miércoles, 22 de enero de 2014

Donde dejé mi alma, Jérôme Ferrari


            Donde dejé mi alma es una novela histórica. Seguro que el autor no estaría nada contento si se entera de que alguien la cataloga de tal forma. Pero es una novela histórica de la peor especie, una novela histórica con tema moral, si existe tal casilla en la subdivisión de los géneros novelísticos. De la cruz a la raya la novela está envuelta en los vapores mefíticos de una homilía, en la atmósfera de un catecismo moral. La tortura en la época de la descolonización de Argelia. No se detallan los hechos, los actos de terror y su persecución, la rebelión del FLN contra la potencia colonizadora y la respuesta francesa, la oficial y la de la OAS, sólo se alude a ellos ligeramente, tampoco se describen las circunstancias, los espacios, la geografía de la tortura, los bandos enfrentados y sus motivaciones, los efectos materiales, sólo la turbiedad moral supuestamente insoportable para el protagonista, el escritor y el lector.

            Sin apenas anécdotas: un capitán destinado en El Biar, Argel, en un centro de reclusión de rebeldes argelinos del FLN y su brazo armado, el ALN, dedicado a obtener información mediante tortura, que detiene al jefe de los rebeldes, Tarik Hadj Nacer (Tahar), que habla con él, simpatiza con él, le honra en los calabozos, con fondo de gritos de horror, poco antes de que éste sea ahorcado a contrapelo de lo que espera el capitán. Para que el abismo moral sea más dramático, la biografía del capitán André Degorce recorre lo peor del siglo XX, a caballo de adjetivos indigestos: joven brillante, con un prometedor futuro matemático que ha de sacrificar en el altar de la Resistencia, observador de las atrocidades de Buchenwald, fortalecido y destruido en Dien Bien Phu, antes de llegar a las alcantarillas de Argelia. Delinea una personalidad atormentada: creyente, con una dulce familia que le espera en Córcega, mujer y dos hijos que le escriben cariñosamente, devolviéndole una imagen de héroe, frente a la propia conciencia de ser un bandido al que Dios ha abandonado en las miserias de Argel, para que la caída sea mayor, más espectacular, más deslumbrante para el lector dispuesto.

            En cada una de las tres partes en que se divide esta novela, junto al estremecimiento moral de André Degorce, se nos presenta otro monólogo, el del teniente Horace Andreani. Un admirador, un hermano, un discípulo que comprende el tormento del capitán pero que lo desprecia por ello, porque un soldado se debe a la acción y nada más que a la acción. Dos puntos de vista sobre la historia que se cuenta, el punto de vista atormentado por lo que se ve obligado a hacer del capitaine André Degorce y el monólogo interior del teniente Horace Andreani, que antepone la obediencia y el deber a las dudas morales y la lealtad a la verdad.

            Por si no fuese suficiente, las reflexiones, la abrumadora desazón culpable del capitán está subrayada por constantes acotaciones en cursiva y entre paréntesis, penosamente morales, conmiserativas, del tipo: (¡Qué pobre es nuestra alma!) (¿Dios mío qué has hecho de mí?) (Es cierto, todo por lo que lucho, no existe ya).

            “Pero, claro está, cuando se trata de escribir una carta a los suyos, se necesita algo más, algo que ha perdido. El alma, quizá, el alma, que da vida a la palabra. Dejó su alma por el camino en algún lugar detrás de él, y no sabe dónde”.        

            Es un texto de 180 páginas, con diálogos, alguna descripción sobre el clima desasosegante de Argel y monólogos interiores, pero lo que queda tras la lectura es la impresión de un único e interminable adjetivo repetido hasta la saciedad y el aburrimiento a no ser que el lector se deje llevar por las emociones exigidas.

            Para colmo la traductora, en una nota final, se permite situar la novela, que mira y moraliza sobre sucesos históricos –un arma certera, dice-, entre la pretendida objetividad de la Historia y la obscena desmesura de la Épica.

            El problema de esta novela es triple: configurarse como novela de género lo que impide la implicación del lector, no lo remueve, al contrario reafirma su tendencia natural a la buena conciencia; la imposibilidad de empatizar con el protagonista, André Degorce está muy mal definido, parece más un psicópata que un individuo con dilemas morales; el estilo preciosista, hueco, que adormece el espíritu crítico.


            Hay una tendencia cada vez más común en la escritura francesa actual -Le Clèzio, Michon, Echenoz, Mathias Enard, el propio Jerome Ferrari- que intenta acompasar la escritura a la respiración, como si la escritura fuese una extensión  del cuerpo, y a través de ella se manifestase el élan vital bergsoniano. La creencia de que es en el encabalgamiento, en el ritmo de las frases, donde el pensamiento adquiere su orden y lógica y consistencia, de que la construcción del edificio sintáctico reproduce el orden del mundo, su cadencia, su sentido, y que sólo así, acompasando la marcha a la escritura o la escritura al aliento, el autor alcanza al mismo tiempo la belleza y la verdad. Pero ese runrún de las palabras chocando acaba por convertirse en un martilleo insípido, indoloro e incoloro en el oído del lector cuando no llevan nada dentro, sólo mera adjetivación, no produciendo otro efecto que somnolencia y aburrimiento. Por suerte nos queda Emmanuel Carrère.

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