miércoles, 13 de abril de 2016

Falstaff era Robert Greene



¿Puede el honor soldar una pierna rota? No. ¿Un brazo? No. ¿Mitigar el dolor de una herida? No. ¿El honor carece, entonces, de habilidades quirúrgicas? Así parece. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué hay en la palabra? ¿Qué es ese «honor»? Viento. ¡Bonito resultado! ¿Quién tiene honor? El que se murió el miércoles pasado. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye? No. ¿Es el honor insensible, entonces? Para los muertos, sí. ¿Y en los vivos, no vive? No. ¿Por qué? La calumnia no lo deja vivir. Dado lo cual, yo no quiero saber nada con él.
(Falstaff en Enrique IV, Parte Primera, 5.1.130-138)

            Vuelve a poner en duda Luis Antonio de Villena, en su columna, la identidad de Shakespeare como Shakespeare, haciéndose eco de la atribución de sus obras a otros autores de mayor rango y cultura como Francis Bacon o Edward de Vere, conde de Oxford. Pero Stephen Greenblatt en su El espejo de un hombre, escrito en 2006, pero publicado ahora en España, da pruebas suficientes para desmentirlo, no tanto datos fehacientes de que al actor de Stradford upon Avon estuvo aquí o allí o hizo esto o aquello sino escarbando en sus obras el reguero de realidad que el gran poeta pudo haber seguido. Shakespeare como gran artista fue un plagiador, todo lo que le salía al paso era aprovechado para dar consistencia a los personajes de sus dramas y comedias. Tomaba la materia de su propia vida, de familiares y amigos, de lo que veía en Londres, de libros que le prestaban sus amigos impresores y de las obras de sus contemporáneos.

            Uno de los ejemplos que Greenblatt pone es el de la creación de uno de sus más portentosos personajes, Falstaff, que aparece en las dos primeras partes de Enrique IV y en Las alegres comadres de Windsor. Figura inseparable, para mí, de la interpretación que en Campanadas de medianoche hizo Orson Welles. Cuando Shakespeare llegó a Londres, dejando a su mujer y a sus hijos en Stradford upon Avon, pero sin romper del todo el contacto, a finales de los 80 del siglo XVI, en la Inglaterra isabelina, brillaban una serie de ingenios teatrales sin parangón en la escena inglesa, Christopher Marlowe, Thomas Watson, Thomas Lodge, George Peele, Thomas Nashe, Thomas Kyd y John Lyly, de distinta procedencia social pero todos ellos educados en Oxford o Cambridge, al contrario de Shakespeare de origen plebeyo y educación básica, y muy amigos de las tabernas. La mayoría murieron jóvenes. Uno de esos caballeros letrados y sin embargo parranderos fue Robert Greene, que no dio grandes obras pero fue famoso no solo por su ingenio sino por su desaforada vida: gordinflón, borracho y pendenciero, estafador, narcisista y teatrero, hasta que después de una de sus noches de parranda con tahúres, falsificadores y rateros enfermó, sus amigos lo abandonaron y murió en la miseria. En sus últimos días decidió vengarse escribiendo un libro, quizá con la ayuda de un editor, donde maldecía a los que le habían dejado a su suerte, entre ellos Shakespeare. Este, en una especie de generosa venganza, generosidad imaginativa, lo llama Greenblatt, “hizo a Greene un regalo incalculable, el regalo de convertirlo en Falstaff.

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