viernes, 30 de junio de 2017

Pueblo muerto

             

             Tras una kilometrada, poco después de pasar el Odra, quiero parar en el próximo pueblo para tomarme un café, el café que cada mañana enciende la electricidad de mi cerebro. Justo en el cruce que lleva al pueblo, enfrente, ligeramente oculto, un todoterreno de la guardia civil. Delante, de pie, inmóvil como un árbol mocho, las gafas reflectantes, la mitad de la pareja, las manos sobre el cinturón. Saludo. Obtengo un queja de urraca como respuesta. Sigo adelante unos kilómetros más, doy la vuelta y entro en el pueblo. La pareja ya no está. Calles solitarias, puertas y balcones cerrados, un hombre que se aleja por una vereda. No hay rastro de bar, ni antiguo ni moderno, sino un rastro ajado en la forma de las casas, el piso alto sobresaliendo de la planta baja retranqueada, una construcción original. Sin duda, hubo vida aquí. Ya no. Sigo recorriendo las calles buscando una salida hacia la iglesia, la iglesia grande, pues he visto desde la carretera, con sorpresa que el pueblo tiene dos, dos iglesias firmes, en buen estado, fieras del antiguo poder. La más grande apenas tiene espacio alrededor para contemplarla, como si a su imponente torre le bastase la admiración lejana. La menos imponente está exenta pero no es más amigable, paredones, contrafuertes, bien atrancada. Una noticia en un panel cuenta que para elevarla se acarreó material del cercano monasterio de San Antón. Se desnudó a un santo para vestir a un lego. Absorto, me saca de la inmersión en el pasado un ruido a mis espaldas. Como en una procesión, dos chavales, una chica con pantaloncillos ceñidos y piel cetrina, un chico con una pequeña mochila a las espaldas, quizá no tan niños, ocupan en marcha el camino entero que pasa delante de la iglesia, cada uno, con ambas manos llenas de las traíllas con que conducen un montón de perros, altos, grandes, silenciosos como los amos, todos con la cabeza hundida en el polvo, apenas levantan los ojos para ver a este extraño, a horcajadas sobre la bici, delante del cartel informativo, perplejo ante ese desfile de ánimas. Sigo su extraña marcha intemporal hasta que se pierden en la lejanía por la Vía Aquitania, tan perplejo que no se me ocurre hacerles una foto que de cuenta del prodigio. No sacuden el polvo del camino, nada les atrae del campo que se extiende en todas direcciones, ni lo que dejan atrás, ni lo que se mueve a su lado, todos, hombres y perros, sumidos en una cavilación intemporal.

No hay comentarios: