martes, 21 de enero de 2014

Humedad


              Hace un día gris, plomizo. La lluvia no se hace notar, es peor, impregna la atmósfera, penetra las cosas de modo que todo parece pertenecerle. La humedad corroe los huesos y el espíritu. De esos días en que la vida y el mundo desaparecen invadidos por la nada. Me entretengo en un par de libros de Jerome Ferrari, el último premio Goncourt. El primero lo tengo casi acabado, el segundo por la mitad. El primero sitúa a un capitán francés en los años de la independencia de Argelia, sometiendo a tortura a sus prisioneros, torturándose él mismo mentalmente por dedicarse a hacer lo que hace. No me gusta, me parece impostado, falso. El segundo trata de una familia corsa, me entretiene algo más, porque hay muchos personajes e intento saber de qué va la cosa, aunque cuesta saberlo, eso que ya voy por la mitad. No me apasiona. ¿Qué habrá visto el jurado del Goncourt? Leo en la cama con el libro en la mano, miro la grisura del día, escapo del libro y luego quiero escapar del día. Sólo un pensamiento me anima, un pensamiento que se expande y se convierte en ensueño. Pero cuando vuelvo primero a la lluvia y luego a las páginas monótonas y tristes, yo mismo me entristezco porque el objeto de mi pensamiento está lejos, muy lejos, sin posibilidad de acercarme a él.


            Deambulo por la ciudad en el momento que los poros se abren, cuando el cielo gris y la tierra son lo mismo, una enorme placenta húmeda, fría, inhóspita. Qué importa todo lo demás, nada bulle cuando desaparece la luz.

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