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domingo, 23 de febrero de 2020

Cuarta pared




La actriz es espléndida, tan metida en el papel, tan ella misma la mujer que representa, que cuando hay un incidente en el escenario, un atril que se cae, con un calendario que va pasando hojas, marcando los tiempos de la acción, parece perdida, pide ayuda al público para que la resitúe, la devuelva al curso perdido de la acción, aunque lo hace con tal naturalidad, que nadie pierde el hilo. La historia está bien contada, una chica de Vallecas, entre putilla e ingenua, que cree en una noche haber encontrado el amor, un hombre que la sacará de la soledad, pero no es así, después de la noche aparece la vida miserable, vuelve a ella, el hijo de la noche que podría haber tenido, que quiere tener, el hombre casado al que podía reclamar pero no lo hace, a la falta de profesionalidad de los sanitarios que debían atenderla en el parto, la sanidad a quién tampoco reclama. Hasta ahí la trama de esta mujer que se ofrece cual Ifigenia por el bien común, pues, al no no reclamar, salva la salud y las vidas de otros con el dinero que el Estado con ella se ahorrará. Todo por los recortes. María Hervás, la buena actriz, rompe la cuarta pared y mira al público y le pregunta, dejando que cunda el silencio, ¿Y tú, y vosotros qué haríais? ¡Eh, público, los recortes! Evidentemente, no funciona. Es torpe, es indigno.

La cuarta pared es la distancia de respeto, la que pone en juego el valor. Aplaudo con ganas a María Hervás, su interpretación es extraordinaria, su presencia en el escenario, la voz, sobre todo lo voz, el verso bien dicho, las modulaciones. Pero no sé me ocurriría gritar, No me gusta que me interpeles de ese modo, que me digas qué debo pensar. La cuarta pared también dibuja una frontera de respeto al público, al que piensa libre, autónomo, capaz de valorar por sí. Hay un teatro de ideas, de debate, de confrontación, pero este no es, solo pone en juego emociones, usa al público como sujeto voluble de emociones, busca activarlo sentimentalmente en una dirección. La obra fue concebida como teatro político contra la política de recortes, pero los años no pasan en balde, muestra para quien quiera verlo su malevolencia, su espíritu aleccionador, ahora que los suyos, los compañeros políticos de estos activistas están en el gobierno, ¿a quién se dirige?

Algo parecido sucede con el concierto barroco que ofrece Forma Antiqua. Les scaramouches. Quizá piensen que al público no le bastará con escuchar el programa de música francesa que ofrecen, del XVII y XVIII. Añaden a una actriz que cuenta cosas sin trabazón, interrumpiendo las piezas. Al principio tiene gracia, pero no alcanza sentido dentro del concierto, no añade nada.

sábado, 27 de octubre de 2018

Distortion Bach (La Fura dels Baus)




               ¿Se puede juntar una cantata profana de Bach, música electrónica, danza, flamenco y proyecciones de vídeo en un único espectáculo? Cómo no, todo es posible si hay una buena idea detrás, un hilo que conduzca a un significado superior. Es la propuesta de La Fura del Baus. Hay momentos logrados, algunos visualmente poderosos, sobre todo cuando interviene el bailarín (Miguel Ángel Serrano), vestido de blanco en contraste con lo demás, otros de conjunción escenográfica y música, como cuando interpretan La Folía di Spagna (dos veces, una en el discurrir de la representación, otra como regalo final), con una extensión rapera por parte del barítono, pero en conjunto la obra chirría, literalmente, por el abuso de la amplificación a que someten a los instrumentos de cuerda y a las voces de soprano, barítono y cantaora. Qué manía la de amplificar electrónicamente. Hay momentos en que la distorsión se hace insoportable, ininteligibles, por ejemplo, los recitativos o la declamación poética en favor de la cerveza de la cantaora (imposible saber lo que dice) y, en general, cuando suena la música instrumental, violín, viola y violone. Además, desde mi punto de vista, la música directamente electrónica, los sintetizadores, aporta poco o nada. La música de Bach, a pesar de todo está ahí, y uno hace lo imposible, por aislarla del ruido, por adivinarla detrás de la distorsión. El espectáculo se llama Free Bach 212, por la cantata BWV 212, Bauernkantate o Cantata de los campesinos, pero debería llamarse llanamente Distortion Bach.

martes, 23 de octubre de 2018

Kabuki



Flores del lirio
pondré en mis pies, cordones
de mis sandalias
(Basho)


          Cuando el teatro Kabuki nació, hacia el 1600, era cosa de mujeres: ellas interpretaban todos los papeles. De carácter alegre, fue derivando hacia la prostitución, por lo que fue prohibido por el sogunado, que expulsó a las mujeres del escenario y fueron sustituidas por hombres jóvenes. La dramatización sustituyó al tono jocoso, aunque no por ello desapareciera la relación de los actores con la prostitución, en este caso masculina. En 1653 el shogun solo permitió que actuasen hombres adultos. Así se sigue haciendo en los grandes teatros como el Kabuki de Ginza, en Tokio.

          Hoy, se pueden comprar actos sueltos. Es lo que he hecho. He visto el tercer acto de una obra. Hora y media. Ha sido suficiente para comprender por qué sigue teniendo tanto éxito. La trama es sencilla, pero no el resto. Los actores se maquillan con esmero y se mueven como si cantaran y danzaran, que es lo que significa Kabuki, canto y danza con destreza. El decorado es primoroso, lleva a las estampas del ukiyo-e. La música, el vestuario, todo recuerda al Japón tradicional. Que no entendiese el japonés, no ha sido obstáculo para disfrutar.


domingo, 13 de mayo de 2018

Una habitación propia, de Virginia Woolf



Esta manifestación marca un antes y un después en el feminismo; estamos ante un cambio de paradigma. He visto mucha ilusión en las caras; muchas mujeres jóvenes, indignadas, con mucha fuerza”. Lola Carrión (veterana dirigente de la Coordinadora Feminista en los años de la transición).

Uno de los más patéticos -y peligrosos- signos de nuestros tiempos es el creciente número de individuos y grupos que creen que nadie puede estar en desacuerdo con ellos por una razón honesta”. Thomas Sowell. ¿Paradigma de género?

         La idea de la mujer como ente autónomo, como otro humano cualquiera, está incluida en las consideraciones de los filósofos ilustrados y en la proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano, donde no se hacen distingos. Podría decirse que la idea de que ha de liberarse de un yugo de siglos, familiar, social, es más reciente, de la época de las sufragistas. Sólo ahora se está convirtiendo en un fenómeno de masas, arrastradas por una ideología con nombre propio, el feminismo. Y es cuando cualquier idea baja a las masas cuando empieza a ser peligrosa. 

        Virginia Woolf abordó el tema en Una habitación propia, publicada en 1928, ensayo novelado a partir de charlas a jóvenes mujeres sobre el asunto. Con humor, ironía y agudeza, la autora aborda cuestiones que entonces no eran evidentes pero que ahora están a la orden del día: ¿Qué sabemos de las mujeres antes del siglo XVIII? ¿Dónde están las mujeres escritoras, pintoras, compositoras, científicas de la historia? Si Shakespeare hubiera tenido una hermana tan dotada como él, ¿habría podido recurrir a un teatro, el londinense, donde sólo los hombres podían ser actores? Las mujeres, hasta bien entrado el XIX, no tenían bienes materiales, ya que sólo el marido podía disponer de ellos legalmente, ¿cómo era posible? ¿A qué oficios podía aspirar una mujer? ¿Y el sufragio? Un empresario, un político, un juez, un militar, un obispo hasta hace muy poco solo podía ser hombre. ¿Qué necesita una mujer para ser escritora, se preguntaba Virginia Woolf. Dinero y una habitación propia, respondía a las jóvenes oyentes de sus conferencias, lo mismo que dice ahora, en la voz de Clara Sanchis desde el escenario. Eso vale, sin duda, para cualquier mujer que quiere ser libre, también para cualquier hombre. La libertad de pensar en las cosas tal como son, es la mayor liberación de todas, escribió, un proyecto que vale para cualquier ser humano. La autora aborda el estado de la cuestión en 1928 y en Gran Bretaña. Si hubiese sido española, el lamento podría haber sido peor, también la burla. 

       Clara Sanchis, como actriz, y María Ruiz, en la versión y dirección, llevan el texto a la escena con claridad e inteligencia. La versión es dinámica, el texto suena como la obra literaria que es, reflexiva y brillante, dirigida a un público adulto. El monólogo se sigue sin desfallecer.


lunes, 22 de mayo de 2017

Cyrano de Bergerac



           Cyrano es tan bueno con la espada como hábil versificador, tan bravucón y feroz con los hombres que le retan como torpe y blando cuando cae en el amor a una mujer. Tiene un defecto, o dos, una enorme nariz sobre la que no consiente burla y se ha enamorado de su prima Roxanne. Rostand estrenó su obra en 1897 con una exitosa combinación: situarla entre 1640 y 1655, es decir en pleno periodo barroco, y de ahí los arquetipos y las estrecheces que atan a los personajes, y dar fe de la pasión que conmueve y destroza a los hombres, que es la pasión romántica. Los tres personajes principales están enamorados: Cyrano, Roxanne y Christian, pero cada uno tiene una virtud y un defecto que no casan con los sentimientos de los otros: Cyrano sabe hacer versos y recitarlos pero es feo, Roxanne es hermosa pero le halaga más la música del verso que la mirada embelesada y Christian es guapo pero inútil para encender el alma a través del oído. La naturaleza nos juega malas pasadas. Casi siempre nos enamoramos de quien no debemos. Las variables son enormes: la edad, el sexo, la distancia social o racial. Conscientes de nuestra debilidad entramos en pánico y ocultamos nuestra pasión o la farfullamos con consecuencias desastrosas. De esa flaqueza bebe la sabiduría de Rostand para construir el clásico en que se ha convertido el personaje.


         Cyrano es el personaje más rotundo de la literatura francesa, como el Hamlet del inglés o como Segismundo debería ser del español, el Quijote aparte. No es extraño que Rostand quisiese darle carne en el XVII para poner el mito a la altura de las grandes creadores. En todo caso, aparte de las florituras de la esgrima, sigue vivo, nuestra alma de enamorados dolientes se reconoce en Cyrano y sufre con él. Todo enamorado es un enfermo que no sabe que lo es y se complace en esa enfermedad que lo enloquece. Es más, cuando la vida decae en la modorra deseamos que prenda en nosotros el amor aunque sabemos que nos traerá unas cuantas horas de dicha pero multiplicará después los días de desdicha. Tan desmesurado el carácter de Cyrano como la obra de Rostand, pero la fresca versión de Carlota Pérez Reverte yAlberto Castrillo-Ferrer la contienen con versos vivos y acción mesurada. José Luis Gil hace un gran Cyrano.

miércoles, 29 de marzo de 2017

Arte



          No recuerdo en qué pensaba cuando en el escenario Flotats, Pou e Hipólito representaban Arte, quizá en algún tipo de sublimación de la homosexualidad a través del gusto o el disgusto por el arte contemporáneo, no pensaba desde luego en el cuadro en blanco del que discutían. Ya se veía que la inteligencia o el instinto de Yasmina Reza iba más allá. Le doy vueltas y no acabo de ver qué pensaba yo entonces, ni siquiera sé quién me acompañó al Marquina, quién se apretaba junto a mí en aquellas butacas tan estrechas, en aquellas transiciones mías hacia la nada. Ahora de vuelta a la obra, a su lectura, también me cuesta vislumbrar el tema que subyace al chisporroteo verbal. Tengo que acabar la lectura y pillar por casualidad una noticia que da cuenta de esto: el 75% por ciento de los que se suicidan son hombres. Y de ahí a un comentario en el periódico del domingo de Moisés Naím, con un titulat explosivo, Los americanos blancos se están muriendo: “Mientras que en 1999 su tasa de mortalidad era un 30% más baja que la de los negros de sus mismas características, para el año 2015 la mortalidad de los blancos era un 30% más alta que la de los afroamericanos”. Esos blancos que han votado a Trump.

             Entonces rebobino: Quizá la propia Yasmina Reza no supiera de qué estaba escribiendo, aunque lo hace muy bien, dueña de un estilo claro y de unos silencios más que significativos. El éxito de su obra ha sido abrumador, desde 1998 hasta hoy. Por qué. Qué ha visto la gente en esa obra. ¿Homosexualidad latente? ¿Amistad? ¿Soledad? ¿De qué eran símbolo esos tres hombres desvalidos? Una cosa parece evidente el otro ausente de la obra: las mujeres. No sólo están ausentes sino que los tres hombres que hablan de ellas las odian, peor que eso buscan un refugio en su amistad tambaleante, para huir de ellas. Quizá mi impresión no sea meditada, influida por esas noticias tan poco gratas para el hombre. Se me ha ocurrido otra de esas frases llamativas: el hombre, un género en peligro de extinción. La autora no lo explicita, pero es una idea latente, el miedo que desde hace tiempo acompaña al hombre a ser abatido, despojado de su condición, que busca refugio entre sus congéneres tan perdidos como él. Arte sigue teniendo la misma fuerza. Si alguien no la ha visto, en Barcelona está en cartel, en el teatro Goya.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Extinta poética, en El Español


   La impresión que uno saca de esta obra es que el grupo que la monta no ha querido perder el espíritu de aficionados con que nació. Pero la improvisación que sin duda existía en los ensayos sobre un texto sin grandes exigencias se estancó en algún momento y lo que se ofrece al espectador son unas flores mustias que cada día se recogen de la papelera donde se depositaron el día anterior. Es difícil saber qué es lo que quieren transmitir, si es que quieren transmitir algo. Sobre el escenario aparece una familia de cuatro miembros: padre, madre y dos hijas mayores, la más pequeña, muy disminuida físicamente. No sólo ella, los cuatro se arrastran literalmente por el escenario. Hablan o balbucean con frases esquemáticas, a menudo a gritos, se quejan de sus achaques y enfermedades, de las pastillas que toman, de su vida perra. El escenario aparece desnudo, salvo por un par de potros que tanto pueden ser aparatos de hospital como de gimnasio. Visten batas blancas, desaliñados, desesperados, revestidos de una blanca oscuridad. No hay tanto una historia que contar como una expresión de un estado de ánimo, lo que se hace llevando al extremo el esperpento, mediante gritos histéricos, contorsiones exageradas, gestos dislocados. El resultado para el espectador no es tanto de incomodidad como de violencia: una agresión a los ojos, a los oídos, a la razón. Está claro que es lo que buscan los que han montado la obra, asociar esa violencia a la vida contemporánea. Sin embargo, ¿lo logran? Tengo mis dudas. Ni durante, ni después de la representación hay espacio para la reflexión, solo emociones en bruto, sin pelar, sin refinar. Pero tampoco surge, del titánico esfuerzo de los actores por destruirse, por descomponerse como personas racionales, una poética que sublime el desasosiego de la brutal sociedad consumista. La obra acaba con una danza imposible de la hija impedida, con música de Sibelius, como elevándose de sus cenizas, qué querría representar la inverosímil esperanza para el mundo ciego en el que viven los personajes. Patético. Un adjetivo que, en su doble acepción, valdría tanto para esa danza como para la representación completa.



domingo, 18 de diciembre de 2016

Jardiel, un escritor de ida y vuelta


    Si en la sala Margarita Xirgu, del Español, las pintan calvas, tampoco se han desmelenado los autores que han llevado a Jardiel al escenario del María Guerrero. Jardiel, un escritor de ida y vuelta. Los compases iniciales, con una agradable voz en off que quiere devolver a Jardiel Poncela la dignidad olvidada, prometen, creando una atmósfera que hace creer que esta va a ser una gran ocasión, pero la función, por emplear una palabra que viene al caso, pronto se convierte en vieja rutina de teatro antiguo. Los actores están bien, la trama risible por estrambótica, pero no hay texto o es un texto muy viejo y una mecánica cómica que se agota en las primeras escenas. Qué sentido tiene montar una obra como esta con el dinero de las arcas públicas. Por cierto, cuando pasé por taquilla, la mayoría de las entradas que se entregaban eran invitaciones. Qué cara de tonto, ¡pagar cuando nadie lo hacía!

viernes, 16 de septiembre de 2016

El test de Jordi Vallejo (Teatro Plaza, Castelldefels)




            Inspirado en el famoso Marshmallow test que Walter Mischel puso en práctica en la universidad de Stanford a finales de los 60s, cuando unos niños y niñas tenían que escoger entre un bombón ahora o dos al cabo de quince minutos, Jordi Vallejo monta un pieza teatral –su primera obra- donde no se miden tanto las derivadas psicológicas de la capacidad de postergar la gratificación como las relaciones de pareja. En el escenario hay dos. Una con la vida resuelta –inversor y psicóloga de éxito- y otra –empleada de ONG y autónomo- con hipoteca y un bar que no va nada bien. Los bombones del test se transmutan en los 100.000 euros ahora o un millón al cabo de 10 años que ofrece el inversor a sus amigos con problemas. El dilema que pone en marcha el juego de las tensiones de pareja y de las relaciones amistosas va derivando en la parte final en una serie de confesiones y acusaciones que desvelan un pasado con el que ninguno se siente muy a gusto y que acabará por explotar.


            El test es una pieza de teatro comercial que se muestra como tal, no engaña, con un punto de partida interesante pero a la que se le saltan las costuras. Las transiciones no acaban de estar muy bien soldadas porque se busca el efecto rápido y directo, la risa y la sorpresa, más que una definición creíble de los personajes. Si la obra se sostiene es por los actores que están todos muy bien, Sergio Caballero, David Vert, Dolo Beltrán y Clàudia Costas.

miércoles, 13 de abril de 2016

Falstaff era Robert Greene



¿Puede el honor soldar una pierna rota? No. ¿Un brazo? No. ¿Mitigar el dolor de una herida? No. ¿El honor carece, entonces, de habilidades quirúrgicas? Así parece. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué hay en la palabra? ¿Qué es ese «honor»? Viento. ¡Bonito resultado! ¿Quién tiene honor? El que se murió el miércoles pasado. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye? No. ¿Es el honor insensible, entonces? Para los muertos, sí. ¿Y en los vivos, no vive? No. ¿Por qué? La calumnia no lo deja vivir. Dado lo cual, yo no quiero saber nada con él.
(Falstaff en Enrique IV, Parte Primera, 5.1.130-138)

            Vuelve a poner en duda Luis Antonio de Villena, en su columna, la identidad de Shakespeare como Shakespeare, haciéndose eco de la atribución de sus obras a otros autores de mayor rango y cultura como Francis Bacon o Edward de Vere, conde de Oxford. Pero Stephen Greenblatt en su El espejo de un hombre, escrito en 2006, pero publicado ahora en España, da pruebas suficientes para desmentirlo, no tanto datos fehacientes de que al actor de Stradford upon Avon estuvo aquí o allí o hizo esto o aquello sino escarbando en sus obras el reguero de realidad que el gran poeta pudo haber seguido. Shakespeare como gran artista fue un plagiador, todo lo que le salía al paso era aprovechado para dar consistencia a los personajes de sus dramas y comedias. Tomaba la materia de su propia vida, de familiares y amigos, de lo que veía en Londres, de libros que le prestaban sus amigos impresores y de las obras de sus contemporáneos.

            Uno de los ejemplos que Greenblatt pone es el de la creación de uno de sus más portentosos personajes, Falstaff, que aparece en las dos primeras partes de Enrique IV y en Las alegres comadres de Windsor. Figura inseparable, para mí, de la interpretación que en Campanadas de medianoche hizo Orson Welles. Cuando Shakespeare llegó a Londres, dejando a su mujer y a sus hijos en Stradford upon Avon, pero sin romper del todo el contacto, a finales de los 80 del siglo XVI, en la Inglaterra isabelina, brillaban una serie de ingenios teatrales sin parangón en la escena inglesa, Christopher Marlowe, Thomas Watson, Thomas Lodge, George Peele, Thomas Nashe, Thomas Kyd y John Lyly, de distinta procedencia social pero todos ellos educados en Oxford o Cambridge, al contrario de Shakespeare de origen plebeyo y educación básica, y muy amigos de las tabernas. La mayoría murieron jóvenes. Uno de esos caballeros letrados y sin embargo parranderos fue Robert Greene, que no dio grandes obras pero fue famoso no solo por su ingenio sino por su desaforada vida: gordinflón, borracho y pendenciero, estafador, narcisista y teatrero, hasta que después de una de sus noches de parranda con tahúres, falsificadores y rateros enfermó, sus amigos lo abandonaron y murió en la miseria. En sus últimos días decidió vengarse escribiendo un libro, quizá con la ayuda de un editor, donde maldecía a los que le habían dejado a su suerte, entre ellos Shakespeare. Este, en una especie de generosa venganza, generosidad imaginativa, lo llama Greenblatt, “hizo a Greene un regalo incalculable, el regalo de convertirlo en Falstaff.

domingo, 21 de febrero de 2016

Antígona, de Sófocles

      
           Sófocles fue premiado con el cargo de estratego por su triunfo con Antígona (442 ac). También fue miembro del Consejo Supremo de los 10 Probulos y con ello contribuyó al giro oligárquico en el gobierno ateniense. Se le asocia con el culto a Asclepio y al de las Musas. Quiero ello decir que el autor trágico representaba a la sociedad conservadora de su tiempo, amante de la tradición y de la religión, pero eso no obstó para que en sus obras defendiese puntos de vista contrapuestos. De sus probables 130 tragedias se conservan 7. Era un teatro en verso, sin estrofas pero en trímetro yámbico, en el que al recitado se unía el corifeo, los coreutas, la coreografía y la música. Los actores, detrás de máscaras, representaban un carácter, la fidelidad familiar, el orden del Estado, que se manifestaba a través del diálogo y en contraste con otros personajes. Si pudiéramos reproducir aquel espectáculo, estaría más cerca de nuestra ópera que de nuestro teatro. En él no se transmitían tanto ideas en litigio como una “sabiduría más profunda que la que el poeta mismo puede encerrar en palabras y conceptos” (Nietzsche). El teatro griego, de creer a Aristóteles, debía tener un efecto purificador. Representado en las fiestas de Dionisio, tres días al comienzo de la primavera, o en las Leneas, en invierno, tenía un carácter religioso, relacionado con los misterios de Eleusis, y propiciaba lo que en ellos se buscaba, la aceptación jubilosa de la mortalidad, la superación del miedo a la muerte. El héroe trágico es consciente de su excentricidad, de su desarraigo, enfrentado por sus acciones a fuerzas que están fuera de su control, en él sólido orden divino, no conoce, por ello, el consuelo ni la redención.

            Antígona carga con el destino de sus hermanos, nacidos de la antinatural unión de Edipo y Yocasta. Para ella, “Un mortal no puede transgredir las leyes no escritas de los dioses”. Ello le lleva a desobedecer la ley de Creonte, el tirano de la ciudad de Tebas, que ha ordenado que a Polinices, su hermano, “ni se le entierre ni se le llore”, que sea “pasto de las aves de rapiña y de los perros”, por haberse levantado contra su ciudad. Cuando su juiciosa hermana, Ismene, le espeta que “obrar por encima de nuestras posibilidades no tiene sentido”, Antígona le acusa de cobardía como acusa a los demás tebanos “que no se atreven a alzar la lengua contra la tiranía”. Así quedan fijados los dos caracteres enfrentados: Antígona, que representa las leyes de la familia, la ley natural que deriva del orden divino, y al mismo tiempo la rebelión contra el usurpador, el tirano que le impide mantener el respeto a la piedad. Y Creonte que, por el contrario, es quien asegura el orden del Estado frente la anarquía. Gobernar, asegura, es tomar las mejores decisiones y al gobernante justo sólo se le puede obedecer. Ambos se encastillan en sus posiciones, sabiendo que les llevan a la desgracia. Por ello, Sófocles, aunque partidario de la posición de Antígona, presenta un punto intermedio, el de Hemón, hijo de Creonte y prometido de Antígona: “No mantengas en ti mismo”, le ruega a su padre, “sólo un punto de vista: el de lo que tú dices y nada más es lo que está bien. No existe ciudad que sea de un solo hombre”. Posición reforzada por el ciego Tiresias que aconseja la prudencia como la mejor posesión del gobernante, al tiempo que le dice a Creonte: “¿Qué prueba de fuerza es matar de nuevo al que está muerto?”. Ni Antígona ni Creonte ceden y si Creonte lo hace es cuando ya no hay remedio. De sus actos se deriva la desgracia, la propia y la de los suyos. “Esta ley prevalecerá: nada extraordinario llega a la vida de los mortales separado de la desgracia”, sentencian los coreutas”.


Creonte: “Al que la ciudad designe se le debe obedecer No hay desgracia mayor que la anarquía: ella destruye las ciudades, conmociona y revuelve las familias; en el combate, rompe las lanzas y promueve las derrotas. En el lado de los vencedores, es la disciplina lo que salva a muchos. Así pues, hemos de dar nuestro brazo a lo establecido con vistas al orden, y, en todo caso, nunca dejar que una mujer nos venza; preferible es —si ha de llegar el caso— caer ante un hombre: que no puedan enrostrarnos ser más débiles que mujeres”.

Antígona: “… sin lecho nupcial, sin canto de bodas, sin haber tomado parte en el matrimonio ni en la crianza de hijos, sino que, de este modo, abandonada por los amigos, infeliz, me dirijo viva hacia el sepulcro de los muertos… Porque con mi piedad he adquirido fama de impía”.

Tiresias: “La ciudad sufre estas cosas a causa de tu decisión. Nuestros altares públicos y privados, todos ellos, están infectados por el pasto obtenido por aves y perros del desgraciado hijo de Edipo que yace muerto. Y por ello los dioses no aceptan ya de nosotros súplicas en los sacrificios, ni fuego consumiendo muslos de víctimas; y los pájaros no hacen ya resonar sus cantos favorables por haber devorado grasa de sangre de un cadáver”.

Mensajero “Hazte muy rico en tu casa, si quieres, y vive con el boato de un rey, que, si de ello está ausente el gozo, no le compraría yo a este hombre todo lo demás por la sombra del humo, en lugar de la alegría”.

Esto dice Steven Pinker en La tabla rasa:

“En su libro Antígonas, el crítico literario George Steiner demostraba que la leyenda de Antígona ocupa un lugar singular en la literatura occidental. Antígona era hija de Edipo y Yocasta, pero el hecho de que su padre fuera su hermano y que su hermana fuera su madre fue sólo el principio de sus desdichas familiares. Desafiando al rey Creonte, enterró a su hermano asesinado Polinices, y cuando el rey lo descubrió, ordenó que la enterraran viva. Ella se suicidó y así engañó al rey, por lo que el hijo del rey, que estaba locamente enamorado de ella y no podía alcanzar su perdón, se suicidó sobre su tumba. Steiner señala que Antígona se considera ampliamente «no sólo la mejor tragedia griega, sino una obra de arte que se acerca a la perfección más que cualquier otra que haya producido el espíritu humano». Se ha representado durante más de dos mil años y ha inspirado innumerables versiones y variaciones. Steiner explica su resonancia permanente”:


Creo que sólo se le ha dado a un texto literario poder expresar todas las constantes principales del conflicto de la condición del hombre. Cinco son estas constantes: la confrontación entre hombres y mujeres; entre viejos y jóvenes; entre la sociedad y el individuo; entre los vivos y los muertos; entre los hombres y dios (o dioses). Los conflictos que surgen de estos cinco órdenes de confrontación no son superables. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, el individuo y la comunidad o el Estado, los vivos y los muertos, los mortales y los inmortales se definen a sí mismos en el proceso conflictivo de definirse mutuamente […] Los mitos griegos encarnan determinadas confrontaciones biológicas y sociales básicas y las autopercepciones de la historia del hombre, por esto perduran como legado vivo en la memoria y el reconocimiento colectivos.

domingo, 24 de enero de 2016

Socrates, en el Plaza de Castelldefels

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            Precedido por muy buenas críticas, hoy por fin he podido ver el Sócrates de Josep María Pou, el gran protagonista de la función. No puedo decir lo mismo de los que han pergeñado esta pieza, Mario Gas y Alberto Iglesias. Lo que falla, desde mi punto de vista es el texto, no lo hay o es muy endeble, teatral, previsible, sin que remueva nada en el espectador, sin que zarandee su conciencia adormilada. Sólo en algunos momentos han conseguido sacarme del sopor, y más gracias a los intérpretes que a la enjundia del texto. El monólogo de Jantipa, la muy contenida y creíble Amparo Pamplona, el breve momento del acusador Pep Molina, el del amigo Carles Canut y por supuesto la presencia de Josep María Pou, sobre todo cuando se dirige directamente a la platea reprochándole los móviles encendidos y las toses exageradas. Pocos momentos en que la emoción traspasa los velos transparentes de la cuarta pared. El guión está confeccionado como se confecciona un escenario o la iluminación o el vestuario, acudiendo a la carpintería teatral, al oficio de la profesión. Se alude a la moral, a la honestidad, a la justicia y sobre todo, una y otra vez, a la verdad, pero son sólo conceptos que en cuanto salen de la boca del actor caen, como un foco que se enciende o se apaga o una túnica que se deja arrastrar o se cuelga del hombro. Las palabras, las frases, se repiten como ecos que rebotan en las paredes del teatro sin que se quiebren y formen parte de una mayéutica que penetre como contradicción en el oído de los espectadores.


            Lo peor, la fallida apuesta por hacer de Sócrates un contemporáneo. Los autores tenían delante una realidad que está llamando a gritos ser incorporada a las tablas, en Cataluña, en España, pero este Sócrates que nos presentan es un viejo sin chispa, lleno de frases tópicas y acartonadas, a pesar de que el director en el programa de mano dedique con frase rimbombante el espectáculo “al pueblo griego, y a su gobierno, esperando que el caso de Grecia sirva para que avance la Europa de los ciudadanos y retroceda la Europa del gran capital”. Una ocasión perdida.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Los hermanos Karamazov, en el Español



     Recuerdo vagamente la lectura en mi primera juventud de Los hermanos Karamazov. Sentimientos y emociones fuertes. Cada uno de los tres hermanos, Mitia, Iván, Aliosha, representando una idea, el impulso vital descontrolado, el nihilismo, la espiritualidad. El padre brutal y el cuarto hermano, el hijo natural, como un esclavo del que el padre se burla y que será la mano ejecutora de la justicia ciega.

      En el Español la obra se divide en dos partes. En la primera se presentan los personajes, no todos, es imposible resumir una obra de mil páginas, tan compleja. Bastante fiel, creo, a Dostoievski, personajes complejos, que evolucionan en el escenario, al enredarse con las emociones de los demás personajes, que anuncian el drama, la tensión del padre con los hijos, la disputa por las mujeres, entre el hijo mayor y el padre, entre el primero y el segundo hermano, la bondad del idealista Aliosha que quiere mediar, salvar a la familia.

     En la segunda parte, la representación se hace más teatral, menos psicológica, las ideas, los sentimientos se convierten en abstracciones melodramáticas. Se es menos fiel a la novela pero probablemente los espectadores lo agradezcan más. Aparece la sangre, el juicio, los testigos, abogados y jueces. No recuerdo esa parte en Dostoievski, pero como digo los autores de esta versión han buscados ser más teatrales, más efectistas.

     La escenografía y la iluminación son una maravilla, quizá en ellas resida una parte del éxito, que se mantenga la tensión durante las casi tres horas y media que dura el espectáculo. Los actores dan muy bien el personaje, quizá un poquito gritones en algunas escenas. En todo caso una buena versión de una de las grandes novelas del XIX, tanto para quienes la hayan leído como para los que no.

viernes, 28 de noviembre de 2014

El largo viaje del día hacia la noche, en el Marquina


            Qué hermoso título el de esta obra de Eugene O’Neill, un hermoso título para una obra que transcurre un día de agosto de 1912 en la casa de verano de la familia del actor James Tyrone. Junto a él su esposa Mary, que podía haber sido una pianista profesional, o en todo caso una monja, ya que todos provienen de una familia de católicos irlandeses, y que tiene una insuperable adicción, su hijo mayor Jamie, un hombre fracasado que vive de las influencias de su padre, y Edmund, el hijo menor, al que le diagnostican una tuberculosis. Cuatro individuos que viven aferrados a la familia, los cuatro, por uno u otro motivo, fracasados, con conciencia de fracaso y buscando culpables de su fracaso en los otros miembros de la familia. La obra va mostrando in crescendo las causas de ese fracaso.


La pregunta es, ¿este clásico del teatro del siglo XX tiene aún algo que decirnos? Es posible que sí. El problema es que en la representación del Marquina que acabo de ver no sucede así. En ningún momento, el asunto planteado, la disfuncionalidad de la familia, su incapacidad para resolver los problemas individuales, ha saltado del escenario a la platea. La familia burguesa que aparece sobre las tablas nada dice a la actual familia de comienzos del siglo XXI, tan diferente. Veo dos causas. No se ha producido una actualización de la obra de O’Neill. En pocos momentos he tenido la impresión de que no estaba asistiendo a una representación teatral: actores actuando, actores representando una obra de comienzos del XX. No me he sentido implicado, compelido, cuestionado. Sigue habiendo padres e hijos, maridos y mujeres o compañeros y compañeras, pero los de ahora mismo no han aparecido sobre el escenario. Lo que he visto ha sido una familia burguesa bien constituida con los problemas propios de la segunda década del siglo XX, una familia que ya no existe y si existe es un fósil. Un problema, pues, de adaptación. El segundo motivo tiene que ver con la dirección de la obra y con la actuación. Vicky Peña y Mario Gas son dos actores bragados, dos grandes, reconocidos, famosos, con premios que honoran su labor, con conciencia de ser actores. Mario Gas es además un director teatral en activo. Juan José Afonso, el director, no ha sido capaz de borrar esa fama, de hacer que esos dos grandes se pusiesen al servicio de la obra, cosa que sí han hecho los otros tres actores, jóvenes, menos conocidos, flexibles, con capacidad de adaptación. Las mejores escenas son aquellas en que aparecen solos en escena Alberto Iglesias y Juan Díaz. Una ocasión perdida para dar a conocer a Eugene O’Neill a las jóvenes familias actuales, de las que tan pocas había en la platea.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Ricardo III, en el Español




            Por qué fracasa esta versión del Ricardo III en el Español. Probablemente haya más de un motivo, la reducción de la obra del gran dramaturgo inglés a una especie de highlights, la concentración de la acción, por parte de Sanchis Sinisterra, la escenografía oscura, llena de veladuras,  monótona, la acentuación del carácter negativo, trágico, sin pausas ni interludios, el aire pesimista, negro, a pesar de algunas frases mordaces, burlescas, en boca del sanguinario rey, qué sé yo. Creo que el problema más importante son los actores, no dan la talla o no están bien dirigidos o no pueden con el inadecuado texto. Se salva Asunción Balaguer, que acaba de cumplir 89 años, que se lleva un merecido aplauso tras su largo primer gran parlamento, y alguna otra como Ana Torrent y Lara Grube. En general son blandengues, sin fuerza ni convicción, no encarnan personajes creíbles. Parece como si el Español estuviese haciendo una obra de caridad, un homenaje, con alguno de ellos. Nada más salir Juan Diego al escenario se ve que aquello no va a funcionar, compone físicamente bien al personaje que tengo en la memoria de otras veces, hace un enorme esfuerzo por ser Ricardo III, pero el actor teatral es ante todo voz y al actor se le ve gastado, sin fuerzas, sin voz para declamar, hay veces que apenas se le entiende y sin voz no hay lo que debería en su personaje, maldad, perversión y seducción, crueldad y cinismo. No sé cuál es el problema, puede que de tipo personal, quizá sea una indisposición temporal, algún problema del día, no sé, pero no funciona. No quedo perturbado, nada me espeluzna ni sorprende, nada me remueve, nada ha sucedido que me cambie, que sea yo en algo diferente a cuando he entrado en la sala. El director, Carlos Martín, no ha sido capaz de verlo y poner remedio. El espectador sufre por lo que sucede en el escenario, por esos actores que se mueven como sombras de otro tiempo, indistinguibles, indiferenciados, expresando sentimientos parecidos, diciendo palabras semejantes. En otra época, sin embargo, el público no hubiese sido tan respetuoso, aplaudiendo en vez de mostrar su descontento. También me gustaría saber en que consiste la actualización llevada a cabo por Sanchis Sinisterra. He visto otros Ricardo III, completos o casi completos, sin actualizar, no me había aburrido escuchando y viendo el texto de Shakespeare, no había sufrido por los actores, cosa que sí me ha pasado con esta adaptación.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Donde hay agravio no hay celos, en el Pavón (CNTC)


           La versión de Helena Pimenta de la obra de Rojas Zorrilla, Donde hay agravios no hay celos, en el Pavón (CNTC) si peca de alguna cosa es de exceso, de llevar las cosas más allá de lo que el texto permitiría en una versión estrictamente clásica. Eso tiene su lado positivo y su lado negativo. Es una versión vivaz, divertida y, creo, el público se lo pasa bien y ríe mucho. ¿Por qué excesiva? Los actores hacen volar al texto, sobre todo en la primera parte, se mueven con mucha soltura en el escenario, bailan, se agitan, a veces cantan, dicen el texto muy bien, con muy buena dicción, pero tan rápido que cuesta seguirles y a pesar de la concentración máxima es difícil captar todos los versos, que es lo que uno desea en una obra clásica. Es una opción válida por parte de la directora porque de ese modo se acorta el tiempo de representación, que aún así dura casi dos horas, y por otro lado ayuda al dinamismo, a la sucesión de escenas sin sosiego. Por el lado negativo, se pierde como digo, el sentido del texto, el español tan fresco y rico de Rojas Zorrilla, una sorpresa muy agradable para quienes no estamos familiarizados con él. Exceso también en el subrayado de los elementos de comedia, y hay muchos, que en manos de Helena Pimenta se convierten es farsa, exceso porque lleva al espectador a una interpretación cómica de ideas que en la época no lo eran: el sentido del honor, el papel de la mujer, el machismo. Y hace bien la directora, porque hoy no se entendería que una mujer forzada perdonase tan fácilmente a su ofensor o que el hermano de la mujer le echase en cara la violencia que ha sufrido o que todo se arreglase, al fin, con boda. Quizá, en el programa de mano debería figurar que hay una doble autoría del texto, la de Rojas junto a la de Helena Pimenta. Es una cuestión debatida, ¿hay que presentar a los clásicos tal como fueron escritos o hay que actualizarlos? Por ejemplo, ¿se atrevería alguien a traducir El Quijote al español actual? En el teatro eso está permitido, aunque es discutible.


            Los actores dicen muy bien el texto, pero, creo que algunos gritan demasiado, lo que les hace caricaturescos en vez de personajes, casi figuras de guiñol, es el problema de jugar a la farsa. La pantomima, los gestos exagerados, los movimientos de danza buscan la complicidad del público por encima del texto, buscándole una interpretación moderna lo que desnaturaliza el texto original. No lo critico pero me gustaría ver el mismo texto en una versión de época para ver como sonaba, cómo lo podía entender el público de entonces. Es un gran hallazgo el acordeón que durante casi toda la representación la acompaña, marcando el ritmo, la cadencia, los cambios, los interludios.

martes, 20 de mayo de 2014

Misántropo, en el Español



            Tras ver Alceste à Bicyclette me apetecía ver la versión que del Misántropo de Moliére ha preparado Miguel del Arco en el Español, en la versión y en la dirección. La acción discurre en un callejón, al que da la puerta trasera de una discoteca. Por ella salen los personajes que celebran un evento festivo en el interior que nunca vemos, políticos, gente más o menos influyente, aprovechados, algún despistado ingenuo, todos listos para ir medrando. Y en medio el tristón y escéptico Alcestes, el misántropo, desengañado del mundo y su mentira, sufriente enamorado de Celimena, una mujer hermosa que ama a Alcestes pero también su libertad y que no quiere renunciar al juego del encanto y la seducción en la feria de las vanidades. En la versión de del Arco apenas se mantiene el esqueleto de Moliere, reduce los personajes, a algunos les cambia el rol, como a Oronte de poeta en rockero, convierte la obra en una amarga comedia llena de movimiento, ruido y canciones sobre la actualidad: hipocresía y zalamería, corrupción y maledicencia, en la que tampoco el austero y puritano misántropo sale bien parado. Como en Molière la acción gira en torno a ese personaje central que promete apartarse del mundo pero que no acaba de irse, que conoce por otros el desdén y la desenvoltura de su amada pero que no halla modo de enfriar su corazón.

            Los actores son todos buenos, el desarrollo dinámico, a pesar de mantener un único escenario, la obra se sigue con interés. A ello contribuye la agitación de los actores, los elementos del decorado, no muchos, los suficientes para reflejar la porquería y suciedad propia de un callejón, imagen símbólica de las traseras de nuestro mundo, hediondo y corrupto, la iluminación que juega un papel fundamental creando ambientes, ayudando a reflejar las emociones, la música disco que aparece y desaparece según se abre la puerta de la discoteca o se cierra, aunque siempre con un fondo amortiguado de constante ritmo machacón, y algunas ensoñaciones o pesadillas de Alcestes reflejadas en un vídeo proyectado sobre el muro, muy original, grumoso y abstracto, que sirven para marcar el paso de las escenas, de los tiempos.

            Aunque no me parece mal la adaptación de del Arco al tiempo histórico que nos toca vivir, empieza a cansar un poco toda esa transfiguración de los clásicos en actualísima epifanía en perjuicio, creo, del sujeto principal de las grandes obras: las pasiones humanas desnudas.

viernes, 18 de abril de 2014

El coloquio de los perros, en el Romea

   
         Se le veía en la cara a Ramón Fontseré, al salir a saludar, el deseo de agradar y también la decepción, tras la representación de la novela ejemplar cervantina El Coloquio de los perros, convertida en teatro en el Romea de Barcelona. A medias, todo a medias. A medias, siendo generoso, la platea del teatro. Debe de ser frustrante para el actor y ahora director de Els Joglars tan parca acogida en esta vuelta a casa del grupo. A medias la adaptación de la obra de Cervantes. Sé que es difícil traer a la actualidad una obra como esa, mantener una parte del texto y hacerle decir cosas que sirvan hoy. A medias la mofa y escarnio de las muchas estafas morales de nuestra sociedad. Fontseré, con Badella y Martina Cabanas, ha optado por una fina estilización de distintas radiografías sociales, buscando la sonrisa, nunca la carcajada de otras veces, tan fina que apenas cala. Se echa en falta la dinamita de anteriores montajes del grupo.

            Dos perros, Cipión y Berganza, recogidos en una perrera municipal, consiguen en una noche mágica el don de la palabra para contar a un segurata, Manolo, los sucesos de su ajetreada vida, por la que van pasando amos pijos animalistas, pastores más brutos que los propios perros, cirujanos plásticos o policías de aeropuerto.

            La escenografía es suficiente, un alargado banco rectangular en medio de la escena en el que se sientan, pasean o tras el cual se cambian los actores, algo de vestuario y muchas máscaras y una luminotecnia para subrayar los cambios en la noche mágica, lo justo para que resplandezca la palabra, el diálogo que es lo que se espera de un texto como este. Lo que pasa es que la adaptación del texto cervantino no tiene la suficiente enjundia. Los diálogos no siempre son brillantes y a la trama le falta calado. Breves apuntes de su relación con cada uno de sus dueños y más breves las referencias a las transiciones de uno a otro. Salva la función, sin embargo, la actuación de los cinco actores, Fontseré y Pilar Sáenz, haciendo de Cipión y Berganza, están magníficos con ese hallazgo del balbuceo-aullido para pasar de los ladridos al habla, el movimiento de las manos-patas delanteras, los gestos, la ropa, en especial los cinturones rabo, como lo están también Dolors Tuneu y Xavi Sais en sus múltiples papeles, desde perros modernos y locos a los diferentes dueños de Cipión y Berganza, cada uno con una máscara que caricaturiza la deformación moral que representan.

viernes, 21 de marzo de 2014

Curro Vargas en el Calderón



            El baúl de las emociones se había abierto con deslumbrante oropel en la semana pasada, un aguijoneo de colores y olores en el cielo trasparente de marzo. Esta noche llega su culminación en el gran espectáculo de Curro Vargas. Nunca hubiera sostenido que una zarzuela me pudiere arrebatar. No era la música de Chapí, aunque pocas veces he oído música zarzuelera tan elegante y poco ripiosa, o el libreto de Joaquín Dicenta, fresco, poco repetitivo, o los personajes bien construidos aunque simples, fue el conjunto, sobre todo la escenografía que envuelve el amor imposible entre Curro y Soledad, una España rural de los sesenta, el colorido, el movimiento de actores, los dos números apoteósicos que cierran el segundo y el tercer acto. Una zarzuela que vale más que muchas óperas. Una emoción en estado puro que se añadía a la encendida primavera.

domingo, 2 de febrero de 2014

El cojo de Inishmaan, en el Infanta Isabel



            Esta obra de Martin McDonagh es, por el contrario, una obra que conoce el oficio, que domina la carpintería teatral, la escritura, que domina los tiempos y sabe cómo provocar la reacción del espectador. McDonagh escribe muy bien, cada palabra está colocada en su lugar, las escoge de acuerdo con las necesidades del personaje, repite las frases para que cunda el efecto, sabe construir los diálogos, no sobra nada, ordenados para producir el efecto esperado, dónde toca la lágrima y dónde el sobresalto y cuándo conviene introducir la sorpresa. El cojo de Inishmaan es una obra bien escrita y una obra para actores. Todos brillan porque todos están bien construidos, cada uno tiene su momento, cuando la luz se detiene sobre el actor y este se luce, en la réplica, en los pequeños monólogos. Se ve que disfrutan. Nueve actores y todos bien, magníficos, responden a lo que de ellos se espera. Además cada uno tiene su vuelta o su revuelta, son lo que aparentan y algo más, un retorcimiento, un fondo negro o luminoso tras la primera cara. Todo está medido, nada puede fallar. Y el espectador lo agradece porque necesita soltar las emociones primarias, las lágrimas bajando por sus mejillas, la sonrisa, hasta una carcajada de vez en cuando. Y luego, España se parece tanto a Irlanda, ese papel segundón frente a los grandes países, la conciencia depresiva de no estar en el mejor momento, la conmiseración, la cruda burla de nuestras miserias, la búsqueda de oportunidades fuera, la vuelta a casa con el rabo entre las piernas. Y también ese hombre simple que vive en la ciudad pero que no se ha civilizado del todo, primario en sus emociones y en la expresión, con la brutalidad medio escondida lista para salir a la superficie.

             En cuanto al montaje, la caja del Infanta Isabel no es muy grande, por lo que la escenografía es elemental: cortinones, pequeños muebles y sillas que entran o salen de escena como los actores y proyección de imágenes sobre las cortinas y en la última parte de la palícula El mar de Arán de Flaherty que sirve de excusa para el desarrollo del personaje de Billy el cojo. Tampoco se necesitaba más porque como digo es una obra de texto y de actores.

            Son obras opuestas, El cojo de Inishmaan y Emilia, pero cada una perfecta en lo que pretende, la primera una comedia dramática, dura pero amable, que deja buen sabor, como una comida de la que uno sale satisfecho sin el pesar de haber pagado por algo que no lo merecía. Emilia, un drama, duro sin contemplaciones, con ligerísimos toques de humor. La primera busca la satisfacción del cliente por parte del profesional, la segunda amargarle la noche, por parte del artista. Los dos conceptos son válidos, las ambiciones muy distintas.