En Le
sermon sur la chute de Rome, Jérôme Ferrari hace cobrar vida, mientras dura
la lectura, a los personajes de la foto, al propio Marcel y a su parentela.
Vemos partir a su hermano Jean-Baptiste para combatir en Indochina y hacerse
con un capital que permitirá que sus padres puedan tener una casa decente;
vemos casarse a su hermana Jeanne-Marie con Andre Degorce, a quien conoció en
Paris cuando volvía de Indochina, antes de que André pierda su alma en los
calabozos de Argel; vemos al propio Marcel casarse con una mujer simple pero de
quien se prenda de corazón; vemos como la vida de Marcel sumará decepciones una
tras otra, cómo morirá su mujer en el parto de Jacques, a quien deja en manos
de su hermana Jeanne-Marie para que lo eleve junto a Claudie, hija de
Jeanne-Marie y de André Degorce; cómo ambos casi hermanos, Jacques y Claudie,
impondrán su voluntad de vivir juntos y formar familia, pese a los tabúes de la
sangre, dando vida a Aurelie y Matthieu, a quien Marcel no soporta y maltrata;
vemos cómo Marcel se convierte en un administrador de colonias hasta el mismo
día que el imperio francés se desploma; vemos cómo Marcel, viviendo el mundo
como suma de desgracias, ve morir incomprensiblemente a su hijo Jacques y lo
vemos por fin despedirse del mundo pensando en el sermón que en el año 410,
Agustín, desde el púlpito de la catedral de Hipona, dirige a sus fieles,
riñéndoles por lamentar la noticia que les llega de que Roma ha caído, sin
tener fe en la eternidad a la que pertenecen por ser cristianos, aunque, antes
de que Aurelie cierre sus párpados, por su mente corre una idea, la que pudo pasar
por la mente de Agustín cuando treinta años después del sermón yace sobre el
mármol de la catedral de Hipona, asediada por los vándalos:
Augustin frémit sur le marbre froid et, juste avant que ses yeux ne s’ouvrent à la lumière éternelle qui brille sur la cité qu’aucune armée ne prendra jamais, il se demande avec angoisse si tous les fidèles en pleurs que le sermon sur la chute de Rome ne put consoler n’avaient pas compris ses paroles bien mieux qu’il ne les comprenait lui-même. Les mondes passent, en vérité, l’un après l’autre, des ténèbres aux ténèbres, et leur succession ne signifie peut-être rien.
Un mundo
que incluso, como para los fieles que oyen a Agustín, desaparece antes que
ellos mismos, el mundo al que pertenecen. De eso precisamente, de que la
desaparición de mundos quizá no signifique gran cosa, trata la segunda historia
que Jérôme Ferrari entremezcla con la historia de Marcel, la de su nieto
Matthieu a quien nunca ha querido. Una historia sin sustancia. Matthieu no
cumple ninguna de las expectativas de su madre, Claudie, ni siquiera la de
marchar de la isla a la que la familia pertenece, Córcega. Matthieu con un
carácter extraño, incapaz de ningún sentimiento, se ata a Libero un muchacho
del pueblo de Córcega donde veranea con sus padres. Desde que conoce a Libero
su objetivo no será otro que vivir en ese pueblo junto a Libero. Entre los dos
alquilan un bar y con la ayuda de chicas alegres se ganan la vida, renunciando
a lo que París podría ofrecerles, carrera, honores, una vida intensa.
Si
descontamos el principio y el final, la evocación de las vidas que vienen y se
van, la bruma que las envuelve antes de desaparecer, el grueso de la novela es
costumbrista, la vida en torno a un bar de un pueblo de Córcega. Como en la
anterior novela, Ferrari ensaya hilar el asunto trascendente, en torno a la
caída de los hombres y los imperios, con las banales costumbres de una famita
de provincias, a través de la aguja del estilo, enhebrando frases largas y
cadenciosas, a ratos preciosistas, tal que así:
À chaque inspiration, l’air pur embrase la chair desséchée qui se consume lentement comme une résine de myrrhe.
Sin
embargo, la impresión, mi impresión, es que el estilo puede con el edificio a
construir que es una novela, donde todo ha de estar bien tejido, el carácter de
los personajes definidos, los hechos explicados, las teorías justificadas. Por
supuesto que esta novela es mejor que la anterior, aunque igual de pretenciosa.
Por lo menos no busca la complacencia moral del lector.
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