viernes, 31 de enero de 2014

Emilia, en Los Teatros del Canal


            Ha acabado la función y no he aplaudido. Me he quedado en el asiento mudo, aplatanado. Creo que el mejor homenaje del público, en esta ocasión, hubiese sido quedarse en silencio, sin manifestarse en modo alguno. Al salir, me hubiese gustado encontrar a alguno de los que han participado en la obra, hablar con él, aunque no sé muy bien qué le habría dicho.

            En el arte, cuando algo te impacta, es muy difícil trasladarlo a otro lenguaje, a las palabras desnudas. Es difícil por temor a no contar lo esencial, las genuinas emociones que se han sentido. Temo falsearlas si hablo de ellas. Enseguida salen los adjetivos, la banalidad. Qué se gana diciendo: “maravilloso”, “único”, “inusitada experiencia”. Quizá ante una emoción veraz lo más honesto es merodear por los alrededores.

            Al entrar en la Sala Verde de los Teatros del Canal no me las prometía muy felices. Escenario muy simple: una tarima marcada en su perímetro por una especie de pretil escalonado, cubierto de mantas o paquetes, y encima prendas desordenadas, y al fondo una puerta con pinta carcelaria, con ventanuco en la parte alta. Colgando del techo, un bloque de sillas dentro de una malla y otro de muebles diversos rodeando una lámpara encendida, todo en desorden, como insectos atrapados en una telaraña. Los espectadores distribuidos en el graderío; a mí me toca en la última fila, alejado del escenario. Cuando la familia, porque de una familia se trata, se sitúa en el interior de la tarima se comprende la sensación de provisionalidad: una casa en mudanza o una casa por construir o en trance de destrucción, cualquiera vale.
            Sobre el escenario cinco actores: el hombre y la mujer, un chico, otro hombre fuera de la tarima, sentado en una silla a ratos cuenta una historia, y Emilia, la niñera, que viene a ver a su antigua criatura, a quien dio el pecho como repite sin descanso, ahora convertido en el padre de la familia.
La obra se titula Emilia, pero podría perfectamente titularse Historia de la familia. Porque de eso va la obra de la historia de la familia, no de una familia, sino de la familia. Es evidente que ha habido cambios, ya no es lo que era, los hijos, por ejemplo, no necesariamente son sanguíneos, son de uno o de otro o de ninguno, pero en lo esencial, las relaciones cruzadas entre padres e hijos, entre marido y mujer no han cambiado mucho.

            Claudio Tolcachir, a caballo entre Buenos Aires y Madrid, autor y director de la obra, procede con astucia, nos ofrece una obra de teatro, es decir, no un sabio o denso texto a interpretar, no una escenografía impactante o unos papeles para actores superlativos. Hasta es posible que las partes, tomadas separadamente, no destaquen especialmente. Al principio pensé que el texto no valía gran cosa, que le faltaba altura poética, que ahí no había un escritor, lo mismo pensé de los actores y del escenario, apenas juega un papel la iluminación, no hay música de ningún tipo, como no sea su simulación en un xilófono infantil, no hay movimientos significativos, cambios dramáticos, pero vamos comprendiendo, vamos entendiendo de qué va la cosa, lo que hay detrás de las apariencias, lo que ya sabemos. La comprensión nos la da la suma de todos los elementos imperfectos que participan en la obra.


            No deja de sorprenderme cada vez que veo u oigo a espectadores que ante una obra como esta no ven más que una historia, algo externo a ellos. Hablan de los personajes, los adjetivan: “Este está loco” y “¿Ese qué quiere?”, “A ese otro no lo comprendo”, como si la cosa no fuera con ellos. A mí me ha dejado hecho polvo. He tenido que mirar hacia atrás al verme en ese espejo. Hace poco he visto Agosto, la película, basada en una obra de teatro de Tracy Letts, también en torno a la familia, no sé cómo será en teatro, pero esta Emilia es mucho más dura, insoportable diría yo, de una violencia inusitada, pero no violencia física, violencia interior. Creo, para los que la vean, que le escena final se la podía haber ahorrado Tolcachir, no añade más violencia, al contrario, al espectador poco dispuesto a la introspección le servirá como excusa para pensar que lo que ha sucedido en el escenario es una historia particular, ajena a él. Si Tolcachir ha querido hacernos, hacerme, pasar una horrible velada lo ha conseguido.

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