Mostrando entradas con la etiqueta Sapiens. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Sapiens. Mostrar todas las entradas

domingo, 23 de agosto de 2020

Tres ficciones

 


Coinciden en mi punto de mira estos días una serie, Shtisel, una peli, Papicha, y una noir, Plegarias, una novela. Las tres con fondo religioso, con tres religiones diferentes, las tres con libro, monoteístas


Shtisel retrata una comunidad ortodoxa jerosolimitana, un barrio en el que por lo que parece solo viven judíos ortodoxos. Viven, estudian, compran y venden, se prometen y casan y mueren entre ellos, como si en el mundo no hubiese otra cosa, como si muertos y vivos ortodoxos conformasen el cosmos y lo demás no fuese más que espejismo. Y por lo visto se puede vivir de ese modo, algo así como si se tuviese amputada la parte del cerebro que explora y atiende a la diferencia, como si el ensayo y el error que está en la base del proceso civilizatorio estuviese excluido de la comunidad. No parece que sean desgraciados hasta el punto de la desesperación o la locura. A los autores de la serie no parece importarles nuestro juicio,


Papicha es una película argelina de 2019 estrenada en este mes de agosto en el que la gente no va al cine. El fondo religioso no es nada amable. Al principio aparece como flashes informativos en la tele o en la radio, con afiches en las paredes, con la irrupción en reuniones de fanáticos o fanáticas salafistas vestidas de arriba abajo de negro pero termina arrollando el empeño de ser libres. Es la Argelia asaltada por el terrorismo en los años 90. Aquí sí que se exige un juicio.


Plegarias, la novela de Philip Kerr (famoso por la serie de novelas policíacas con base en la Alemania nazi), es un noir alambicado, un juego literario que toma como excusa el fundamentalismo cristiano, situado en Texas. El sujeto de la acción no es tanto lo religioso como la arquitectura del género literario. Por tanto no hay realismo documental sino el placer que produce reconocer las variaciones en los estereotipos del género. El juicio sobre la religión carece de importancia.


Mi idea al escribir esta entrada era decir algo original sobre la religión, pero renuncio. La experiencia humana es inabarcable, los puntos de vista milmillonarios. La religión es un trauma pero también ha sido fuente de conocimiento, la religión ha machacado a los hombres pero también los ha salvado. Hablar de religión es hacer la historia del hombre con todo lo que tiene de zozobra, de oscuridad y de iluminación. Nada le ha movido más que la más grande las ficciones, Dios.



martes, 18 de agosto de 2020

Surcos

 

Este esfuerzo incesante por producir normalidad es como una falsificación artística, tan laborioso comparado con la facilidad con que se creó el original. Hace un atardecer bonito y los rayos del sol, largos y dorados, se inclinan desde el horizonte. Estos viajes son para mí como las primeras incursiones de los vikingos en el misterio del océano, por momentos aterradores, por momentos emocionantes; no tengo la menor idea de lo que va a pasar, de lo que encontraremos. Es la idea de que no encontremos nada de nada lo que me aterra. Aun así, no sé qué estamos buscando exactamente”. (Despojos, Rachel Cusk)


Pienso, mientras sigo leyendo a Cusk, en la continuidad de las formas de vida. Desde 1945 hemos vivido como si la vida fuese un surco fácil de seguir. Si iba mal podías saltar a otro o a otro y continuar. Podrías pensar que las vidas uncidas en un matrimonio, padres e hijos, podían seguir durante un tiempo el surco principal y después aventurarse. La libertad era conseguible y la independencia y la igualdad. Todo eso han sido batallas posibles. Las conquistas se imaginan y se dan cuándo son posibles. Hubo un tiempo en que los esclavos no pudieron dejar de serlo ni las mujeres pudieron pretender ser iguales a los hombres. Pero después sí. Dábamos por supuesto que la naturaleza era mansa, que la habíamos domesticado, que con una mano llevábamos las riendas de la naturaleza y con la otra las de la historia. Incluso hemos llegado a pensar que estábamos a punto de automatizar el proceso. De 1945 acá la conciencia ha creído que podría obrar sin determinaciones. Un malentendido que ha confundido al arte y a la ciencia y que ha liberado las formas de vida. La abuela de 92 años de Rachel Cusk veía la vida como un labrador que traza surcos que duran toda una vida. Rachel describe su perplejidad, la de un mundo donde la libertad y la igualdad es posible. Ahora inopinadamente estamos en otro. ¿Cuál?


Se podría objetar que Flaubert, que Tolstói, que La Regenta en España. Sí, es cierto, pero eran formas adelantadas de vida que no se podían extender al conjunto de la población. Después de 1945, sí. Mis abuelos vivieron una vida de labradores más allá de los 90 años, murieron con un intervalo de unos pocos meses. Mi abuelo por las noches gritaba, quiero morir, quiero morir. No aprendió que vivir solo era posible. Mis tíos siguieron la costumbre, no se salieron del surco. Mi vida ha sido completamente urbana. Pensamos que nuestra vida está a salvo pero ninguna lo está. Nos negamos, y está bien que sea así, a encender ese interruptor.


Siento cierta simpatía por Edipo. Su historia expresa lo que a mi modo de ver es la principal tragedia humana: que desconocemos las cosas que nos empujan a nuestro destino. No somos plenamente conscientes de lo que hacemos ni de por qué lo hacemos. Edipo no sabía que su mujer era también su madre. No sabía que el harapiento desconocido al que ha matado en un cruce de caminos era su padre. Aun así, ha recibido un castigo por sus actos como si hubieran sido conscientes”. (Despojos, Rachel Cusk)


sábado, 1 de agosto de 2020

Maîtriser

Mientras me aproximo a Montserrat y veo los peñascos apuntados me pregunto qué son, huesos de un animal prehistórico, las ruinas de un culto de antiguos gigantes o los dedos de los pies de una rata muerta. En todo caso seguirán ahí cuando los dos magrebíes que vienen de frente ya no estén aquí o los mismos edificios modernos que flanquean el camino ya hayan vuelto al polvo. Tampoco durarán mucho más si medimos el tiempo con una escala cósmica. Montserrat y yo somos naturaleza. Nos lleva una vida entera hacernos creer que somos algo más. Maîtriser se dice en francés para abarcar un significado más amplio que amaestrar en español: dominar, controlar, sobre todo a mí mismo, a la naturaleza que hay en mí. Nos lleva toda una vida dominarnos, ocultar los instintos antisociales, comportarnos, toda una vida aprender a vivir socialmente. Pero alguna vez, si bajamos la guardia, sucede la catástrofe, hacemos o decimos algo que no tendrá remedio ni perdón, algo que nos avergonzará, que querríamos no haber hecho o dicho. La personalidad como la civilización es una capa frágil que la socialización interpone frente a la naturaleza.


Sostiene Rachel Cusk en Despojos que la principal tragedia humana es el desconocimiento de las cosas que nos empujan a nuestro destino. No somos conscientes de lo que haremos y de por qué lo haremos. Un instante nos arruina la vida. Edipo es el ejemplo. El rey Edipo, al enterarse de que está casado con su madre, se arranca los ojos, lo expulsan del palacio y vaga como un mendigo. Su mujer, Yocasta, al saber que es su madre, se quita la vida. Polinices y Eteocles, sus hijos, se matan el uno al otro en el intento fallido por compartir el poder. La historia no acaba ahí sino que para la desgraciada Antígona es ahí cuando empieza. A lo largo de nuestra vida cometemos acciones de las que no servirá de nada arrepentirse porque torcerán irremediablemente nuestro camino. El mismo día que alcanzamos una cima de felicidad puede que al atardecer la desgracia nos alcance, que la mujer que amábamos deje de querernos o que sean los hijos quienes no quieran saber nada de nosotros porque la naturaleza que nos constituye ha encontrado un hueco por dónde salir a la superficie y destruirnos.


Buscamos una autoridad que nos proteja frente a los embates de la naturaleza. Rachel Cusk comprueba en carne propia que el matrimonio, la familia ya no lo es pues hemos decidido que hay valores superiores, la libertad y la igualdad de los individuos que la forman. Antes ya habíamos destruido el crédito de otras instituciones. En la modernidad intentamos crear una autoridad interior, una convicción que parte de la honestidad, de la racionalidad, de la veracidad con que afrontamos la vida, valores que compartimos con muchos que creen que una buena vida en común es posible. Pero la naturaleza está ahí, casi imposible de maîtriser.




martes, 30 de junio de 2020

En la Iglesia


¿y qué quedará cuando ya no haya ni incredulidad?

Hierbas, un pavimento con maleza, zarzas, contrafuertes, cielo,

(En la Iglesia, Philip Larkin)


Podemos suprimir el clero y su boato, la estructura burocrática de las iglesias y las confesiones, los rituales, quizá no todos los rituales, seguimos necesitando el encuentro familiar del día del nacimiento y sobre todo del día de la muerte, al que se añaden los amigos, ¿es solo el abrazo fraterno a los deudos desolados el día del funeral lo que nos reúne o concentramos un dolor intenso por la persona a la que decimos adiós, un instante de intensidad antes de que se vaya desvaneciendo en las brumas de la memoria?, podemos hacer desaparecer las ceremonias, los sacramentos, al atildado cura que nos ofrece el dorso de la mano, el aire pútrido que desprende el confesionario y el alma oscura de la organización perdida en las finanzas eclesiales, podemos hacer desaparecer sotanas, kipás, barbas boscosas mal cuidadas y pulidos clérigos trajeados en las pantallas dominicales, incluso la histórica inmundicia de los diezmos obligados y las primicias y, aún así, al presentarte ante la iglesia desnuda recién restaurada con la piedra blanca libre de matas, sentir el escalofrío de la soledad y el silencio, aunque para nuestra desgracia cada vez haya más iglesias cerradas, la ruda conciencia de todo lo que sobra, de todo lo innecesario que has añadido a tu vida, abierta la puerta de pie en medio de la nave frente al presbiterio te confiesas indigno del don que se te ha dado, no hace falta que lo digas en voz alta, aunque puedes, alguien te escucha, tú mismo, reducido a ti sin otra compañía que tú mismo. Hemos expulsado a la religión de nuestras vidas, y con ella también se ha ido lo sagrado, el espacio en el que la vida se entiende y fluye y es, a solas en el clamoroso vacío de la nada una sensación irreal te golpea, se te hace presente, ¿vida, era esto la vida?




viernes, 26 de junio de 2020

El mundo está cambiando


Se ha producido el cambio y todavía no lo sabes, sigues viviendo como si nada hubiese ocurrido. El asesinato del archiduque de Austria, el día de la invasión de Polonia. El día que murió Andy Warhol o el día que asesinaron a John Lennon. Aparecieron en primera página al día siguiente o lo transmitieron en directo en la radio, pasaron días, meses, pero ya estábamos en otro mundo, las cosas nunca volverían a ser iguales. La gente en guerra, los aviones sobrevolando y destruyendo, la ciudad destruida, los muertos por el suelo. La crueldad y el horror del que nos enteraríamos más tarde. La era de Reagan y de Thatcher. La guerra civil, el 25 de noviembre de 1975, ZP. La era del populismo. El mundo cambia sin cesar, la mayor parte del tiempo imperceptiblemente, pero a veces bruscamente y cuando lo hace la vida de las personas se trastoca: los judíos en 1941, los palestinos en 1949, la entrada de España en la CEE. ¿El iphone?, ¿la llegada de Trump a la presidencia?, ¿el día que la concentración de CO2 en la atmósfera sobrepasó un umbral?


¿Cuál es la pregunta de este tiempo? ¿Es de naturaleza económica?, ¿es de naturaleza moral?, ¿se refiere a nuestro destino como especie? El filósofo Richard Dennett compara este tiempo con la explosión cámbrica (hace 540-500 millones de años). No sé si son tiempos comparables (el tiempo de la especie humana sobre la tierra es aún un suspiro), pero la relación es sugestiva. La transparencia que ha supuesto la llegada de internet y la interconexión que supone junto al fenómeno de la globalización. La actual pandemia es un efecto de esa globalización. Dennett habla de la destrucción masiva y de la creatividad biológica del cámbrico. En esas estamos. En otro artículo del periódico de hoy, Javier Sampedro habla de los cuatro jinetes del Apocalipsis que amenazan la vida de la especie: la guerra, el hambre, la peste, la muerte. Y añade uno inesperado, el exceso de azúcar en sangre: la diabetes empeora el pronóstico del coronavirus y, además, puede causar un tipo nuevo de diabetes.


¿Podemos poner fecha? El cambio ha empezado, pero ¿sabemos de qué tipo? ¿quienes sufrirán hasta la muerte?, ¿quiénes saldrán del paso? ¿quiénes se alzarán para tener una vida más plena?, ¿estamos todos condenados?, ¿hay una nueva especie de hombre diferente entre nosotros como la había cuando nosotros llegamos?, ¿hay un líder inesperado que tomara las decisiones correctas?




miércoles, 15 de abril de 2020

La paradoja de la cooperación



Escribe Tim Flannery que cualquier especie en algún momento se encuentra en un cuello de botella para prosperar del que sale o bien al estilo Medea (mito), agotando con furor suicida los limitados recursos de que dispone, lo que le lleva a la extinción, o encontrando una solución cooperativa, creando un superorganismo común que regula la vida de la especie (como las hormigas o las abejas) o encontrando formas de colaboración con otras especies dentro del ecosistema. Competencia suicida contra cooperación. Si como especie hemos prosperado en tan poco tiempo se debe a que la variedad genética entre humanos es muy pequeña. Algo sucedió antes de la revolución agrícola. El ‘escarceo con la extinción’ humana lo sitúa Flannery hace 70.000 años tras el estallido del volcán Tambora, que alteró de golpe la atmósfera, bajando la temperatura entre 2 y 5 grados, que casi nos llevó a la desaparición. Todos los humanos procedemos de las pocas parejas supervivientes, entre 1.000 y 10.000, de ahí la uniformidad genética, mayor que la de la mayoría de los mamíferos, lo que facilitó una ‘humanidad esencial’ presta a cooperar. Una especie de revolución cognitiva hizo posible, con el tiempo, un cambio de vida del cazador recolector al agricultor. El primero tenía que saber de todo: cazar, vigilar, defender, cuidar la progenie, en la vida comunitaria del segundo las tareas se fueron repartiendo. Para el primero la supervivencia era dura, competía con otras especies y con otros clanes, un altísimo porcentaje de la población moría de forma violenta, para el segundo la vida se fue haciendo más segura, cooperaba. La cooperación cultural de las sociedades humanas nos ha traído hasta aquí. La paz y la seguridad prosperan donde hay cooperación. Para el Peace Research Institute de Oslo las guerras tienden a desaparecer. Entre 1946 y 2002 los muertos en combate en el mundo han disminuido en más del 90 %.

La vida en las sociedades agrícolas y urbanas es ambivalente. La división del trabajo (la magia que hace posible la prodigiosa productividad de nuestras sociedades industriales, según Adam Smith) que les es propia nos asegura una vida más próspera, más larga, más completa. A cambio nos hace más torpes, menos inteligentes. En general nos especializamos en una cosa (albañiles, profesores, médicos, policías, torneros) y somos inútiles en las demás. La sociedad es cada vez más poderosa pero los individuos más incompetentes. Con la robotización tememos que la tendencia aumente. No tendremos una habilidad útil para la sociedad. ¿Seremos prescindibles? El cerebro será un instrumento sobredimensionado. De hecho, según Flannery, después del último periodo glaciar hemos perdido masa cerebral (10% los hombres; 14% las mujeres). Escribía Adam Smith:
El hombre cuya vida entera se dedica a realizar unas pocas operaciones sencillas [...] generalmente se vuelve tan estúpido e ignorante como resulta posible que lo haga una criatura humana. El sopor de su mente le hace no solo incapaz de disfrutar de cualquier conversación racional, o de participar en ella, sino de concebir cualquier sentimiento generoso, noble o tierno [...]. Sobre los grandes y extensos intereses de su propio país es totalmente incapaz de opinar; y a menos que se hayan tomado medidas muy particulares para que sea de otra forma, es igualmente incapaz de defender a su país en la guerra”.

No sé si se pueden extraer consecuencias de esos datos con respecto a la actualidad. La tentación es grande. Como sabemos tan poco de casi todo depositamos nuestra fe en expertos especializados y en líderes que creemos más sabios que nosotros mientras nos desentendemos de los graves problemas. En una sociedad tan tecnológica como la nuestra, donde desconocemos lo más básico del funcionamiento de las cosas, la división del trabajo que nos ha hecho avanzar tanto ha limitado el conocimiento especializado de que disponemos y por tanto nuestra capacidad de juicio, no solo para comprender los procesos sino para elegir y decidir. Confinados en nuestras casas miramos la pantalla embobados y esperamos que alguien decida por nosotros. Dóciles, domesticados, indefensos.

lunes, 2 de marzo de 2020

La perspectiva heroica



Venimos de una historia biológica de competición por la supervivencia. Competición y cooperación, el éxito del homo sapiens, las dos patas de la evolución, aunque todavía es pronto para cantar victoria. Qué son 250.000 años en la historia de la vida. Nuestra especie es una recién llegada, ha conquistado el territorio a codazos en muy poco tiempo. El individuo humano dispone de mucho menos tiempo. También en el individuo pervive el instinto de competencia y ha aprendido que buena parte de su actual estatuto se debe a la cooperación. El equilibrio entre ambos, entre naturaleza y cultura es inestable, pero parece una necesidad. Gracias a la cooperación hemos conseguido unos estándares democráticos: vivienda, comida, salud, cultura. En las sociedades de progreso hay mínimos garantizados. De algún modo el trabajo preservaba el espíritu competitivo, pero qué pasará cuando ya no haya, cuando no sea necesario, cuando el individuo se vea como no necesario, como hombre superfluo. Toda ese gente en celdas encamada, atendida, cuidada, con todo el tiempo por delante suyo, con todas las horas por llenar. Todo cultura, nada de naturaleza. ¿Bastará con el mundo plano de los televisores, con el mundo propio reducido a la inmovilidad, donde ni siquiera la imaginación es propia?

El ideal de la vida heroica ha desaparecido de nuestras vidas. Puede parecernos un resultado natural de la evolución histórica. Una época antigua, la Ilíada, Alejandro, César, los conquistadores, Galileo, Newton, Darwin. Pero la idea acompañaba al hombre común y le sacaba de algún aprieto a lo largo de su corta vida: resistir a la guerra, hacer frente a una devastación natural, a la muerte de los hijos, a una mala cosecha, emigrar a la tierra de la promesa. La vida era más corta, la muerte más próxima, más cercana, lo que ofrecía la posibilidad de enfrentarse heroicamente al peligro. La perspectiva heroica ha desaparecido de nuestras vidas, están vacías de tensión y lucha, de fulgor y propiedad. ¿Qué soy, quién soy, qué valgo, para qué estoy aquí? Toda la humanidad sobrante, frase terrible, pero objetiva. ¿Es posible la rehumanización? Ya en otros periodos se vio al hombre como cantidad, el hombre sobrante. El nazismo, el estalinismo, el maoísmo. Aún hoy perviven totalitarismos menos fieros para los que un hombre es un número, pero si ampliamos la perspectiva y miramos las sociedades benefactoras, democráticas, progresistas, terapéuticas, adónde nos conducen. Qué nos espera en el reino de la falta de necesidad, del cuidado, de la protección.




jueves, 24 de octubre de 2019

Animalismo



Hace decenas de miles de años, cuando nuestros antepasados de la Edad de Piedra se extendieron desde África Oriental al resto del planeta, ya cambiaron la flora y la fauna de todos y cada uno de los continentes e islas en los que se asentaron. Causaron la extinción de todas las demás especies humanas del mundo, del 90 por ciento de los grandes animales de Australia, del 75 por ciento de los grandes mamíferos de América, y de alrededor del 50 por ciento de todos los grandes animales terrestres del planeta…, y todo esto antes de que plantaran el primer campo de trigo, modelaran la primera herramienta de metal, escribieran el primer texto o acuñaran la primera moneda”.(…) “En la actualidad, más del 90 por ciento de todos los animales grandes son domesticados”. (Y. N. Harari, Homo Deus)

Estamos modelados por la biología, miles de años de mutaciones y adaptaciones han producidos un sistema bioquímico que controla nuestras emociones y nuestras respuestas al medio. Así hemos sobrevivido y reproducido. Un éxito de la evolución. ¿Pero que nos hace progresar? ¿la obediencia a la biología? Durante milenios hemos ido conquistado terrenos a la naturaleza que nos ha ido modelando, terrenos que hemos sustraído a su poder. Aprendimos a cooperar entre humanos frente al instinto de supervivencia individual y eso nos hizo más fuertes, aprendimos a asociarnos frente al instinto tribal, creamos leyes y organismos, concebimos la humanidad como idea bajo cuyo cobijo todos los humanos son hemos afirmado iguales y libres: la esclavitud es intolerable y la discriminación por raza, color o continente y la sumisión de las mujeres. Qué pasa con el maltrato a los animales. ¿Somos conscientes de lo que les hemos hecho, de lo que aún les hacemos? Una suma de esclavitud, concentración y matanza. Ese ha de ser nuestro siguiente paso en el progreso moral. ¿Si el entendimiento profundo de la realidad (ciencia) precede a su utilidad práctica (tecnología), la comprensión moral de nuestro puesto en la Tierra (valores) no precede a nuestra acción en ella (normas, leyes, actitudes)? Si somos morales en nuestro trato con los demás, hombres y animales, el mundo se hace más habitable, nuestra vida será mejor material y moralmente. ¿Será la revolución animalista comparable a la feminista en la segunda mitad del siglo XXI?
Los humanos pueden causar un sufrimiento tremendo a los animales de granja de diversas maneras, incluso al tiempo que aseguran su supervivencia y su reproducción. La raíz del problema es que los animales domesticados han heredado de sus antepasados salvajes muchas necesidades físicas, emocionales y sociales que son superfluas en las granjas humanas. Los ganaderos obvian de manera rutinaria dichas necesidades, sin pagar ninguna sanción económica. Encierran a los animales en jaulas diminutas, mutilan sus cuernos y cola, separan a madres de hijos y crían monstruos de forma selectiva. Los animales padecen mucho, pero siguen viviendo y multiplicándose”.(…) “Las puercas encerradas en cajones de gestación tienen típicamente síntomas de frustración aguda alternada con desesperación extrema”. (Y. N. Harari, Homo Deus).


viernes, 7 de diciembre de 2018

Sesgos




           Cuando a un autor, a un articulista, a un periódico o incluso a un amigo se le adivinan los sesgos, o se conoce su manera determinista de pensar se hace cada vez más difícil frecuentarlo o quedar con él para mantener una conversación. Al final deja uno de leerlo o llamarlo por teléfono. No hay cosa más penosa que un proceso de ruptura sentimental, lo que comenzó como un deslumbramiento donde uno recababa todo tipo de información para asentar el enamoramiento acaba en la desolación al solo ver defectos, miserias y determinismos. No sólo somos homo sapiens, el animal que acumula experiencias para deducir de ellas sabiduría, somos antes que nada homo sentiens, el hombre que hace suyo el mundo, aprendiendo de forma particular y única, aunque en tantas cosas seamos semejantes con respecto a nuestros semejantes. Somos las dos cosas, animales inteligentes que quieren saber más y más de nuestros semejantes y de nuestro entorno y animales sentientes para quienes sentir y dar significado al mundo es lo que merece la pena. Por eso nos resultan aburridos y nos desapegamos de quienes antes merecían nuestro respecto o queríamos pero han dejado de ofrecernos una experiencia particular de la que antes aprendíamos y disfrutábamos. Han dejado de sernos útiles, ya no son interesantes, dejamos de frecuentarlos, nos apenan. Nos sucede con aquellos a los que la enfermedad les gana o la vejez, aunque reservamos para ellos la compasión si nos sentimos en deuda. Y a quienes antes nos enseñaron y no nos han acompañado en la búsqueda apasionada del conocimiento los dejamos atrás con desdén, a veces con desprecio, siempre con pena.

          Nuestro cerebro tiene muchos modos de captar la realidad, de asumirla y representarla. Buena parte de lo que le llega lo recibe pasivamente, sin procesar la información (sistema 1). Otra buena parte la capta mediante los sensores corporales de manera rápida, sin aparente esfuerzo, de forma automática. Captamos sonidos, imágenes, elaboramos sus representaciones y respondemos de acuerdo con pautas que hemos ido mejorando con la experiencia. Hablamos, caminamos, masticamos, vamos en bici, nadamos, tocamos un instrumento (sistema 2). Y hay una forma más trabajosa y lenta de pensar y reaccionar, más costosa, en la conversación racional, en la escritura de una carta, en una decisión importante que implique nuestro futuro, en que damos vueltas y vueltas, pero en la que no necesariamente la decisión final sea fruto del esfuerzo racional (sistema 2). ¿Quién nos asegura que nuestras ideas sobre el mundo, nuestra representación de las cosas, nuestras tendencias, nuestros valores son fruto de la deliberación racional? Probablemente se han fijado sin ser conscientes por el sistema 1 sin que sepamos cómo ha ocurrido. Entonces una posición política, una regla moral, un gusto desfasado se muestran con el mismo automatismo que andar en bici. Las personas positivas, extrovertidas, con mundo, por decirlo así, tienen más posibilidades de tener una mente abierta, de contemplar los cambios y adherirse a ellos, aunque es difícil asegurarlo. 

          En todo caso, quizá falte una asignatura, un procedimiento necesario, aprender a aprender, someter nuestras ideas como la ciencia hace con sus teorías, al ensayo y al error. No lo hacemos, no lo hemos aprendido, nos descuidamos. Lo peor de quien vive y suelta ideas como brazadas en la piscina es que, si tratamos con él, nos obliga a responder en su plano, en su marco alicorto de pensamiento, a gastar la energía que podríamos dedicar a cosas relevantes. Este mundo estático parece una tendencia ahora mismo, aunque no todo el mundo está en ella. Hay quien pelea de forma furiosa por erradicar la enfermedad y prolongar la vida.

viernes, 14 de julio de 2017

¿Yo?



                Al despertar esta mañana no he tenido ningún sobresalto, pero cuando viajo me sucede que reboto en la cama porque no reconozco dónde estoy, me resulta extraña la pared de enfrente, la tele colgada, el espejo, la luz que penetra por la ventana, la lámpara del techo o los ruidos amortiguados que llegan del exterior. Es una fracción de segundo la que tardo en acomodarme, en recordar las últimas impresiones de la noche anterior, ah, he viajado, estoy aquí, lejos de casa, el tiempo que tardan en reconectarse los circuitos cerebrales, aquellas partes que se desconectan en el sueño y recobro cuando vuelve la conciencia de mí, la creencia de ser yo quien está al mando. ¿Pero quién me dice que no vivo en una ilusión, que alguien o algo me ha puesto en marcha o que simplemente sigo las pautas de un programa? Creo estar viviendo este momento, que hoy continúa el ayer y que en los días que vienen no habrá grandes cambios. Para ello he de fiarme de mi memoria pero sé cuán flaca es. También podría pensar que los recuerdos me han sido implantados y los he hecho míos como cuando alguien que me conoció en el pasado dice recordar un hecho concreto en el que estuve implicado y yo, que no lo recordaba, lo hago mío hasta el punto de recordar entonces con nitidez los menores detalles. 

                 No tengo pruebas para aceptar que sea un ser programado, aunque cabe la duda, pero qué decir de las señales eléctricas y químicas que cada mañana traban la conciencia de mí mismo. Por qué cada mañana habrían de recorrer el mismo camino, producirse las mismas sinapsis, el enlace de las mismas áreas cerebrales, quién me dice que soy el mismo hombre de ayer. Tengo el mismo aspecto, las mismas heridas en la piel, parecidas arrugas, los mismos renqueantes huesos, pero cómo sé que esta manera de ver las cosas, esta imagen que me hago del mundo es la misma que tenía antes de ponerme a dormir. La memoria es tan frágil como engañosa y no estoy seguro que la mirada que me devuelven mis vecinos, conocidos y familiares sea sincera, quizá no advierta el punto de extrañeza en sus ojos al verme de nuevo otro día más, la que procede quizá de quien ha amanecido hoy en esa persona que creo conocer.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Identidad, autonomía, libertad



            Todas las criaturas perseveran en el ser, decía Spinoza, quieren vivir, pero a los humanos contemporáneos no nos basta con ese impulso natural, queremos algo más, queremos vivir bien, ser felices y que se nos reconozca como individuos únicos e insustituibles. Spinoza hablaba del contento de sí, Hume de orgullo, Aristóteles de la grandeza de ánimo. Necesitamos saber quiénes somos y más que eso, ser felices de ser quienes somos. Pero la humanidad posilustrada quiere más, necesitamos construir la autoestima. Es el asunto principal de cada cual en este tiempo. Vivimos rodeados de otros hombres que como nosotros necesitan reconocimiento, pero es laborioso, difícil y agotador buscar reconocimiento continuamente, porque venimos de un mundo de preeminencias y asignación de roles basado en el perfeccionismo, un mundo donde el reconocimiento se obtiene por el cultivo de cualidades o habilidades extremas (futbolistas, actores, artistas, genios de la informática). El hombre común anda perdido. También, en los últimos tiempos, prolifera un tipo de reconocimiento espurio, la fama televisiva o de las redes sociales (me gusta) que exige muy poco o nada –o un suicidio íntimo si uno exhibe al mundo sus miserias- para obtener un breve momento de felicidad. Pero sabemos que eso no es suficiente, no nos colma. John Rawls (Teoría de la justicia) habla del autorrespeto. Todo el mundo debería lograrlo. Para ello la sociedad debe construirse sobre la idea de que todos los planes de vida, sean cuales sean, merecen la pena, todos son válidos, ninguno por extraño que sea debe suponer discriminación o inferioridad. Y por tanto ninguno debe ser considerado un modelo de vida más perfecto que otro. Esa sociedad debe sustentarse en la libertad. ¿Idealismo?

            Mientras llega esa sociedad cuyo valor principal basado en la libertad es la equidad, muchos buscan reconocimiento asociándose en grupos que ofrecen identidad. Feminismo, etnia, nación, cultura, religión, movimiento político. Grupos que dan calor y seguridad a cambio de perder libertad. Esa es la principal objeción al comunitarismo, que ofrece una identidad común a cuenta de la pérdida de libertad individual. La alternativa es arriesgada, aceptar la autonomía, la libertad con responsabilidad, convertirse en agente moral, buscar una identidad propia, capaz de distanciarse de las identidades dadas, de construirse contra el mundo social y aceptar las consecuencias de nuestros actos.

    “Ser un agente moral es precisamente ser capaz de salirse de todas las situaciones en las que el yo esté comprometido, de todas y cada una de las características que uno posea y hacer juicios desde un punto de vista puramente universal y abstracto, desgajado de cualquiera particularidad social. Así, todos y nadie pueden ser agentes morales, puesto que es en el yo y no en los papeles o prácticas sociales donde debe localizarse la actividad moral”. (A. MacIntyre).

            El individuo libre no antepone el reconocimiento social a la autoafirmación frente a los demás. Contentarse con un estatus para obtener la tranquilidad, la comodidad, el no tener que pensar y decidir por sí mismo es renunciar a la libertad, renunciar a “cargar con el peso de la libertad” (Isaiah Berlin). Forjar una identidad propia, gobernarse así mismo es el objeto de la construcción de una personalidad libre (Victoria Camps), para ello hemos de distanciarnos de las identidades colectivas, despojarnos del resentimiento hacia el otro. La libertad es el intento de no sucumbir al despotismo de la costumbre y de la sociedad.

    “Quien deja que el mundo –o el país donde vive- escoja por él su plan de vida no necesita de otra facultad que la de la imitación simiesca. En cambio, quien elige su propio plan pone en juego todas sus facultades” (John Stuart Mill).


sábado, 24 de septiembre de 2016

Bibliografía Sapìens



            Algunos libros de interés sobre el tema del cerebro, la mente y en general sobre la especicidad del Sapiens.

La tabla rasa, de Steve Pinker. El más denso, requiere atención y tiempo para su lectura, pero es esencial para comprender qué somos y las muchas ideas equivocadas que tenemos respecto a lo que somos. Trata de los temas de debate que están en el aire relacionados con las ciencias humanas. Una enciclopedia.

Incógnito, de David Eagleman. Es una introducción al mundo de la mente. Qué es, cómo funciona, cómo trabaja por debajo de nuestra conciencia. La conciencia no es el centro de nuestra mente, sino una pequeña barca en el océano del cerebro. Este trabaja sin que seamos conscientes, de 'incógnito'.

El futuro de nuestra mente, de Michio Kaku. Quizá el libro más ameno y fácil de leer. Kaku es un físico no neurólogo o psicólogo como los anteriores y su punto de vista es del divulgador, acostumbrado a mostrar como fácil lo que es complejo. Muestra el mundo que se nos abre con las investigaciones sobre el cerebro, apasionante y lleno de posibilidades.

Sapiens, de animales a hombres, de Yuval Noah Harari, un libro ambicioso que pretende hacer la historia de nuestra especie. Sencillamente deslumbrante.

En movimiento, de Oliver Sacks. Es la autobiografía de este famoso neurólogo, escrita poco antes de morir en 2015. Combina el relato de su vida con el comentario sobre la aparición de sus sucesivos libros o películas basados en ellos como Despertares y sus historias clínicas sobre pacientes con lesiones neuronales. Se lee como una novela.

Ante todo no hagas daño, de Henry Marsh. Otra autobiografía, en este caso de un neocirujano. En cada capítulo del libro trata una historia de su trabajo como neocirujano, en general tumores que tuvo que tratar. Abre el cerebro y nos muestra lo que hay dentro. Cada historia es un relato bien contado, ameno.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Ante todo no hagas daño, de Henry Marsh

         
          El nacimiento casi siempre está presente en nuestras vidas. Por lo general, es una fuente de alegría que compartimos con un amplio número de personas. No es así con la muerte. Evitamos pensar en ella, la ajena y sobre todo la propia, como si fuese algo que pudiésemos eludir o posponer indefinidamente. Así que a menudo nos pilla por sorpresa. Y cuando llega la alejamos de casa, en lugares informales y contenidos en el tiempo, donde la expresión del dolor está permitida pero estrictamente controlada. Sin embargo hay gente que profesionalmente la tiene a mano cada día. Médicos, enfermeras y los que se dedican al negocio de la muerte, un negocio que es tan necesario como nos resulta difícil de entender. Un neocirujano por su oficio está próximo a la muerte, aunque parecen pocos los casos en que esta se produce mientras se trabaja en el quirófano, más en las horas o días posteriores o puede que meses y años y sabe que sus diagnósticos al respecto suelen ser certeros.

            Henry Marsh, un eminente neocirujano, habla de sus casos en Ante todo no hagas daño. El libro es una autobiografía médica, cada capítulo precedido por un nombre y la definición médica de la enfermedad a la que alude, casi siempre un tumor. La mayoría de esos casos anuncia una muerte inminente o brevemente postergada. Henry Marsh escribe sobre las dificultades técnicas de cada caso, abre el cráneo y nos muestra las partes del cerebro, sus peculiaridades, la débil frontera que separa la vida de la muerte. También habla de los hospitales, de la jerarquía profesional, de los especialistas, los internos y aprendices, de los errores médicos, a veces imposibles de evitar, de las reclamaciones familiares y las compensaciones. Pero no es sólo eso. Lo que le da valor es la pregunta de dónde está el hombre en todo eso, la humanidad que se aferra al vivir y la muerte insoslayable. Lo que peor ha llevado Henry Marsh, según confiesa, es el trato con los familiares después de que una intervención haya ido mal. Muchos médicos no saben hacerlo o lo temen y lo obvian. Hablar con la familia y darles explicaciones forma parte de su oficio. La mayor parte de las veces el mal trago desaparece cuando después de hablarles les dan la espalda para volver al siguiente caso. Es normal que así sea, ellos tienen su propia vida. Pero debe ser duro aprender a separar la propia vida de todas esas muertes que van dejando atrás, aunque sean muertes naturales más allá del error y la negligencia.

            Supongo que para un cirujano es difícil asociar un tumor a una persona concreta, que la mayor parte de las veces no es más que un caso más o menos especial dentro de la categoría de los tumores. En su libro Henry Marsh busca a la persona doliente y su circunstancia. Algunos casos resultan emocionantes, como Tanya, una niña ucraniana de once años a la que intenta extraer el tumor más grande que ha visto jamás. La lleva de Kiev a Londres pero la cosa sale mal y el médico lo siente como un fracaso. Es lo que hace que el libro merezca la pena. Vistos desde lejos somos una especie invasora, agresiva, implacable. Desde cerca somos individuos singulares, temerosos, sensibles, mortales. Como dice uno de los pacientes, “la vida es muy valiosa, cada día cuenta”.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Morir

Escribe Henry Marsh en Ante todo no hagas daño:

            “Morir rara vez resulta fácil, por mucho que deseemos creerlo así. Nuestros cuerpos no nos dejan soltar las amarras de la vida sin oponer resistencia. La cosa no se limita a pronunciar unas palabras significativas ante tu llorosa familia y luego exhalar tu último suspiro. Si no te mueres de forma violenta, ahogándote y tosiendo, o en coma, entonces no queda más remedio que ir consumiéndose: la carne se va reduciendo hasta dejarte en los huesos, la piel y los ojos se vuelven de un amarillo intenso si falla el hígado; la voz se debilita... Hasta que, cuando se acerca el fin, apenas te quedan fuerzas para abrir los ojos y yaces inánime en el lecho de muerte, con la respiración por todo indicio de movimiento. Poco a poco te vuelves irreconocible, y todos los detalles que volvían tus facciones tan característicamente tuyas se van diluyendo en la nada. El contorno del rostro se desdibuja hasta fundirse en el trazo anónimo de la calavera que hay debajo. Ahora uno guarda un gran parecido con cualquier anciano, con su cara demacrada y deshidratada, todos idénticos con sus batas de hospital. (…) Cuando se acerca el final, tu rostro se convierte en el de una persona cualquiera, en un rostro que todos conocemos, aunque sea gracias al arte funerario de las iglesias cristianas. (…)

            No sentí la necesidad de presentarle mis respetos definitivos a su cuerpo [de la madre del escritor]: por lo que a mí concernía, se había convertido en una cáscara sin sentido. Digo «cuerpo», pero podría estar hablando igualmente de su cerebro. Sentado junto a su lecho, había pensado en eso muy a menudo: en cómo los millones y millones de células nerviosas, y las conexiones casi infinitas que hay entre ellas y que formaban su cerebro, su ser, estaban luchando y debilitándose. La recordé en aquella última mañana, justo antes de irme a trabajar, con la cara demacrada y consumida, incapaz de moverse ni hablar, sin poder siquiera abrir los ojos, y sin embargo, cuando le pregunté si quería agua fue capaz de negar con la cabeza. Ella seguía allí, dentro de aquel cuerpo moribundo, devastado e invadido por células cancerígenas, aunque para entonces rechazara incluso el agua y ansiara claramente no prolongar más su agonía. Y ahora todas esas células cerebrales han muerto, y mi madre, que en cierto sentido consistía en la compleja interacción electroquímica de todos esos millones de neuronas, ya no existe. En neurociencia, a eso se le llama «el problema de la integración»: el hecho extraordinario, que nadie es capaz ni de empezar a explicar, de que de la mera materia bruta pueda surgir la conciencia y la sensación. Mientras mi madre yacía allí, moribunda, yo tenía la intensa sensación de que una persona más profunda y «real» seguía allí, tras aquella máscara mortuoria en que se había convertido su rostro”.


martes, 20 de septiembre de 2016

El futuro de la mente



            Mientras escribo esta nota escucho música en una emisora. Por la habitación pasan incontables ondas de radio pero el receptor que he seleccionado tan solo capta una frecuencia. Para mis oídos es como si el resto no existiese. Con esa analogía tan fácil de entender explica Michio Kaku lo que quieren decir los partidarios de que existe el multiverso. Puede ser que en cada momento huya múltiples encrucijadas y en ellas la realidad, la materia, se divide en muchos caminos, nosotros transitamos por uno de ellos, nuestro universo, pero hay otros. ¿Cómo es que no vemos o no podemos pasar de un universo a otro? Es como si cada universo emitiese en su propia frecuencia, como en las distintas longitudes de onda captadas por diferentes emisoras, coexisten en el mismo espacio pero solo escuchamos una.

            De ese modo tan práctico y fácil de entender va explicando Michio Kaku en El futuro de nuestra mente los diversos temas que aborda, relacionados con los descubrimientos de la neurociencia y la física del cerebro y de la mente. Lo más abstruso lo hace fácil o lo parece, porque si uno levanta los ojos de la página que está leyendo aparecen un montón de preguntas que el mismo texto genera sin fácil solución, porque los propios científicos están avanzando en terra incognita. Kaku hace un resumen del estado de la cuestión y a continuación proyecta el mundo que se abre o podría abrirse, en muchos casos más allá de lo que los más fantasiosos escritores de ciencia ficción imaginaron.

            ¿Podemos hacer una copia del cerebro, un mapa de sus rutas eléctricas? Es lo que quiere hacer el proyecto BRAIN que se inició en el 2013 en EE UU. O quizá podamos simularlo informáticamente: un enorme ordenador que copiase la arquitectura del cerebro que es lo que quiere hacer el Proyecto de Cerebro Humano europeo. Pero hay algunos imposibles: las operaciones y contenidos de la mente, de cada una de las mentes, equivale a un zetabyte, algo así como todos los datos acumulados en la red mundial. Además, qué pasa con la conciencia, ¿cómo podrían producirla dichos proyectos? Alguien ha comparado la ingeniería del cerebro a lo que hicieron los arquitectos medievales cuando diseñaban una catedral que tardaba más de cien años en construirse. ¿Es cuestión de tiempo?

            Si alguno de esos proyectos (a los que hay que añadir el proyecto Conectoma Humano y el Atlas Allen) alcanzase el éxito, ¿podríamos copiar nuestro propio cerebro? ¿Puede existir la mente sin materia, sin cuerpo? ¿Podría nuestra mente abandonar nuestro cuerpo enfermo o moribundo para seguir una existencia inmortal? Ray Kurzweil, de todos el más optimista, cree que se podrá descargar en un ordenador. Hacia el 2045, predice, las máquinas habrán superado al hombre en inteligencia, entonces habrá llegado el momento de unirnos a los robots o tendremos que apartarnos de su camino. Sería el momento de la singularidad. Sin embargo, si tiene razón Roger Penrose y el cerebro es un dispositivo mecanocuántico su funcionamiento no respondería a la lógica aparente de las cosas, hay problemas que ninguna máquina puede resolver o demostrar, pero sí la intuición humana. Los sistemas cuánticos son intrínsecamente impredecibles. Lo máximo que se puede calcular es la probabilidad de que algo ocurra.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Conciencia



            Hay un asombro mayor que la contemplación inacabable del universo, que el interrogante sobre su origen y orden, que el vertiginoso descubrimiento de que la tierra no es el centro del Cosmos, ni lo es el sol, ni la Vía Láctea, que el Universo no es sólo lo que conocemos, una minúscula parte de su extensión, que quizá no sea el único y que en el mismo punto convivan múltiples universos, tampoco el mayor misterio es la explosión de las formas de vida, unas derivando de otras, en direcciones inesperadas, y que el hombre sea una de ellas por pura casualidad, a punto de desaparecer en varias ocasiones, que ha perseverado sin embargo y siendo su historia tan reciente haya producido la maravilla que es el cerebro, el objeto más complejo que conocemos, con nada comparable en su capacidad de generar pensamientos y almacenarlos, una máquina biológica que los ingenieros informáticos querrían reproducir pero que parece imposible que lo hagan en su integridad, porque podría estar a nuestro alcance crear un sistema de nódulos neurales –columnas neocorticales- que reprodujese su arquitectura y quizá sus corrientes eléctricas, pero no dejaría de ser una copia mecánica, material, pero le faltaría aquello, de momento inasible, que, eso sí, es el asombro mayor que nos ofrece la naturaleza: la conciencia.

            Cada mañana al despertarnos deberíamos estar aliviados y asombrados por seguir siendo conscientes. Pero qué es la conciencia. Sabemos que la tenemos, sabemos qué hace, pero cómo definirla. Sabemos cuando desconectamos en el sueño, en el coma, en la muerte. La conciencia nos conecta con el mundo, enciende nuestra mente y en cada instante nos muestra la realidad, cambiante, previsible, o eso creemos. Nos decimos “esto es el mundo” o lo proyectamos, proyectamos un espacio y una línea de tiempo que se arrastra del pasado al futuro con nosotros dentro, construyendo continuamente momentos en los que nos situamos. Pero, cómo definir la conciencia. La conciencia es como para los astrónomos el momento anterior al Big Bang, qué había, qué lo produjo, qué la sostiene, cómo se forja. Una especulación.

            ¿Qué sentido tendría el universo sin una conciencia que lo contemplase? ¿Existiría el universo si una mente consciente no lo pensase? Sin la contemplación podría existir o no, podría tener otra forma, podría haber comenzado y haberse extinguido al instante o podría haberse enfriado hasta la muerte. Es lo que dice el principio antrópico, existimos, tenemos conciencia, porque sin nosotros el universo, este universo, no existiría. ¿Podría el descomunal universo ser indiferente a este fragmento insignificante de polvo cósmico que es lo que somos? “El universo parecía saber que veníamos” (Freeman Dyson). Sin embargo, ha tenido que pasar una larga y tortuosa secuencia de sucesos biológicos y geológicos para llegar hasta aquí. Ahora, “Cada momento de conciencia es un don precioso y frágil” (Steve Pinker).