Donde
dejé mi alma es una novela histórica. Seguro que el autor no estaría nada
contento si se entera de que alguien la cataloga de tal forma. Pero es una
novela histórica de la peor especie, una novela histórica con tema moral, si existe
tal casilla en la subdivisión de los géneros novelísticos. De la cruz a la raya
la novela está envuelta en los vapores mefíticos de una homilía, en la
atmósfera de un catecismo moral. La tortura en la época de la descolonización
de Argelia. No se detallan los hechos, los actos de terror y su persecución, la
rebelión del FLN contra la potencia colonizadora y la respuesta francesa, la
oficial y la de la OAS ,
sólo se alude a ellos ligeramente, tampoco se describen las circunstancias, los
espacios, la geografía de la tortura, los bandos enfrentados y sus
motivaciones, los efectos materiales, sólo la turbiedad moral supuestamente
insoportable para el protagonista, el escritor y el lector.
Sin apenas
anécdotas: un capitán destinado en El Biar, Argel, en un centro de reclusión de
rebeldes argelinos del FLN y su brazo armado, el ALN, dedicado a obtener
información mediante tortura, que detiene al jefe de los rebeldes, Tarik Hadj
Nacer (Tahar), que habla con él, simpatiza con él, le honra en los calabozos, con
fondo de gritos de horror, poco antes de que éste sea ahorcado a contrapelo de
lo que espera el capitán. Para que el abismo moral sea más dramático, la
biografía del capitán André Degorce recorre lo peor del siglo XX, a caballo de
adjetivos indigestos: joven brillante, con un prometedor futuro matemático que
ha de sacrificar en el altar de la Resistencia , observador de las atrocidades de
Buchenwald, fortalecido y destruido en Dien Bien Phu, antes de llegar a las
alcantarillas de Argelia. Delinea una personalidad atormentada: creyente, con
una dulce familia que le espera en Córcega, mujer y dos hijos que le escriben
cariñosamente, devolviéndole una imagen de héroe, frente a la propia conciencia
de ser un bandido al que Dios ha abandonado en las miserias de Argel, para que
la caída sea mayor, más espectacular, más deslumbrante para el lector
dispuesto.
En cada una
de las tres partes en que se divide esta novela, junto al estremecimiento
moral de André Degorce, se nos presenta otro monólogo, el del teniente Horace
Andreani. Un admirador, un hermano, un discípulo que comprende el tormento del
capitán pero que lo desprecia por ello, porque un soldado se debe a la acción y
nada más que a la acción. Dos puntos de vista sobre la historia que se cuenta, el
punto de vista atormentado por lo que se ve obligado a hacer del capitaine
André Degorce y el monólogo interior del teniente Horace Andreani, que antepone
la obediencia y el deber a las dudas morales y la lealtad a la verdad.
Por si no
fuese suficiente, las reflexiones, la abrumadora desazón culpable del capitán
está subrayada por constantes acotaciones en cursiva y entre paréntesis, penosamente
morales, conmiserativas, del tipo: (¡Qué pobre es nuestra alma!) (¿Dios mío
qué has hecho de mí?) (Es cierto, todo por lo que lucho, no existe ya).
“Pero,
claro está, cuando se trata de escribir una carta a los suyos, se necesita algo
más, algo que ha perdido. El alma, quizá, el alma, que da vida a la palabra.
Dejó su alma por el camino en algún lugar detrás de él, y no sabe dónde”.
Es un texto
de 180 páginas, con diálogos, alguna descripción sobre el clima desasosegante
de Argel y monólogos interiores, pero lo que queda tras la lectura es la
impresión de un único e interminable adjetivo repetido hasta la saciedad y el
aburrimiento a no ser que el lector se deje llevar por las emociones exigidas.
Para colmo
la traductora, en una nota final, se permite situar la novela, que mira y
moraliza sobre sucesos históricos –un arma certera, dice-, entre la
pretendida objetividad de la
Historia y la obscena desmesura de la Épica.
El problema
de esta novela es triple: configurarse como novela de género lo que impide la
implicación del lector, no lo remueve, al contrario reafirma su tendencia
natural a la buena conciencia; la imposibilidad de empatizar con el
protagonista, André Degorce está muy mal definido, parece más un psicópata que
un individuo con dilemas morales; el estilo preciosista, hueco, que adormece el
espíritu crítico.
Hay una
tendencia cada vez más común en la escritura francesa actual -Le Clèzio,
Michon, Echenoz, Mathias Enard, el propio Jerome Ferrari- que intenta acompasar
la escritura a la respiración, como si la escritura fuese una extensión del cuerpo, y a través de ella se manifestase
el élan vital bergsoniano. La creencia de que es en el encabalgamiento,
en el ritmo de las frases, donde el pensamiento adquiere su orden y lógica y
consistencia, de que la construcción del edificio sintáctico reproduce el orden
del mundo, su cadencia, su sentido, y que sólo así, acompasando la marcha a la
escritura o la escritura al aliento, el autor alcanza al mismo tiempo la
belleza y la verdad. Pero ese runrún de las palabras chocando acaba por
convertirse en un martilleo insípido, indoloro e incoloro en el oído del lector
cuando no llevan nada dentro, sólo mera adjetivación, no produciendo otro
efecto que somnolencia y aburrimiento. Por suerte nos queda Emmanuel Carrère.
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