Hace un día gris, plomizo. La lluvia no se
hace notar, es peor, impregna la atmósfera, penetra las cosas de modo que todo
parece pertenecerle. La humedad corroe los huesos y el espíritu. De esos días
en que la vida y el mundo desaparecen invadidos por la nada. Me entretengo en
un par de libros de Jerome Ferrari, el último premio Goncourt. El primero lo
tengo casi acabado, el segundo por la mitad. El primero sitúa a un capitán
francés en los años de la independencia de Argelia, sometiendo a tortura a sus
prisioneros, torturándose él mismo mentalmente por dedicarse a hacer lo que
hace. No me gusta, me parece impostado, falso. El segundo trata de una familia
corsa, me entretiene algo más, porque hay muchos personajes e intento saber de
qué va la cosa, aunque cuesta saberlo, eso que ya voy por la mitad. No me
apasiona. ¿Qué habrá visto el jurado del Goncourt? Leo en la cama con el libro
en la mano, miro la grisura del día, escapo del libro y luego quiero escapar
del día. Sólo un pensamiento me anima, un pensamiento que se expande y se
convierte en ensueño. Pero cuando vuelvo primero a la lluvia y luego a las
páginas monótonas y tristes, yo mismo me entristezco porque el objeto de mi
pensamiento está lejos, muy lejos, sin posibilidad de acercarme a él.
Deambulo
por la ciudad en el momento que los poros se abren, cuando el cielo gris y la
tierra son lo mismo, una enorme placenta húmeda, fría, inhóspita. Qué importa
todo lo demás, nada bulle cuando desaparece la luz.
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