Si una obra
de teatro puede construirse en el escenario sin que cada uno de los elementos
que intervienen sea perfecto, incluso, a veces, requiere que no brillen para mejor
atender a la profundidad del asunto, en la ópera no sucede así. El teatro como
la literatura tiene que ver con la verdad, la ópera con la emoción. La ópera es
el arte de lo sublime y para que funcione todo debe ser exquisito: la orquesta,
los solistas, los cantantes, la escenografía, el vestuario y por supuesto la música.
Por eso la ópera es tan cara de montar y cualquier coso lírico para ser
reconocido ha de tener un presupuesto que sobrepase con mucho la recaudación en
taquilla, por lo que las instituciones públicas se ven obligadas a contribuir
por prestigio de país o de ciudad.
El
Auditorio Miguel Delibes, en Valladolid, es la sede de la Orquesta Sinfónica
de Castilla y León, es incomprensible que ante una representación como la de La clemenza di Tito, de Mozart, su lugar
lo ocupe una orquesta montada para la ocasión. El escenario del Calderón es
coqueto, aunque quizá algo pequeño, los cantantes en relación con el
presupuesto, como la escenografía, una gran rampa escalonada coronada por
enormes tornillos, de difícil comprensión, el vestuario a medio camino entre lo
moderno –las inevitables botas de caña larga- y lo romano. Aún así me sorprendió
gratamente el coro, también la mezzo Vivica Genoux, que fue ganando a medida
que avanzaba la representación, como en el aria "Parto, parto", acompañada con el clarinete, o el final del
primer acto con todo el mundo en el escenario y algunos momentos de la soprano
Yolanda Auyanet.
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