viernes, 28 de noviembre de 2014

El largo viaje del día hacia la noche, en el Marquina


            Qué hermoso título el de esta obra de Eugene O’Neill, un hermoso título para una obra que transcurre un día de agosto de 1912 en la casa de verano de la familia del actor James Tyrone. Junto a él su esposa Mary, que podía haber sido una pianista profesional, o en todo caso una monja, ya que todos provienen de una familia de católicos irlandeses, y que tiene una insuperable adicción, su hijo mayor Jamie, un hombre fracasado que vive de las influencias de su padre, y Edmund, el hijo menor, al que le diagnostican una tuberculosis. Cuatro individuos que viven aferrados a la familia, los cuatro, por uno u otro motivo, fracasados, con conciencia de fracaso y buscando culpables de su fracaso en los otros miembros de la familia. La obra va mostrando in crescendo las causas de ese fracaso.


La pregunta es, ¿este clásico del teatro del siglo XX tiene aún algo que decirnos? Es posible que sí. El problema es que en la representación del Marquina que acabo de ver no sucede así. En ningún momento, el asunto planteado, la disfuncionalidad de la familia, su incapacidad para resolver los problemas individuales, ha saltado del escenario a la platea. La familia burguesa que aparece sobre las tablas nada dice a la actual familia de comienzos del siglo XXI, tan diferente. Veo dos causas. No se ha producido una actualización de la obra de O’Neill. En pocos momentos he tenido la impresión de que no estaba asistiendo a una representación teatral: actores actuando, actores representando una obra de comienzos del XX. No me he sentido implicado, compelido, cuestionado. Sigue habiendo padres e hijos, maridos y mujeres o compañeros y compañeras, pero los de ahora mismo no han aparecido sobre el escenario. Lo que he visto ha sido una familia burguesa bien constituida con los problemas propios de la segunda década del siglo XX, una familia que ya no existe y si existe es un fósil. Un problema, pues, de adaptación. El segundo motivo tiene que ver con la dirección de la obra y con la actuación. Vicky Peña y Mario Gas son dos actores bragados, dos grandes, reconocidos, famosos, con premios que honoran su labor, con conciencia de ser actores. Mario Gas es además un director teatral en activo. Juan José Afonso, el director, no ha sido capaz de borrar esa fama, de hacer que esos dos grandes se pusiesen al servicio de la obra, cosa que sí han hecho los otros tres actores, jóvenes, menos conocidos, flexibles, con capacidad de adaptación. Las mejores escenas son aquellas en que aparecen solos en escena Alberto Iglesias y Juan Díaz. Una ocasión perdida para dar a conocer a Eugene O’Neill a las jóvenes familias actuales, de las que tan pocas había en la platea.

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