben 4 o 5 euros por un saco de cinco kilos lleno de hojas, después de 8 horas de duro trabajo. Trabajar cerca de la carretera es un puesto codiciado. Se acercan sonrientes y sumisas a los turistas para que las fotografíen a cambio de unos billetes que siempre serán más que lo que les paga la empresa al final del día.

miércoles, 7 de junio de 2017

7. Kandy




            No deja de sorprender cada vez que uno topa con la realidad la distancia entre la belleza del mensaje religioso y la práctica de las religiones. El sermón de la montaña es más, mucho más que el Vaticano, su iglesia y la práctica supersticiosa a que se entregan sus fieles. El budismo fue una esperanza para los jóvenes insatisfechos del capitalismo en los 70 y 80. Qué veían cuando iban a los paises budistas, qué tipo de ceguera paseaban por el mundo. Kandy es una ciudad del centro de la isla. Fue capital durante la colonia británica. Los edificios de la colonia junto al templo budista han sido reconocidos por la Unesco. Conserva una belleza ajada, resaltada por un bello lago y los montes que la rodean, pero como en casi todas las ciudades asiáticas, el ruido, el caos circulatorio, la contaminación no invitan a permanecer en ella mucho tiempo.


            Para los budistas de la isla es la capital sagrada porque en ella se conserva ni más ni menos que la más famosa reliquia de Buda, su diente, en un cofre que se guarda en un suntuoso templo en el centro de la ciudad (Sri Dalada Maligawa). Miles de peregrinos acuden cada día a presentarle sus ofrendas de flores, ante la puerta del santuario que brevemente se abre tres veces al día. En el mes de agosto se celebra una gran fiesta con procesión y paseo del cofre por la ciudad a lomos de un elefante, pero también en los días de luna llena, día en que nació buda hay celebraciones especiales. Por ejemplo mañana. La gente viene de lejos vestida de blanco y espera desde días antes, durmiendo en alguno d los numerosos templo dentro del complejo del santuario a que llegue tan señalado día. Familias enteras, ancianos, inválidos, todo tipo de gente siempre dispuesta a sonreír, tranquila y creyente llena calles, paseos y reductos del complejo. La religión para ellos es algo vivo, la inculcan a sus hijos y se nota que quieren compartir con el extranjero la alegría que les proporciona. Desde fuera se ve la parafernalia, los budas dorados gigantes que han financiado países amigos, que se ven a lo largo de la isla, tan feos, el uso de la religión por los políticos. Qué se puede hacer con estas contradicciones: el mensaje budista del desprendimiento y el derroche en templos, reliquias y estatuas; el visible abuso y engaño de los poderosos y clérigos y la ingenua y enternecedora fe de la gente sencilla.

martes, 6 de junio de 2017

6. Turisteando




    Si vas en grupo a un país exótico no te queda más remedio que hacer lo que el grupo hace. Por ejemplo hacer un safari para ver elefantes. Todo el mundo sabe que los asiáticos son diferentes que los africanos, unos más grandes, otros más pequeños, unos con grandes colmillos, otros sin ellos o con un porcentaje de machos muy pequeño que los tiene. No me produce gran emoción verlos, básicamente cómo se llevan la comida a la boca, algo más ver las carantoñas entre madres e hijos y un poco más el cortejo y lo salidos que van los pobres machos. En el parque nacional donde los vemos los hay a cientos, como  cientos son los turistas que los cazan con sus cámaras desde los jeeps. Como no me emociona a la mañana siguiente dar un paseo a lomo de uno de ellos, esta vez, lógicamente domesticado, aunque el paisaje sea excelso: el elefante pasa por una laguna con flores de loto y en el fondo se alza la enorme mole de la roca de Segiriya. Aquí a quien cazan es al turista de quien se busca por todos los medios que suelte la pasta por hacer el ridículo. Paga por subirse al elefante, por ocupar una posición sobre su cabeza, por ofrecerse a llevar alimento a su boca, por dar su cámara para que le fotografíen haciendo el memo y porque le ayuden a descender a tierra.

       Todo el mundo espera que sueltes la pasta, pero hay procedimientos más inteligentes de presionarte, halagando tu vanidad, mostrando objetos o servicios que parecen insustituibles y que solo aquí puedes conseguir. Una de esas cosas a las que no se puede renunciar se llama ayurveda. Quién podría prescindir de una sesión de masaje ayurveda (la verdad es que ha sido mi primera experiencia y ha sido muy relajante), quién de las plantas medicinales, lociones, aceites o fórmulas magistrales ayurveda si te dejan probarlos, te invitan a una infusión única y te explican con mucha convicción las curas milagrosas que consiguen, además de darte otro masaje gratuito (con la correspondiente generosa propina). Quién se niega a comprar algo después de una demostración de cómo se fabrica la seda o si te muestran con todo detalle el laborioso proceso de la pintura batik. Como no puedes dejar de soltar la pasta si asistes a una hora de danza local, en Candy, aunque hayas pagado la entrada. No puedes abandonar el local sin que los danzantes te obstruyan la salida con una money box en la mano. En fin, que a nadie le obligan a turistear, cada cual es libre de meterse en semejante espanto.

lunes, 5 de junio de 2017

5. Sigiriya




  Probablemente el lugar más llamativo de la isla sea la gran roca de Sirigiya, una mole que emerge en el centro de la llanura central. De origen volcánico se eleva imponente a la vista de cualquiera que llegue aquí con buenas o malas intenciones. Uno de los reyes del siglo V comprendió su valor y la convirtió en palacio fortaleza. Era un rey ilegítimo y tenía sus razones. Construyó unos impresionantes jardines y estanques a sus pies con un complejo sistema de canales subterráneos, excavó en la escarpada roca escaleras no aptas para gente con vértigo y arriba en la cima plana un palacio de ladrillo con un aire a las construcciones mayas, con sus correspondientes cisternas, templos, estancias y tronos. Una obra de ingenio que se conserva bastante bien. En una de las paredes de la roca, que se ven mientras se escala, se conservan unas pinturas de sorprendente calidad, así como un parapeto que en espejo reflejaba los grafitis de la pared.

4. Polonnaruva



           El sitio arqueológico de Polonnaruva es un complejo de 122 hectáreas donde los primeros reyes cingaleses comenzaron a construir una nación en los siglos donde en nuestras tierras se extendía el románico. Aquí se aprecia la diferencia entre cultura y civilización. La cultura sabe hacer una cosa o unas pocas cosas, hacer templos, por ejemplo, cosa que no es nada fácil. La civilización es una forma compleja d organizar la vida. Estos reyes cingaleses, de origen indio, del siglo XI y XII convirtieron el budismo en la religión más importante de la isla y con él trajeron un montón de cosas que habían visto u oído de la India y China. En este complejo hay una serie de templos con sus correspondientes Stupas, cada una de un nuevo rey, una obra que quería superar a la anterior, pero hay más cosas sorprendentes si se las compara con lo que entonces sucedía en Europa: hay una red de lagos artificiales, algunos muy grandes, que canalizaban el agua a las fuentes ornamentales de los palacios pero también a los arrozales. 


           En el museo hay una buena muestra de lo que los arqueólogos, ingleses casi todos del XIX, encontraron, muestras de una tecnología desarrollada, asociada a la agricultura y el comercio También una piedra lunar de forma semicircular, que se repite en las puertas de entrada de los templos budistas, en cada uno de los cuatro puntos cardinales y cuyo origen parece datar del siglo IV, que se parece como una gota de agua a la simbología románica que aparece en las arquivoltas de las portadas: un canto de los animales y plantas, distribuidos en arcos, a Buda. Lo que queda en el sitio, aparte de los palacios, sala del consejo y templos, que llame la atención, son los tres grandes burdas de Gal Vihara, esculpidos sobre la pared rocosa, que recuerdan aquellas esculturas gigantes que los talibanes destruyeron en Afganistán, uno sentado, otro con las manos en el pecho y el tercero recostado.

domingo, 4 de junio de 2017

3. Budismo



      Estamos en época del monzón de primavera, en esta parte de la isla, pero la tormenta aparece cuando quiere. Ayer tocó a última hora de la tarde, ya caído el sol. Y llovió como supongo que llueve en esta época. Hoy sin embargo el cielo ha permanecido quieto, incluso cubierto, lo que ha hecho que el paseo por los monasterios budistas fuese relajado, tranquilo. Al estuco pintado de los templos hinduístas lo mejoran sin duda las fallas valencianas, pero los monasterios budistas son otra cosa. Cientos de personas en peregrinación, ellas de blanco inmaculado y ellos con ropa sencilla y digna, en silencio y con una sonrisa para todo el mundo que se cruza con ellos, llevando bandejas de flores hasta la estupa o dagoba, una gran estructura semiesférica o túmulo funerario de blanco deslumbrante -el blanco es el color del luto aquí- y macizo que debe guardar las cenizas de Buda o reliquias suyas. En la de Mihintale había hoy una celebración tras la procesión, con ofrendas en recipientes de oro y plata, acompañada de músicos y monjes de distintas categorías. Los peregrinos suben más de mil escalones y arriba se encuentran con el templo y la dagoba, una gran estatua de Buda y un risco rocoso todo lleno de banderines con los colores budistas, desde el que se divisa un extenso paisaje con campos de arroz a un lado, al otro la jungla y más allá las breves montañas de esta isla o eso parecen en la distancia. Como el resto de peregrinos nos hemos tenido que cubrir los hombros, descalzarnos y ponernos un pareo para cubrir las pecaminosas rodillas. El hotel al que llegamos esta en plena jungla y está por ver qué significa eso.
       

sábado, 3 de junio de 2017

2. Negombo



      El tormentón solo llega por la tarde, cuando la luz se ha desecho en la calima. La ligera brisa que arrastra la lluvia baja la temperatura cinco grados. Ya se puede respirar. En el hotel un grupito de españoles, franceses, alemanes -están por todos sitios- y algún inglés. Y una boda que parece que viene de la India, con saris, fotos, música y danza. Negombo es una ciudad turística, si se puede llamar ciudad a este abigarramiento de gentes, tiendas que no distinguen entre lo cerrado y lo abierto, templos de cuatro religiones, calzadas que son calles y carretera para el libre uso de personas o vehículos sin normas precisas de movimiento y mucho color, en general desgastado como todas las cosas sometidas al calor. La cercanía al aeropuerto hace que los turistas comiencen aquí su viaje o lo acaben, lo que ha hecho que sus actividades tradicionales adquieran esa pátina de artifiosidad que añade el turismo a cuanto fotografía. La salida y llegada de barcas y catamaranes al amanecer a la lonja local, poco más que una pista de cemento solo parcialmente cubierta. El secadero de pescado en la arena de la playa, largos trozos de plástico extendido sobre los que se echan distintos tipos de peces, troceados o enteros, en distinta fase de secado y sobre los que corren perros o cuervos que desprecian o picotean aquí o allá sin que nadie les moleste. Lo de los cuervos en esta ciudad es un derroche de la naturaleza inmoderada, ni Hitchcock dispuso de tantos para hacer su película. Creo que hay más que humanos y ambos se tratan como si fueran por igual vecinos de esta ciudad con iguales derechos.

viernes, 2 de junio de 2017

1. Desde el aire


    La alargada y plana Formentera, hecha de la vieja traza del cultivo, Túnez, donde ya se anuncia el amargo desierto, donde se adivina el rastro de viejas lagunas en los círculos de la salmuera blanquecina, las dos rocosas islas de Malta preñadas de ladrillo, hasta que comienza el imponente desierto en Libia y en Egipto, blanquecino, vacío, solo interrumpido por el Nilo y su zona de inundación, tan perfectamente demarcada, y la aglomeración humana en sus márgenes, el Golfo de Suez, el rocoso e inhóspito Sinaí y el Golfo de Aqaba donde despunta como un cuchillo la parte de desierto que a Israel le toca, para acabar en la interminable Arabia, primero solo encrespada roca, luego roca y arena y por fin solo arena naranja rizada, quebrada e interrumpida por el viento que dibuja abstractas formas, hasta aproximarse a la costa occidental del Golfo Pérsico donde el hombre ha trazado otras geometrías, círculos regulares para hundirse en los pozos negros del petróleo, cuadrados y rectángulos para vivir en tétricas viviendas y cuerdas de asfalto, rectas y oscuras que parecen no llevar a ninguna parte o arañas de brazos inflexibles en el mar: Damman, Bahréin, Doha, Abu Dabi, donde por fin, bajando, se ve su esqueleto de cemento, arena y asfalto, un cementerio ya, sometido al sitio del tiempo, qué otra cosa puede ser cuando acabe el interregno del petróleo, ya se ve en los materiales innobles del aeropuerto, en sus tiendas sin alma, en el incómodo tránsito de quienes se ven obligados a parar aquí unas horas sin otro disfrute que el lento aburrimiento, hasta esa hermosa terminal en forma de jaima, enorme como todo aquí, enorme y viejo, sin tiempo para madurar, oscura y fantasmal, y, ya la noche caída sobre este sueño, el golfo abriéndose al Índico, el sur de la India y Colombo, apagado, como si no tuviera nada que decir después de que la historia la abandonase.