viernes, 31 de enero de 2014

Emilia, en Los Teatros del Canal


            Ha acabado la función y no he aplaudido. Me he quedado en el asiento mudo, aplatanado. Creo que el mejor homenaje del público, en esta ocasión, hubiese sido quedarse en silencio, sin manifestarse en modo alguno. Al salir, me hubiese gustado encontrar a alguno de los que han participado en la obra, hablar con él, aunque no sé muy bien qué le habría dicho.

            En el arte, cuando algo te impacta, es muy difícil trasladarlo a otro lenguaje, a las palabras desnudas. Es difícil por temor a no contar lo esencial, las genuinas emociones que se han sentido. Temo falsearlas si hablo de ellas. Enseguida salen los adjetivos, la banalidad. Qué se gana diciendo: “maravilloso”, “único”, “inusitada experiencia”. Quizá ante una emoción veraz lo más honesto es merodear por los alrededores.

            Al entrar en la Sala Verde de los Teatros del Canal no me las prometía muy felices. Escenario muy simple: una tarima marcada en su perímetro por una especie de pretil escalonado, cubierto de mantas o paquetes, y encima prendas desordenadas, y al fondo una puerta con pinta carcelaria, con ventanuco en la parte alta. Colgando del techo, un bloque de sillas dentro de una malla y otro de muebles diversos rodeando una lámpara encendida, todo en desorden, como insectos atrapados en una telaraña. Los espectadores distribuidos en el graderío; a mí me toca en la última fila, alejado del escenario. Cuando la familia, porque de una familia se trata, se sitúa en el interior de la tarima se comprende la sensación de provisionalidad: una casa en mudanza o una casa por construir o en trance de destrucción, cualquiera vale.
            Sobre el escenario cinco actores: el hombre y la mujer, un chico, otro hombre fuera de la tarima, sentado en una silla a ratos cuenta una historia, y Emilia, la niñera, que viene a ver a su antigua criatura, a quien dio el pecho como repite sin descanso, ahora convertido en el padre de la familia.
La obra se titula Emilia, pero podría perfectamente titularse Historia de la familia. Porque de eso va la obra de la historia de la familia, no de una familia, sino de la familia. Es evidente que ha habido cambios, ya no es lo que era, los hijos, por ejemplo, no necesariamente son sanguíneos, son de uno o de otro o de ninguno, pero en lo esencial, las relaciones cruzadas entre padres e hijos, entre marido y mujer no han cambiado mucho.

            Claudio Tolcachir, a caballo entre Buenos Aires y Madrid, autor y director de la obra, procede con astucia, nos ofrece una obra de teatro, es decir, no un sabio o denso texto a interpretar, no una escenografía impactante o unos papeles para actores superlativos. Hasta es posible que las partes, tomadas separadamente, no destaquen especialmente. Al principio pensé que el texto no valía gran cosa, que le faltaba altura poética, que ahí no había un escritor, lo mismo pensé de los actores y del escenario, apenas juega un papel la iluminación, no hay música de ningún tipo, como no sea su simulación en un xilófono infantil, no hay movimientos significativos, cambios dramáticos, pero vamos comprendiendo, vamos entendiendo de qué va la cosa, lo que hay detrás de las apariencias, lo que ya sabemos. La comprensión nos la da la suma de todos los elementos imperfectos que participan en la obra.


            No deja de sorprenderme cada vez que veo u oigo a espectadores que ante una obra como esta no ven más que una historia, algo externo a ellos. Hablan de los personajes, los adjetivan: “Este está loco” y “¿Ese qué quiere?”, “A ese otro no lo comprendo”, como si la cosa no fuera con ellos. A mí me ha dejado hecho polvo. He tenido que mirar hacia atrás al verme en ese espejo. Hace poco he visto Agosto, la película, basada en una obra de teatro de Tracy Letts, también en torno a la familia, no sé cómo será en teatro, pero esta Emilia es mucho más dura, insoportable diría yo, de una violencia inusitada, pero no violencia física, violencia interior. Creo, para los que la vean, que le escena final se la podía haber ahorrado Tolcachir, no añade más violencia, al contrario, al espectador poco dispuesto a la introspección le servirá como excusa para pensar que lo que ha sucedido en el escenario es una historia particular, ajena a él. Si Tolcachir ha querido hacernos, hacerme, pasar una horrible velada lo ha conseguido.

jueves, 30 de enero de 2014

La clemenza di Tito, en el Calderón



            Si una obra de teatro puede construirse en el escenario sin que cada uno de los elementos que intervienen sea perfecto, incluso, a veces, requiere que no brillen para mejor atender a la profundidad del asunto, en la ópera no sucede así. El teatro como la literatura tiene que ver con la verdad, la ópera con la emoción. La ópera es el arte de lo sublime y para que funcione todo debe ser exquisito: la orquesta, los solistas, los cantantes, la escenografía, el vestuario y por supuesto la música. Por eso la ópera es tan cara de montar y cualquier coso lírico para ser reconocido ha de tener un presupuesto que sobrepase con mucho la recaudación en taquilla, por lo que las instituciones públicas se ven obligadas a contribuir por prestigio de país o de ciudad.


            El Auditorio Miguel Delibes, en Valladolid, es la sede de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, es incomprensible que ante una representación como la de La clemenza di Tito, de Mozart, su lugar lo ocupe una orquesta montada para la ocasión. El escenario del Calderón es coqueto, aunque quizá algo pequeño, los cantantes en relación con el presupuesto, como la escenografía, una gran rampa escalonada coronada por enormes tornillos, de difícil comprensión, el vestuario a medio camino entre lo moderno –las inevitables botas de caña larga- y lo romano. Aún así me sorprendió gratamente el coro, también la mezzo Vivica Genoux, que fue ganando a medida que avanzaba la representación, como en el aria "Parto, parto", acompañada con el clarinete, o el final del primer acto con todo el mundo en el escenario y algunos momentos de la soprano Yolanda Auyanet.

lunes, 27 de enero de 2014

Le sermon sur la chute de Rome, de Jérôme Ferrari


            La novela comienza con una fotografía en la que cinco personas destacan sobre un fondo lechoso, las tres hijas mayores de las que nunca conoceremos el nombre, Jean-Baptiste, Jeanne-Marie y la madre, con la vista perdida más allá del objetivo. Quien mira la fotografía es el último hijo aún no nacido, Marcel, que tendrá que esperar a que su padre vuelva de la guerra y de las minas de carbón, en Alemania, donde está retenido, para ver el mundo que le espera: áspero, lleno de dolor, enfermedad y muerte. La foto fue tirada en 1918 y cuando Marcel la mira ninguno de los que aparecen en ella vive, pues, cada uno ha ido desapareciendo ordenadamente, cada uno con su mundo, como desaparecerá el propio Marcel al final de la novela aunque no siguiendo el orden natural de las cosas, tal como el había previsto, ya que antes que él, para su pesar, morirá su hijo Jacques. Piensa Marcel que cuando uno muere su mundo muere con él, aún cuando algo quede en los hombres que lo recuerdan, para morir del todo cuando, como en esa foto que mira, los rostros que apenas destacan sobre el fondo banco lechoso ya no le digan nada a nadie.

            En Le sermon sur la chute de Rome, Jérôme Ferrari hace cobrar vida, mientras dura la lectura, a los personajes de la foto, al propio Marcel y a su parentela. Vemos partir a su hermano Jean-Baptiste para combatir en Indochina y hacerse con un capital que permitirá que sus padres puedan tener una casa decente; vemos casarse a su hermana Jeanne-Marie con Andre Degorce, a quien conoció en Paris cuando volvía de Indochina, antes de que André pierda su alma en los calabozos de Argel; vemos al propio Marcel casarse con una mujer simple pero de quien se prenda de corazón; vemos como la vida de Marcel sumará decepciones una tras otra, cómo morirá su mujer en el parto de Jacques, a quien deja en manos de su hermana Jeanne-Marie para que lo eleve junto a Claudie, hija de Jeanne-Marie y de André Degorce; cómo ambos casi hermanos, Jacques y Claudie, impondrán su voluntad de vivir juntos y formar familia, pese a los tabúes de la sangre, dando vida a Aurelie y Matthieu, a quien Marcel no soporta y maltrata; vemos cómo Marcel se convierte en un administrador de colonias hasta el mismo día que el imperio francés se desploma; vemos cómo Marcel, viviendo el mundo como suma de desgracias, ve morir incomprensiblemente a su hijo Jacques y lo vemos por fin despedirse del mundo pensando en el sermón que en el año 410, Agustín, desde el púlpito de la catedral de Hipona, dirige a sus fieles, riñéndoles por lamentar la noticia que les llega de que Roma ha caído, sin tener fe en la eternidad a la que pertenecen por ser cristianos, aunque, antes de que Aurelie cierre sus párpados, por su mente corre una idea, la que pudo pasar por la mente de Agustín cuando treinta años después del sermón yace sobre el mármol de la catedral de Hipona, asediada por los vándalos: 
            Augustin frémit sur le marbre froid et, juste avant que ses yeux ne s’ouvrent à la lumière éternelle qui brille sur la cité qu’aucune armée ne prendra jamais, il se demande avec angoisse si tous les fidèles en pleurs que le sermon sur la chute de Rome ne put consoler n’avaient pas compris ses paroles bien mieux qu’il ne les comprenait lui-même. Les mondes passent, en vérité, l’un après l’autre, des ténèbres aux ténèbres, et leur succession ne signifie peut-être rien. 
            Un mundo que incluso, como para los fieles que oyen a Agustín, desaparece antes que ellos mismos, el mundo al que pertenecen. De eso precisamente, de que la desaparición de mundos quizá no signifique gran cosa, trata la segunda historia que Jérôme Ferrari entremezcla con la historia de Marcel, la de su nieto Matthieu a quien nunca ha querido. Una historia sin sustancia. Matthieu no cumple ninguna de las expectativas de su madre, Claudie, ni siquiera la de marchar de la isla a la que la familia pertenece, Córcega. Matthieu con un carácter extraño, incapaz de ningún sentimiento, se ata a Libero un muchacho del pueblo de Córcega donde veranea con sus padres. Desde que conoce a Libero su objetivo no será otro que vivir en ese pueblo junto a Libero. Entre los dos alquilan un bar y con la ayuda de chicas alegres se ganan la vida, renunciando a lo que París podría ofrecerles, carrera, honores, una vida intensa.

            Si descontamos el principio y el final, la evocación de las vidas que vienen y se van, la bruma que las envuelve antes de desaparecer, el grueso de la novela es costumbrista, la vida en torno a un bar de un pueblo de Córcega. Como en la anterior novela, Ferrari ensaya hilar el asunto trascendente, en torno a la caída de los hombres y los imperios, con las banales costumbres de una famita de provincias, a través de la aguja del estilo, enhebrando frases largas y cadenciosas, a ratos preciosistas, tal que así: 
            À chaque inspiration, l’air pur embrase la chair desséchée qui se consume lentement comme une résine de myrrhe. 

            Sin embargo, la impresión, mi impresión, es que el estilo puede con el edificio a construir que es una novela, donde todo ha de estar bien tejido, el carácter de los personajes definidos, los hechos explicados, las teorías justificadas. Por supuesto que esta novela es mejor que la anterior, aunque igual de pretenciosa. Por lo menos no busca la complacencia moral del lector.

sábado, 25 de enero de 2014

Blue Jasmine



            El Madoff real se folló a mucha gente. En sentido literal, a ese tipo de mujeres que como moscas se escurren sobre la miel del poder y del dinero, y de forma menos explícita a esos moscardones atraídos por la codicia de la tasa de interés. Pero no es ese el tema que trata en esta película un rejuvenecido Woody Allen, sin duda por la proximidad de una hermosísima y madura y genial Cate Blanchett (así cualquiera), tras sus últimas seniles películas confeccionadas en el panteón europeo. Hay una ligera referencia  a ese tiempo perdido en la cinematografía del autor en la comparación de San Francisco con las ciudades europeas. La peli trata de la caída e inadaptación de una mujer tras ser expulsada de la mullida cumbre. En el trasfondo, como figura dominante aparece el sosias de Madoff en su época de poder absoluto, seguro de su impunidad, manejando sexo y dinero a su antojo, sin límite alguno, aunque sabemos que cayó. El de la peli se ha suicidado, el de la vida real se pudre en la cárcel. Hay una escena en la que incrédulo, como si él fuese otro, asiste al momento en que agentes del FBI lo esposan y lo introducen, doblándole el cuello, en un vulgar coche de policía. Algo a lo que aquí no estamos acostumbrados, por cierto. Quién ha visto algo semejante con la gentuza que ideó el engaño de las preferentes o el robo de Afinsa y Forum Filatélico. Esa escena no se ha visto aquí y si alguna vez son llevados ante el juez sus abogados encontrarán las correspondientes triquiñuelas para sobreseer el caso o les tocará un juez vago o benevolente o el consejo de ministros los indultará. Eso sí lo hemos visto aquí.

            La peli, como digo, se detiene en la caída de la mujer de Madoff, o alguien parecido a ella, una caída sin dique de contención, hasta sentir pena por ella. Woody Allen intenta explicar que alguien que ha vivido en Park Avenue, junto a Louis Vuitton, Cartier o Van Cleef, de ninguna manera puede adaptarse a trabajar con un dentista, aunque el que le toca en suerte sea rijoso, a compartir mesa con un hombre cualquier, a hacer la vida común de su hermana que trabaja de cajera en un supermercado, a la que antes despreció, a ocultar su pasado esplendoroso. Un pasado del que no puede desprenderse, que tanto pesa que la lleva al abandono de sí misma, con unos monólogos de mujer solitaria e ida.

            La Peli recuerda las mejores de Woody Allen, aunque ya no tenga la chispa de antaño, la frase aguda que bastaba para describir una situación o definir a un personaje, pero queda la concisión, el montaje rápido, enlazado con cortes musicales tan bien escogidos, con los actores precisos para dar el tipo que necesita, con el característico toque de humor que hace tan llevadero el drama.

viernes, 24 de enero de 2014

La Quinta de Bruckner en el Delibes


            Debía tener prisa Eliahu Inbal, quizá tenía que coger el avión, solo de ese modo alcanzo a comprender por qué ha ido a tal velocidad dirigiendo la orquesta. Me cuesta entrar en el mundo de Bruckner, me suelo perder en algún momento del primer movimiento de sus sinfonías, pero hoy se me ha ocurrido escuchar antes la versión de Celibidache de la sinfonía que hoy interpretaba la orquesta, la Quinta, a las órdenes de Inbal, y me ha convencido, una maravilla de versión. Me ha gustado muchísimo. Celibidache hace claro el edificio armónico de Bruckner, lo hace comprensible, se oyen las citas del réquiem de Mozart, los ecos de Wagner, se escuchan con claridad los temas, se comprende la simetría entre los movimientos, el primero con el cuarto, el adagio con el scherzo, transmite paz y serenidad y esa especie de oración que va surgiendo de los instrumentos, llenando la atmósfera, capturándome, implicándome. No me ha pasado lo mismo con la versión de Inbal, aunque he puesto todo mi empeño, siguiendo los temas, queriendo disfrutar con la cuerda y sus pizzicato, con el oboe y la madera, tratando con dificultad de separar los instrumentos que se amontonaban en los forte, incapaz de distinguir las texturas, todo demasiado deprisa, la masa tapando las voces individuales, demasiado rápidas las transiciones, imponiéndose el metal y la percusión al viento y la cuerda. Ruido y prisa, en fin, no he podido desde luego, como era el deseo de Bruckner, unirme a la oración que debía elevarse de la catedral sonora.

miércoles, 22 de enero de 2014

Donde dejé mi alma, Jérôme Ferrari


            Donde dejé mi alma es una novela histórica. Seguro que el autor no estaría nada contento si se entera de que alguien la cataloga de tal forma. Pero es una novela histórica de la peor especie, una novela histórica con tema moral, si existe tal casilla en la subdivisión de los géneros novelísticos. De la cruz a la raya la novela está envuelta en los vapores mefíticos de una homilía, en la atmósfera de un catecismo moral. La tortura en la época de la descolonización de Argelia. No se detallan los hechos, los actos de terror y su persecución, la rebelión del FLN contra la potencia colonizadora y la respuesta francesa, la oficial y la de la OAS, sólo se alude a ellos ligeramente, tampoco se describen las circunstancias, los espacios, la geografía de la tortura, los bandos enfrentados y sus motivaciones, los efectos materiales, sólo la turbiedad moral supuestamente insoportable para el protagonista, el escritor y el lector.

            Sin apenas anécdotas: un capitán destinado en El Biar, Argel, en un centro de reclusión de rebeldes argelinos del FLN y su brazo armado, el ALN, dedicado a obtener información mediante tortura, que detiene al jefe de los rebeldes, Tarik Hadj Nacer (Tahar), que habla con él, simpatiza con él, le honra en los calabozos, con fondo de gritos de horror, poco antes de que éste sea ahorcado a contrapelo de lo que espera el capitán. Para que el abismo moral sea más dramático, la biografía del capitán André Degorce recorre lo peor del siglo XX, a caballo de adjetivos indigestos: joven brillante, con un prometedor futuro matemático que ha de sacrificar en el altar de la Resistencia, observador de las atrocidades de Buchenwald, fortalecido y destruido en Dien Bien Phu, antes de llegar a las alcantarillas de Argelia. Delinea una personalidad atormentada: creyente, con una dulce familia que le espera en Córcega, mujer y dos hijos que le escriben cariñosamente, devolviéndole una imagen de héroe, frente a la propia conciencia de ser un bandido al que Dios ha abandonado en las miserias de Argel, para que la caída sea mayor, más espectacular, más deslumbrante para el lector dispuesto.

            En cada una de las tres partes en que se divide esta novela, junto al estremecimiento moral de André Degorce, se nos presenta otro monólogo, el del teniente Horace Andreani. Un admirador, un hermano, un discípulo que comprende el tormento del capitán pero que lo desprecia por ello, porque un soldado se debe a la acción y nada más que a la acción. Dos puntos de vista sobre la historia que se cuenta, el punto de vista atormentado por lo que se ve obligado a hacer del capitaine André Degorce y el monólogo interior del teniente Horace Andreani, que antepone la obediencia y el deber a las dudas morales y la lealtad a la verdad.

            Por si no fuese suficiente, las reflexiones, la abrumadora desazón culpable del capitán está subrayada por constantes acotaciones en cursiva y entre paréntesis, penosamente morales, conmiserativas, del tipo: (¡Qué pobre es nuestra alma!) (¿Dios mío qué has hecho de mí?) (Es cierto, todo por lo que lucho, no existe ya).

            “Pero, claro está, cuando se trata de escribir una carta a los suyos, se necesita algo más, algo que ha perdido. El alma, quizá, el alma, que da vida a la palabra. Dejó su alma por el camino en algún lugar detrás de él, y no sabe dónde”.        

            Es un texto de 180 páginas, con diálogos, alguna descripción sobre el clima desasosegante de Argel y monólogos interiores, pero lo que queda tras la lectura es la impresión de un único e interminable adjetivo repetido hasta la saciedad y el aburrimiento a no ser que el lector se deje llevar por las emociones exigidas.

            Para colmo la traductora, en una nota final, se permite situar la novela, que mira y moraliza sobre sucesos históricos –un arma certera, dice-, entre la pretendida objetividad de la Historia y la obscena desmesura de la Épica.

            El problema de esta novela es triple: configurarse como novela de género lo que impide la implicación del lector, no lo remueve, al contrario reafirma su tendencia natural a la buena conciencia; la imposibilidad de empatizar con el protagonista, André Degorce está muy mal definido, parece más un psicópata que un individuo con dilemas morales; el estilo preciosista, hueco, que adormece el espíritu crítico.


            Hay una tendencia cada vez más común en la escritura francesa actual -Le Clèzio, Michon, Echenoz, Mathias Enard, el propio Jerome Ferrari- que intenta acompasar la escritura a la respiración, como si la escritura fuese una extensión  del cuerpo, y a través de ella se manifestase el élan vital bergsoniano. La creencia de que es en el encabalgamiento, en el ritmo de las frases, donde el pensamiento adquiere su orden y lógica y consistencia, de que la construcción del edificio sintáctico reproduce el orden del mundo, su cadencia, su sentido, y que sólo así, acompasando la marcha a la escritura o la escritura al aliento, el autor alcanza al mismo tiempo la belleza y la verdad. Pero ese runrún de las palabras chocando acaba por convertirse en un martilleo insípido, indoloro e incoloro en el oído del lector cuando no llevan nada dentro, sólo mera adjetivación, no produciendo otro efecto que somnolencia y aburrimiento. Por suerte nos queda Emmanuel Carrère.

martes, 21 de enero de 2014

Humedad


              Hace un día gris, plomizo. La lluvia no se hace notar, es peor, impregna la atmósfera, penetra las cosas de modo que todo parece pertenecerle. La humedad corroe los huesos y el espíritu. De esos días en que la vida y el mundo desaparecen invadidos por la nada. Me entretengo en un par de libros de Jerome Ferrari, el último premio Goncourt. El primero lo tengo casi acabado, el segundo por la mitad. El primero sitúa a un capitán francés en los años de la independencia de Argelia, sometiendo a tortura a sus prisioneros, torturándose él mismo mentalmente por dedicarse a hacer lo que hace. No me gusta, me parece impostado, falso. El segundo trata de una familia corsa, me entretiene algo más, porque hay muchos personajes e intento saber de qué va la cosa, aunque cuesta saberlo, eso que ya voy por la mitad. No me apasiona. ¿Qué habrá visto el jurado del Goncourt? Leo en la cama con el libro en la mano, miro la grisura del día, escapo del libro y luego quiero escapar del día. Sólo un pensamiento me anima, un pensamiento que se expande y se convierte en ensueño. Pero cuando vuelvo primero a la lluvia y luego a las páginas monótonas y tristes, yo mismo me entristezco porque el objeto de mi pensamiento está lejos, muy lejos, sin posibilidad de acercarme a él.


            Deambulo por la ciudad en el momento que los poros se abren, cuando el cielo gris y la tierra son lo mismo, una enorme placenta húmeda, fría, inhóspita. Qué importa todo lo demás, nada bulle cuando desaparece la luz.

lunes, 20 de enero de 2014

Agosto (August: Osage County)


                De vez en cuando los americanos miran al pasado, no al suyo, al de Europa, al de Grecia y Roma, para ver qué pueden rescatar, con la intención de forjar sus propios clásicos. Aunque en los años dorados de Hollywood hubo grandes películas donde se planteaban los grandes asuntos del hombre, independientemente de la circunstancia histórica, cada generación necesita plantearse parecidas preguntas. Recuerdo, por ejemplo, la reciente The Master, ahora se lleva a la pantalla la obra teatral de Tracy Letts, August: Osage County. De nuevo las mujeres como protagonistas.

                Desaparece el padre de la familia Weston en un accidente en un lago que tiene toda la pinta de ser un suicidio y la familia se reúne en una gran mansión en medio de la gran llanura de Oklahoma para despedirle. Es Agosto, hace mucho calor, la enfermedad es una amenaza. Van llegando las hijas, la hermana de la madre, los maridos o exmaridos, los novios y empiezan a salir las cuentas pendientes, los trapos sucios, las heridas profundas. Amor y odio, afectos ansiados, desprecios, debilidades y aparentes fortalezas. La madre sólo espera el fin del mundo en formato personal: el cáncer, las drogas, la desesperación. Las hijas se aproximan entre el afecto, el miedo a ser rechazadas y la culpabilidad por haber dejado solos a esos dos seres autodestructivos que eran el padre y la madre. Salen a relucir las historias del pasado, cada una con su insoportable carga, también el inseguro presente, eludiendo responsabilidades, escapando.

                La película es una película de actores. Meryl Streep, Julia Roberts, Ewan McGregor, Chris Cooper, Juliette Lewis, Sam Shepard, Margo Martindale. Nada que decir al respecto, cada uno tiene su momento y cumple, quizá con demasiada teatralidad algunos, como la propia Meryl Streep o Chris Cooper, otros más naturales, más cinematográficos. Me ha sorprendido agradablemente Julia Roberts, no la imaginaba en un papel dramático, cumple sobradamente. Es una película de diálogos tensos, los monólogos dramáticos se suceden, no hay respiro durante las dos horas que dura la peli. Sin embargo, hay defectos: la necesidad de dar una escena a cada actor, la de provocar un momento de clímax cada quince minutos, y una cosa echo en falta, algo que suele estar en los clásicos, al menos en los más modernos, los momentos de humor, de relax, aquí hay algunos, al principio, pero son efímeros.

martes, 14 de enero de 2014

NW London, de Zadie Smith


            Willesden, Kilburn, Caldwell, ciudades, barrios, calles del noroeste de Londres, del Gran Londres, que en los sesenta atrajeron a inmigrantes del Caribe y de la India, que entre los setenta y ochenta entraron en decadencia por el hacinamiento, cuando llegaron más inmigrantes, de África y de Pakistán, y que luego se recuperaron un poco cuando los primeros inmigrantes, ya de clase media, se empeñaron en vivir decentemente. Ahí es donde Zadie Smith sitúa el escenario de sus novelas. En ellas las diferencias sociales relacionadas con el color de la piel no saltan a primera vista, hay que escudriñarlas en el habla, en los gustos, en el trabajo, en la calle donde habita cada uno, también en la violencia.

            La primera parte de NW London es la historia de Leah Hanwell como mujer adulta, de ascendencia irlandesa, casada con un francés de origen argelino a quien conoció en Ibiza, el dulce Michel. Michel y Leah viven a caballo entre gente desesperada, que está en el alambre de la supervivencia, y nuevos ricos, a quienes conocen gracias a una vieja amiga del colegio de Leah, Natalie Blake, también llamada Keisha, de origen jamaicano, una triunfadora que por la fuerza de su voluntad se impulsa desde el arroyo. En ambos ambientes, Michel y Leah, se sienten incómodos, pero no saben o no quieren escapar a otro sitio.

            La segunda parte es un intermedio entre las historias de Leah y Natalie Blake. Félix es un treintañero antillano que se recupera del alcoholismo y las drogas, que ha pasado por un montón de trabajos y ahora lo hace con un trabajo precario en un taller mecánico. Al salir de la cama de Grace, con quien ha decidido enderezar su vida, recorre en una jornada diversos lugares de la geografía urbana, a pie, en metro y en autobús, observa los planos de la malla urbana que va encontrando, en dirección al West End, y se pregunta cuál es, en realidad, el centro de la ciudad. En su viaje topa con personajes que por uno u otro motivo son importantes en su vida y con quienes mantiene largas conversaciones, un viejo conocido de los bloques de Caldwell de quien no recuerda el nombre; su padre, Lloyd, no mucho mayor que él, obsesionado con las mujeres a las que considera como agujeros negros a las que un hombre no satisfará jamás y que aconseja a su hijo que comer coños es humillante y antihigiénico; un vecino viejo comunista, Barnesy, que le sermonea sobre valores y se lamenta de la desgracia de la juventud, a quien Félix aprecia después de todo; un joven rico, Tom Mercer, que sólo ve en él a un chico negro que puede venderle una papeleta, pero a quien Félix hábilmente enreda ofreciéndole una ridícula cantidad por un MG de los 70. Y llega a Oxford Cicus donde el espera su amante, Annie, a quien conoció en sus años de proveedor, una inteligente, sofisticada y drogata chica del periodo en que trabajó en el mundillo del cine, de recadero, y de quien se quiere despedir, después de echar un polvo rápido y torpe en la azotea, frente a una familia feliz, hombre, mujer y niño, que toma un picnic en la azotea de enfrente. La historia de Félix acaba en un vagón del metro. Hay una embarazada que quiere sentarse, un par de chicos con capucha que van a lo suyo y Félix que intermedia. A la salida, junto a la parada del bus, los chicos le esperan con una navaja. Muchas páginas más tarde sabremos que los chicos eran blancos, que saldrán impunes y que Félix encontrará su destino final en una parroquia de Jamaica. Si hubiésemos estado atentos también habríamos sabido el final de esta historia cuando Leah y Michel la ven por la tele en el piso que Frank les ha prestado para ver el carnaval.

             En la originalísima tercera parte, una novela en sí, mediante brevísimos capítulos con lema, se nos cuenta la ascensión de Keisha Blake hasta convertirse en Natalie, abogada de éxito, casada con un tiburón de la City. Conocemos a la humilde familia de Keisha, madre cuidadora, padre conductor de bus, a una hermana, Cheryl, madre soltera que tiene hijo tras hijo; nos enteramos de la adolescencia tranquila de Keisha, obediente, tenaz, al contrario que la de Leah. Al salir de la adolescencia, las dos amigas viven una separación temporal. Leah se deja llevar por el río de la vida. Keisha es estudiosa, se ennovia con Rodney, el favorito de su madre, consigue una beca para la universidad, para estudiar derecho junto a Rodney, religiosa como él, catequista como él, hasta que un día, Perdió a Dios con tal naturalidad y falta de dolor que no le quedó más remedio que preguntarse a quién habría estado refiriéndose con aquel nombre, lo que al tiempo condujo al abandono del aburrido y concienzudo Rodney. Keisha, ya como Natalie, acabará casándose con Francesco de Angelis, un italiano-jamaicano, tan guapo como rico, vago para los exámenes listo en la City. Durante su tiempo de prácticas, Natalie se ocupará de casos sociales, donde la preocupación moral está por encima del abstracto mundo legal. Y por fin se convertirá en una profesional de las grandes corporaciones, en una princesa de los despachos del derecho comercial, desdeñando la suerte de su compañera Polly, a quien Un bufete nuevo, moderno y progre le había ofrecido un puesto donde cobraba mucho y al mismo tiempo gozaba de inmunidad moral. La carrera de Keisha-Natalie ha sido un ascenso continuo hasta que llega al punto muerto y la caída: familia perfecta, gran sueldo, esposo guapo y rico, de cuyos manejos no quiere enterarse, casa con vistas de grandes dimensiones, dos hijos que cuidan primero una polaca y luego una brasileña. Natalie entra en Internet, en el proceloso mundo de los contactos, insatisfactorios, penosos, pero incapaz de dejarlos, droga dura. Mientras tanto Leah y Michel parecen felices.

            En la parte final de la novela Natalie se somete a autocastigo, dando rienda suelta a su desesperación. Frank ve la pantalla del ordenador, sus citas, Natalie abandona su casa y huye a los viejos barrios del NW. Se encuentra con un jamaicano de su infancia, Nathan Bogles, por quien Leah estaba coladísima. Nathan había sido guapo e inteligente, pero no más allá de los 10 años porque, según le explica a Natalie, nadie quiere a un jamaicano más allá de los diez años. Ahora es un harapo humano. Comienzan a caminar por los cinco bloques unidos y destartalados de la hondonada de Caldwell, irónicamente llamados Smith, Hobbes, Bentham, Locke y Russell. Caminan y caminan bajo la lluvia, en medio de una conversación deshilachada, ascendiendo hacia Hampstead Heath, con la ciudad a sus pies. La larga conversación va sobre sus derrotas, aunque ambas sean tan diferentes. Natalie podrá volver a casa y reconciliarse con Franck si es preciso y halla fuerzas, a Nathan le espera lo peor. El final del final es una conversión entre las dos amigas, Leah y Natalie, sobre los hijos, sobre los maridos, sobre la desigual fortuna de la gente del NW, sobre Félix y Nathan, sobre la necesidad de ser sinceros.

            Zadie Smith es de esos escritores que, sopla que te resopla, cree poder reavivar la novela de entre sus cenizas. Sus personajes emergen de las zonas conflictivas, y por ello creativas, en los márgenes de la gran ciudad; su técnica narrativa, mezclando tiempos y espacios, hablas y formas de vida distantes, intenta reproducir el vivero social y racial, el revoltijo de vivencias que teniendo su origen en los confines del mundo vienen a encontrarse en un rincón de la vieja Europa. No sé si lo logrará, pero su lectura es estimulante. Tiene la virtud de hacer viejos a muchos autores a los que admiro. Ese es el privilegio de lo nuevo.


lunes, 13 de enero de 2014

Mujeres. A cuatro manos



                En una punta está Alice Munro, en la otra Zadie Smith. Blanca y negra. Una franja de ciudades en el sur de Canadá, una civilización que protege del frío. La ebullición africana y caribeña en el noroeste de Londres. Los personajes de Alice Munro vienen del pasado, de cuando las restricciones conformaban personalidades redondas que duraban toda una vida, apenas asoman la nariz al presente. El presente está ahí, claro, pero es un presente conformado. Los de Zadie Smith son hijos de este tiempo y abren caminos inéditos. Alice Munro sabe de lo que escribe, sólo tiene que ponerse a ello porque conoce los pormenores y las tramas, apenas tiene que inventar. Zadie Smith mira alrededor y no deja de sorprenderse, sus historias se están construyendo mientras ella escribe. En realidad, apenas le da tiempo a amueblar sus casas como no sean las de sus antagonistas. El futuro se les echa encima sin tiempo para parar y meditar. En ambas son historias de mujeres. Parece como si de golpe, el mundo hubiese arrojado de sí a los hombres. Es muy parecido a lo que sucede con el joven Joyce de Los muertos y el viejo John Huston del mismo título, pero al revés. En Joyce amanecía el mundo de las mujeres, una intuición o una mirada perspicaz. En Huston es la melancolía del mundo perdido: el hombre que a través de la ventana ve como el universo se apaga en el silencio de los copos que caen.

Alice Munro: Mi vida querida
Zadie Smith: NW London

James Joyce, John Huston: Los muertos.

domingo, 12 de enero de 2014

Visiones a 25 km por hora

Foto

            1. Pingüinos. Esa cosa de la quedada de un mogollón de motos el fin de semana en la ciudad. El tronar de los tubos de escape, el humo que escupen sin cesar, cada rincón de acera ocupado con el consentimiento de la autoridad. Pero con ser molesto no es eso lo que incomoda. Las banderas. Banderas ondeando en las motos, en los desfiles, incluso a pie, a modo de capas, del tamaño del mismo motard. Qué hay de aquel halo de revuelta y afirmación, de diferencia y peculiaridad, que se pueden ver estos días en la expo de Danny Lyon, en San Benito. Lo contrario; gregarismo, conformismo. Un rebaño motorizado.

            2. A la puerta del pareado. Allí donde la ciudad termina, barrio de ladrillo nuevo. Calles vacías, silenciosas, en medio de la niebla. Primeras horas de la fría mañana. Un suplicante: “Mujer, déjame pasar”. Chaquetón azul a cuadros, en la mano derecha una bolsa del Carrefour. “No sé por qué te has puesto así”. Nariz pegada a la puerta blanca, la figura azul, cuadrada y rolliza, recortada en el lacado de la puerta, mira de reojo a la bici que pasa a su espalda.

            3. En un 1430. Emergiendo de entre la niebla mañanera, subiendo hacia el puente que cruza el canal, un 1430 verde claro. El conductor un hombre mayor, gorro de lana gris cubriéndole la cabeza, firme, decidido sobre el volante. A su lado, en el asiento del copiloto, sentado sobre sus cuartos traseros, con toda la atención puesta en la carretera, un beagle de grandes orejas caídas, cara blanca y marrón. Como si fuese una esposa. Quizá fuera su esposa. Una pareja de muchos años, muda, quieta, vertical, cuatro ojos con la mirada perdida hacia delante.

           4. Ah, y esta lectura, para entusiastas del cura Paco. El sexto mandamiento.
“Este Papa nuevo Francisco, tan dado a hablar de la revolución. Podría hacerla. Yo me conformaría con que acabara con la Inquisición. O, para decirlo en lenguaje moderno, con la Congregación de la Fe, que, hoy como ayer, dirime los pleitos contra el Misterio. Ese supuesto tribunal que acaba de quitar los hábitos al cura David Vargas después de que éste, como cualquier ser mortal ante el Santo Oficio, no haya podido probar su inocencia”.


sábado, 11 de enero de 2014

Hécuba en el Calderón


            ¿Qué nos dice Hécuba hoy? ¿Qué me dice? Eurípides monta un drama morrocotudo en torno a esta mujer que en Troya lo perdió todo: a su esposo Príamo y el poder, a Héctor junto a sus otros hijos. Pero si comparece en el escenario como esclava de los griegos, junto a sus compañeras troyanas, no es por el doloroso pasado, es porque si creía haberlo perdido todo su sufrimiento aun no ha concluido. Junto a ella está su hija virgen, Polixena, a quien el espectro de Aquiles reclama para que sea sacrificada sobre su tumba porque su valentía ha de ser honrada. Así lo cuenta y exige el mensajero Ulises. A pesar de las súplicas, a Hécuba, esclava de los griegos, no le queda más que obedecer. Pero hay más. Las olas arrojan sobre la playa, en la que Hécuba y las troyanas están a la espera de ser repartidas y embarcadas como botín de los vencedores griegos, el cadáver desfigurado de Polidoro, el único de sus hijos varones que ella creía a salvo. Polidoro había sido entregado a Poliméstor, rey de los tracios y amigo, por Príamo, para que lo salvara de la guerra porque no tenía edad para sostener la espada. Polidoro llevaba junto a sí el tesoro de Troya. Codicioso, Poliméstor lo ha matado y arrojado al mar para quedarse con el oro. Sobre su cadáver, Hécuba clama venganza ante Agamenón y la obtiene sobre Poliméstor y sus hijos.

            El escenario se sitúa sobre la arena, frente al sonido del mar, lleno de ruinas de la guerra, pero es también una cámara funeraria, una caverna decorada al estilo de las antiguas tumbas mediterráneas. Durante toda la función yacen sobre el suelo los cadáveres de Polidoro y Polixéna. Las troyanas que acompañan a Hécuba se lamentan y mencionan a la muerte sin tregua. La atmósfera es opresiva, no hay respiro, sobre las muertes que se recuerdan se suceden las muertes que tienen lugar ante el espectador. Hécuba es dolor y venganza, su llanto seco. Los griegos, Ulises, Agamenón, están prendidos por el destino y por la convención, dicen temer la opinión de sus soldados, a ellos someten su acción que hacen coincidir con el respeto a la ley. Se presentan como civilizados, frente a los bárbaros asiáticos, entre los que están Hécuba y las troyanas. Hécuba y Polixena son sumisión al destino y determinación, aceptan la esclavitud, la venganza y la muerte por encima de la libertad que podrían pedir y obtener de los griegos. El tracio Poliméstor es codicia y engaño, el único de entre todos los personajes que se permite la mentira y la simulación para conseguir sus fines, al contrario de lo que Hécuba manifiesta:
           " Bien estaría, Agamenón, que entre los hombres no fuese la lengua más allá de los actos, sino que las buenas acciones ocasionasen siempre las buenas palabras, y las malas acciones las malas palabras, y que el mal nunca pudiese hablar bien". 
            Cómo se actualiza este clásico, pues. Lo que mueve a los personajes parece de otro mundo, de un tiempo pasado, excepto la codicia que lleva a Poliméstor hasta el asesinato, el personaje más odioso pero también el más cercano. El montaje parece atribuir rebelión y afirmación feminista a Hécuba y sus compañeras, pero es un leve movimiento que no acaba de concretarse. La versión de Juan Mayorga depura el texto, simplifica los parlamentos, actualiza el papel del coro, hace más complejos a los personajes, a Ulises y a Agamenón, los da más cuerpo, hace que su diálogo con Hécuba sea más rico, más dialéctico. Los hijos de Poliméstor se convierten en uno, lo que hace menos potente la venganza. Aún así.


            Es un montaje al que falta energía. Lo comparo, por ejemplo, con el Otelo que vi hace poco en el mismo teatro. No tiene que ver con la versión de Juan Mayorga. Quizá con la dirección, quizá con el recargado escenario, quizá con la dicción, quizá con los actores, no todos con la misma fuerza. La solución está apuntada en el calmo fuego de Concha Velasco, el mudo arrebatamiento, la fría cólera. Una obra difícil de trasladar.

jueves, 9 de enero de 2014

The dead. Joyce, Huston

            La virtud de los clásicos es que son inagotables. He visto tres veces, en diferentes periodos de mi vida, The dead, de John Huston y he leído otras tres Los muertos, el largo relato de James Joyce. Cada vez he visto algo nuevo, cada vez he disfrutado más, ganando con el tiempo, no sé si esas obras maestras o mi madurez para comprenderlas y empaparme de ellas. Huston hizo la película cuando ya era mayor, como una especie de testamento. Joyce, por el contrario, cuando era joven, dentro de su primer conjunto de relatos, Dublineses. Recuerdo la primera vez que vi The dead, era de noche, en la tele, en alguno de aquellos programas de película con debate, me aburrió. Ahora la he vuelto a ver en pantalla grande, con sonido original, también con animado debate tras la proyección.

             Dos sensibilidades diferentes, la de Joyce y la de Huston, con diferencias importantes, pero sutiles, a pesar de que el guión de la película es muy fiel al relato. Joyce escribía a comienzos del siglo XX, Huston al final. Para Joyce tenía mucha importancia la emergencia de un nuevo mundo, el de las vanguardias artísticas, el de una nueva sociedad que iba sustituyendo a la antigua, el de la sensibilidad femenina. Los muertos del relato de Joyce no son sólo los muertos físicos a quienes se evoca al final del relato, lo son quizá con mayor importancia los hombres y mujeres apegados a las costumbres antiguas, tan visibles en su Irlanda añeja a la que compara con el continente. La historia está vista desde el punto de vista de Gabriel, el protagonista, un profesor que acude a la fiesta anual de sus tías, que choca sucesivamente con una joven sirvienta a quien no le gusta el comentario que le hace sobre que ya está en edad de preparar la boda, con otra joven e impulsiva mujer que le reprocha su desapego sobre su propio país y con su propia esposa a quien desea, en cuyos brazos espera concluir la jornada, pero a quien sorprende, cuando ya se despiden de las tías, hechizada con una canción que le trae vivísimos recuerdos de su juventud. Joyce avizora un mundo donde la preeminencia del hombre se tambalea.


            La película de Huston es evocadora, no sólo el final, tan magnífico en el relato como en la película, sino toda ella: los coches de caballos, la nieve y el frío, la música tocada al piano, las canciones y el baile, los poemas recitados, la conversación en la mesa y la ceremonia de trinchar el pavo. Pocos directores han retratado con tanto amor a un personaje como hace con Anjelica Huston, hermosísima, a quien presenta sensual cuando se quita los chanclos y enseña las medias y como una virgen cuando hechizada escucha la canción que le lleva a su juventud. Como compone magistralmente la última escena cuando Gabriel, entristecido por el hechizo de su mujer, se abandona a la melancolía de un futuro que ve como pasado, en el que sus tías morirán como cada uno de los hombres, como ve a través de la ventana los copos que caen sobre Irlanda y sobre el universo entero.

miércoles, 8 de enero de 2014

Leonora Carrington, de Elena Poniatowska


            La vida de Leonora Carrington fue una vida plena. Cualquier artista, cualquier mujer, hubiese deseado algo así, y que alguien lo contase. Nace en un castillo inglés del Lancashire, en 1917, y muere en Ciudad de México en el 2011. Entre medio se dedicó a escribir y a pintar en el estilo que conoció en su juventud en París, el surrealismo. Lo que hace su vida digna de novelería es su pasión exaltada, enfermiza, por cada uno de sus empeños, por supuesto los artísticos, pero también, cómo no, los amorosos.

            Como en cualquier recuento psicoanalítico, el primer capítulo tiene que ver con la liberación del padre. Leonora, hija entre hermanos, se tuerce pronto a los ojos de un poderoso padre, Harold, de familia rica, jefe de la Imperial Chemical. La echan o se va de un par de internados para chicas bien antes de imponer se deseo de ingresar en una academia de arte londinense y, después, de instalarse definitivamente en París, contra la volunta de su padre. Harold Carrington terminará por olvidarse de ella y desheredarla de la gran fortuna que le correspondía. Sin embargo, Maurie, la madre, velará por ella a distancia y le proporcionará recursos para pagar sus alojamientos en París o comprar una casa en Saint-Martin-d'Ardèche donde se va a vivir con Max Ernst poco antes de que comience la guerra.

            Con 20 años conoció en Londres a Max Ernst, cuando este tenía 47. En París vivirán una vida intensa, con escasos recursos, una relación pasional por encima de la voluntad del padre de Leonora y de la mujer de Max. De París escaparán a Saint-Martin-d'Ardèche, se entregarán con furor a la pintura y a la escultura, pero tendrán que abandonar la casa y las obras cuando la guerra se vaya acercando.

            La siguiente etapa no es grata. A Max Ernst lo encierran en un campo de concentración, Les Milles, y Leonora huye a Madrid. Entonces se trastorna y bajo la lejana vigilancia paterna es encerrada en un manicomio en Santander, donde la someten a los duros tratamientos de la época. Experiencia que la traumatizará y a la que dedicará un libro, En bas (Memorias de Abajo). Cuando sale del hospital su obsesión es huir de la vigilancia paterna y escapar de España. Escapa a Lisboa y de allí, gracias a la ayuda de Peggy Guggenheim y a la compañía del mexicano Renato Leduc, a Nueva York, donde encontrará a buena parte del grupo surrealista parisino. Reencuentra a Max Ernst para ya no hacen migas. Leonora aunque siente tras de sí el aliento pasional de Max, ve en él egoísmo y poco interés por lo que a ella le ha pasado. Para distanciarse del mundo promiscuo en tormo a la Guggenheim escapará una vez más, ahora de Nueva York. Acaba recalando en México con su marido Renato Leduc, de quien pronto se divorciará.

            En México no acaba nunca de estar a gusto. Su mundo es el de los exiliados europeos, Breton, Peret, Alice Rahon, Wolfgang Paalen, pero sobre todos Remedios Varo con quien traba una duradera amistad. Se casa con Weisz un fotógrafo húngaro, amigo de Fran Capra, tienen dos hijos. Pero es en México donde su etapa creativa alcanza el cénit.



            Quien lo cuenta en Elena Poniatowska en Leonora, (2011). No se puede defender que Leonora sea una novela, tampoco una biografía, la propia autora asegura que el libro debe considerarse “como una aproximación libre a la vida de una artista fuera de serie”. A medio camino, pues, entre la biografía y el ensayo literario, a Leonora le falta objetividad y distanciamiento para ser lo primero y una tesis, un tema que trate de asir o de explicar a la artista, para ser lo segundo. A lo que más se aproxima el libro es a una especie de autobiografía, de hecho algunos pasajes parecen escritos en primera persona tal es la intensidad emocional con que están explicados. Creo que es un defecto porque como digo no permite el distanciamiento que una biografía necesita y tampoco la identificación a que el lector estaría dispuesto si el personaje fuese de ficción. El estilo de Elena Poniatowska se compone de frases cortas, apodícticas muchas veces, imágenes brillantes, que cansan por su pertinacia, de diálogos que buscan lo esencial, siempre cargados de un sentido único, original, auténtico, de anécdotas significativas, de referencias a hombres y mujeres valiosos, de largas enumeraciones de nombres famosos. Nada en la vida de Leonora Carrington fue banal, cada suceso en su vida iba en una dirección, la de la rebeldía, la de la libertad, la del hallazgo artístico, la de la genialidad. En fin.

martes, 7 de enero de 2014

12 años de esclavitud


            El problema de 12 años de esclavitud es que aparenta ser dura, pero sólo lo es sentimentalmente. El tema de fondo es la esclavitud, su injusticia, pero la peripecia es individual: un hombre negro y libre, culto e inteligente, que es secuestrado, vendido y convertido en esclavo. Desde el principio se sabe que esa historia acabará bien, que el esclavo sólo lo es temporalmente, que recuperará su libertad. Es fácil identificarse con él, emocionarse, padecer, cobrar esperanza, sentir el enorme alivio de la libertad, aunque atrás queden sus compañeros, algunos peor tratados que él, que morirán como esclavos, sin posibilidad de redención. Ese es el problema del cine, unas manzanas más allá de la sala de proyección, unas horas después todo será olvidado. Todo lo más que quede será: “Que película tan bonita, qué bien hecha que está, qué paisajes preciosos, qué interpretaciones tan verosímiles, qué duros que fueron aquellos tiempos”.

            12 años de esclavitud me recuerda mucho a La lista de Schindler. La estimulación del sentimentalismo no sirve para aprehender un suceso, sólo para satisfacer la buena conciencia, llorar, reír, un suspiro. Y sin embargo, operaciones de este tipo, aprehender un hecho histórico de gran relevancia es necesario, una exigencia cultural, política y moral que debería repetirse cada cierto tiempo: el genocidio nazi, la esclavitud, el gulag. Cada generación debe aprehenderlo de nuevo. Pero el empalago sentimental al reducir un tema tan vasto a una peripecia personal, no es el mejor método, no moviliza el espíritu, no activa la conciencia de quien se ve corroído por la sentimentalidad. Es evidente que la mayoría de la población  no va a sumergirse en sesudos ensayos para comprender esos asuntos. Pero sí que hay una vía más fácil y atractiva: los documentales. Estos últimos años se están haciendo documentales magníficos, cinematográficos, con tanta fuerza como una buena película. Esa debe ser la vía, creo.

            Como película 12 años de esclavitud no puede decirse que sea mala, al contrario, está muy bien hecha, con un original tratamiento del sonido y del encuadre, también del montaje en la primera parte de la peli, con mezcla de tiempos y espacios, luego parece que el director se cansa, aunque, creo, peca de esteticismo: los campos de caña y de algodón, los retratos colectivos, la exuberancia vegetal, las casas ricas y pobres, una sucesión de encuadres con voluntad pictórica, a menudo enfática, como en esos primeros planos del protagonista no necesariamente significativos. Y qué decir de los actorazos que salen, un montón, todos buenos, como el prota, Chiwetel Ejiofor, o el tipo que compone Michael Fassbender tan original, tan único. Hay un regodeo en la brutalidad de los amos, como si todos fuesen psicópatas, en el sufrimiento de los esclavos y esclavas, apelaciones a la piel no a la razón, a la indignación a la que cada uno de nosotros estamos dispuestos sin mayor gasto.

domingo, 5 de enero de 2014

Sobran las palabras (Enough Said)


            ¿Por que me ha gustado Enough said?  La sospecha de que sería una más de las insoportables comedias acarameladas pronto se desvaneció. Hay muchas razones para considerar esta peli como una gran comedia, como la comedia del año o más. Primero los intérpretes. Los actores no son guapos, son gente normal, de la calle, con quien te encuentras cada día en el trabajo o en el bar. Su interpretación es natural, lo más cercano a la espontaneidad. No sólo la pareja protagonista, también sus amigos y familia. Por ejemplo las hijas adolescentes, con esas mezcla de ingenuidad, miedo, rebeldía e inseguridad que tanto complica el trato con los padres. El lenguaje fresco, atrevido, la conversación desacostumbradamente valiente entre madres e hijas. Y el asunto principal, el ligue entre una madre divorciada en busca de pareja, Eva, una excelente Julia Louis-Dreyfus, y un gordo que no oculta sus muchos defectos, Albert, también excelente James Gandolfini que desgraciadamente ya no hará más películas, tratado como sucede en la vida real, con coqueteos y dudas, con desconfianza y riesgo.


            La peli es por tanto un prodigio de naturalidad, la vida tal como la vivimos. Las segundas parejas, tras el primer divorcio, sin la ilusión del príncipe azul, mejor acomodadas a la realidad. Las dudas acrecentadas o resueltas dependiendo de cómo ven a la nueva pareja nuestros amigos o nuestros hijos. Los defectos con los que por fin estamos dispuestos a transigir, los nuestros y los del otro. El empeño por arriesgarse a intentarlo de nuevo. La peli está bien contada, sin escenas forzadas para hacer reír o provocar la lágrima fácil, con un enredo divertido, cuando Eva, por casualidad va a casa de la ex mujer de Albert para hacerle masajes y tiene que escuchar sus opiniones sobre su ex, lo que pone en riesgo su incipiente relación. En fin, una película que mira hacia las butacas del cine como si allí hubiese personas inteligentes que se han sentado para ver en la pantalla a gente como ellos.

miércoles, 1 de enero de 2014

Cuestión de paralaje



            Hay un tipo de individuos, de quienes los periódicos no suelen prescindir porque son muy vistosos y además alientan ese vicio al que por pereza somos dados, el del pesimismo, que es una plaga, la plaga de los agoreros cuyas predicciones fracasan una y otra vez. Tomemos el caso del independentismo. Los agoreros han predicho que cada vez que la caverna madrileña –y la caverna prácticamente es todo el mundo que emita una opinión libre que no les guste- hablaba los independentistas crecían. Es una curiosa predicción que promueven tanto los propios independentistas en una especie de conjuro que pretende que por el arte del birlibirloque el deseo se haga realidad y por otro lado los pesimistas que tienen una visión de la realidad catalana totalmente distorsionada bien porque no han pisado Cataluña, bien porque sólo hablan con independentistas, porque para ellos pisar la calle es una ofensa a la sutileza de su análisis. Pongo dos ejemplos recientes: un pesimista de laboratorio, Enrique Gil Calvo, y un pesimista bienintencionado, Francesc de Carreras.

            Para unos y otros, independentistas y pesimistas, en Cataluña no hay más, nadie que se oponga al independentismo, sólo cuadrillas de fachas nostálgicos. La otra predicción, estrepitosamente fracasada, era la de que no había espacio político para ninguna fuerza que no fuese nacionalista, ningún partido españolista triunfaría en Cataluña. Para los pesimistas, con el director de El País, Javier Moreno, y sus periodistas, al frente, en su visión distorsionada, no había más que pequeños grupúsculos debajo de los matojos a los que no había ni que dedicar media columna en el periódico. Los independentistas temían esa aparición y la conjuraban, y lo siguen haciendo, con insultos y a veces rompiendo sus escaparates o sus ventanas. Aún no han dado el paso a la agresión personal, pero están muy cerca.


            Ciutadans ha sido un éxito inconmensurable visto desde el pesimismo, no desde el temeroso independentismo, ni tampoco desde quien tuviese ajustado el paralaje. Es un partido que ha crecido, y sigue en ello, sobre la amplísima base de la gente que está harta del nacionalismo pero también desde los que quieren vivir una vida sosegada, racional y ajustada a los cánones de la política, que son la mayoría en Cataluña, aunque muchos no lo saben, simplemente porque nadie les hablaba con claridad. Los pesimistas aún no lo ven como un partido real, en eso vuelven a parecerse a los independentistas que ven pura fantasmagoría, algo que con sólo soplar –insultos y amedrentamientos- se irá como ha venido. Todo era cuestión de voz, de alguien que se atreviera a coger el micrófono y hablase como se habla con normalidad y describiese lo que aparece bajo el sol de la mañana. Unos pocos intelectuales y unas minúsculas asociaciones lo han hecho durante los últimos años. Todo lo demás era montar un partido que no se pareciese nada a los acomodaticios PP y PSC para que la realidad tal como es volviese a fluir.