viernes, 2 de junio de 2017

1. Desde el aire


    La alargada y plana Formentera, hecha de la vieja traza del cultivo, Túnez, donde ya se anuncia el amargo desierto, donde se adivina el rastro de viejas lagunas en los círculos de la salmuera blanquecina, las dos rocosas islas de Malta preñadas de ladrillo, hasta que comienza el imponente desierto en Libia y en Egipto, blanquecino, vacío, solo interrumpido por el Nilo y su zona de inundación, tan perfectamente demarcada, y la aglomeración humana en sus márgenes, el Golfo de Suez, el rocoso e inhóspito Sinaí y el Golfo de Aqaba donde despunta como un cuchillo la parte de desierto que a Israel le toca, para acabar en la interminable Arabia, primero solo encrespada roca, luego roca y arena y por fin solo arena naranja rizada, quebrada e interrumpida por el viento que dibuja abstractas formas, hasta aproximarse a la costa occidental del Golfo Pérsico donde el hombre ha trazado otras geometrías, círculos regulares para hundirse en los pozos negros del petróleo, cuadrados y rectángulos para vivir en tétricas viviendas y cuerdas de asfalto, rectas y oscuras que parecen no llevar a ninguna parte o arañas de brazos inflexibles en el mar: Damman, Bahréin, Doha, Abu Dabi, donde por fin, bajando, se ve su esqueleto de cemento, arena y asfalto, un cementerio ya, sometido al sitio del tiempo, qué otra cosa puede ser cuando acabe el interregno del petróleo, ya se ve en los materiales innobles del aeropuerto, en sus tiendas sin alma, en el incómodo tránsito de quienes se ven obligados a parar aquí unas horas sin otro disfrute que el lento aburrimiento, hasta esa hermosa terminal en forma de jaima, enorme como todo aquí, enorme y viejo, sin tiempo para madurar, oscura y fantasmal, y, ya la noche caída sobre este sueño, el golfo abriéndose al Índico, el sur de la India y Colombo, apagado, como si no tuviera nada que decir después de que la historia la abandonase.

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