¿Puede el honor soldar una
pierna rota? No. ¿Un brazo? No. ¿Mitigar el dolor de una herida? No. ¿El honor
carece, entonces, de habilidades quirúrgicas? Así parece. ¿Qué es el honor? Una
palabra. ¿Qué hay en la palabra? ¿Qué es ese «honor»? Viento. ¡Bonito
resultado! ¿Quién tiene honor? El que se murió el miércoles pasado. ¿Lo siente?
No. ¿Lo oye? No. ¿Es el honor insensible, entonces? Para los muertos, sí. ¿Y en
los vivos, no vive? No. ¿Por qué? La calumnia no lo deja vivir. Dado lo cual,
yo no quiero saber nada con él.
(Falstaff en Enrique IV, Parte
Primera, 5.1.130-138)
Vuelve a
poner en duda Luis Antonio de Villena, en su columna, la identidad de
Shakespeare como Shakespeare, haciéndose eco de la atribución de sus obras a
otros autores de mayor rango y cultura como Francis Bacon o Edward de Vere,
conde de Oxford. Pero Stephen Greenblatt en su El espejo de un hombre,
escrito en 2006, pero publicado ahora en España, da pruebas suficientes para
desmentirlo, no tanto datos fehacientes de que al actor de Stradford upon Avon estuvo
aquí o allí o hizo esto o aquello sino escarbando en sus obras el reguero de
realidad que el gran poeta pudo haber seguido. Shakespeare como gran artista
fue un plagiador, todo lo que le salía al paso era aprovechado para dar
consistencia a los personajes de sus dramas y comedias. Tomaba la materia de su
propia vida, de familiares y amigos, de lo que veía en Londres, de libros que
le prestaban sus amigos impresores y de las obras de sus contemporáneos.
Uno de los
ejemplos que Greenblatt pone es el de la creación de uno de sus más portentosos
personajes, Falstaff, que aparece en las dos primeras partes de Enrique IV
y en Las alegres comadres de Windsor. Figura inseparable, para mí, de la
interpretación que en Campanadas de medianoche hizo Orson Welles. Cuando
Shakespeare llegó a Londres, dejando a su mujer y a sus hijos en Stradford upon
Avon, pero sin romper del todo el contacto, a finales de los 80 del siglo XVI,
en la Inglaterra isabelina, brillaban una serie de ingenios teatrales sin
parangón en la escena inglesa, Christopher Marlowe, Thomas Watson, Thomas
Lodge, George Peele, Thomas Nashe, Thomas Kyd y John Lyly, de distinta
procedencia social pero todos ellos educados en Oxford o Cambridge, al
contrario de Shakespeare de origen plebeyo y educación básica, y muy amigos de las tabernas. La mayoría murieron
jóvenes. Uno de esos caballeros letrados y sin embargo parranderos fue Robert
Greene, que no dio grandes obras pero fue famoso no solo por su ingenio sino
por su desaforada vida: gordinflón, borracho y pendenciero, estafador,
narcisista y teatrero, hasta que después de una de sus noches de parranda con tahúres,
falsificadores y rateros enfermó, sus amigos lo abandonaron y murió en la
miseria. En sus últimos días decidió vengarse escribiendo un libro, quizá con
la ayuda de un editor, donde maldecía a los que le habían dejado a su suerte,
entre ellos Shakespeare. Este, en una especie de generosa venganza, generosidad
imaginativa, lo llama Greenblatt, “hizo a Greene un regalo incalculable, el
regalo de convertirlo en Falstaff.
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