En una punta está Alice Munro, en la otra Zadie Smith.
Blanca y negra. Una franja de ciudades en el sur de Canadá, una civilización
que protege del frío. La ebullición africana y caribeña en el noroeste de
Londres. Los personajes de Alice Munro vienen del pasado, de cuando las
restricciones conformaban personalidades redondas que duraban toda una vida,
apenas asoman la nariz al presente. El presente está ahí, claro, pero es un
presente conformado. Los de Zadie Smith son hijos de este tiempo y abren
caminos inéditos. Alice Munro sabe de lo que escribe, sólo tiene que ponerse a ello
porque conoce los pormenores y las tramas, apenas tiene que inventar. Zadie
Smith mira alrededor y no deja de sorprenderse, sus historias se están construyendo
mientras ella escribe. En realidad, apenas le da tiempo a amueblar sus casas
como no sean las de sus antagonistas. El futuro se les echa encima sin tiempo
para parar y meditar. En ambas son historias de mujeres. Parece como si de
golpe, el mundo hubiese arrojado de sí a los hombres. Es muy parecido a lo que
sucede con el joven Joyce de Los muertos y el viejo John Huston del
mismo título, pero al revés. En Joyce amanecía el mundo de las mujeres, una
intuición o una mirada perspicaz. En Huston es la melancolía del mundo perdido:
el hombre que a través de la ventana ve como el universo se apaga en el
silencio de los copos que caen.
Alice Munro: Mi vida querida
Zadie Smith: NW London
James Joyce, John Huston: Los muertos.
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