lunes, 27 de enero de 2014

Le sermon sur la chute de Rome, de Jérôme Ferrari


            La novela comienza con una fotografía en la que cinco personas destacan sobre un fondo lechoso, las tres hijas mayores de las que nunca conoceremos el nombre, Jean-Baptiste, Jeanne-Marie y la madre, con la vista perdida más allá del objetivo. Quien mira la fotografía es el último hijo aún no nacido, Marcel, que tendrá que esperar a que su padre vuelva de la guerra y de las minas de carbón, en Alemania, donde está retenido, para ver el mundo que le espera: áspero, lleno de dolor, enfermedad y muerte. La foto fue tirada en 1918 y cuando Marcel la mira ninguno de los que aparecen en ella vive, pues, cada uno ha ido desapareciendo ordenadamente, cada uno con su mundo, como desaparecerá el propio Marcel al final de la novela aunque no siguiendo el orden natural de las cosas, tal como el había previsto, ya que antes que él, para su pesar, morirá su hijo Jacques. Piensa Marcel que cuando uno muere su mundo muere con él, aún cuando algo quede en los hombres que lo recuerdan, para morir del todo cuando, como en esa foto que mira, los rostros que apenas destacan sobre el fondo banco lechoso ya no le digan nada a nadie.

            En Le sermon sur la chute de Rome, Jérôme Ferrari hace cobrar vida, mientras dura la lectura, a los personajes de la foto, al propio Marcel y a su parentela. Vemos partir a su hermano Jean-Baptiste para combatir en Indochina y hacerse con un capital que permitirá que sus padres puedan tener una casa decente; vemos casarse a su hermana Jeanne-Marie con Andre Degorce, a quien conoció en Paris cuando volvía de Indochina, antes de que André pierda su alma en los calabozos de Argel; vemos al propio Marcel casarse con una mujer simple pero de quien se prenda de corazón; vemos como la vida de Marcel sumará decepciones una tras otra, cómo morirá su mujer en el parto de Jacques, a quien deja en manos de su hermana Jeanne-Marie para que lo eleve junto a Claudie, hija de Jeanne-Marie y de André Degorce; cómo ambos casi hermanos, Jacques y Claudie, impondrán su voluntad de vivir juntos y formar familia, pese a los tabúes de la sangre, dando vida a Aurelie y Matthieu, a quien Marcel no soporta y maltrata; vemos cómo Marcel se convierte en un administrador de colonias hasta el mismo día que el imperio francés se desploma; vemos cómo Marcel, viviendo el mundo como suma de desgracias, ve morir incomprensiblemente a su hijo Jacques y lo vemos por fin despedirse del mundo pensando en el sermón que en el año 410, Agustín, desde el púlpito de la catedral de Hipona, dirige a sus fieles, riñéndoles por lamentar la noticia que les llega de que Roma ha caído, sin tener fe en la eternidad a la que pertenecen por ser cristianos, aunque, antes de que Aurelie cierre sus párpados, por su mente corre una idea, la que pudo pasar por la mente de Agustín cuando treinta años después del sermón yace sobre el mármol de la catedral de Hipona, asediada por los vándalos: 
            Augustin frémit sur le marbre froid et, juste avant que ses yeux ne s’ouvrent à la lumière éternelle qui brille sur la cité qu’aucune armée ne prendra jamais, il se demande avec angoisse si tous les fidèles en pleurs que le sermon sur la chute de Rome ne put consoler n’avaient pas compris ses paroles bien mieux qu’il ne les comprenait lui-même. Les mondes passent, en vérité, l’un après l’autre, des ténèbres aux ténèbres, et leur succession ne signifie peut-être rien. 
            Un mundo que incluso, como para los fieles que oyen a Agustín, desaparece antes que ellos mismos, el mundo al que pertenecen. De eso precisamente, de que la desaparición de mundos quizá no signifique gran cosa, trata la segunda historia que Jérôme Ferrari entremezcla con la historia de Marcel, la de su nieto Matthieu a quien nunca ha querido. Una historia sin sustancia. Matthieu no cumple ninguna de las expectativas de su madre, Claudie, ni siquiera la de marchar de la isla a la que la familia pertenece, Córcega. Matthieu con un carácter extraño, incapaz de ningún sentimiento, se ata a Libero un muchacho del pueblo de Córcega donde veranea con sus padres. Desde que conoce a Libero su objetivo no será otro que vivir en ese pueblo junto a Libero. Entre los dos alquilan un bar y con la ayuda de chicas alegres se ganan la vida, renunciando a lo que París podría ofrecerles, carrera, honores, una vida intensa.

            Si descontamos el principio y el final, la evocación de las vidas que vienen y se van, la bruma que las envuelve antes de desaparecer, el grueso de la novela es costumbrista, la vida en torno a un bar de un pueblo de Córcega. Como en la anterior novela, Ferrari ensaya hilar el asunto trascendente, en torno a la caída de los hombres y los imperios, con las banales costumbres de una famita de provincias, a través de la aguja del estilo, enhebrando frases largas y cadenciosas, a ratos preciosistas, tal que así: 
            À chaque inspiration, l’air pur embrase la chair desséchée qui se consume lentement comme une résine de myrrhe. 

            Sin embargo, la impresión, mi impresión, es que el estilo puede con el edificio a construir que es una novela, donde todo ha de estar bien tejido, el carácter de los personajes definidos, los hechos explicados, las teorías justificadas. Por supuesto que esta novela es mejor que la anterior, aunque igual de pretenciosa. Por lo menos no busca la complacencia moral del lector.

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