La virtud
de los clásicos es que son inagotables. He visto tres veces, en diferentes
periodos de mi vida, The dead, de John Huston y he leído otras tres Los
muertos, el largo relato de James Joyce. Cada vez he visto algo nuevo, cada
vez he disfrutado más, ganando con el tiempo, no sé si esas obras maestras o mi
madurez para comprenderlas y empaparme de ellas. Huston hizo la película
cuando ya era mayor, como una especie de testamento. Joyce, por el contrario,
cuando era joven, dentro de su primer conjunto de relatos, Dublineses. Recuerdo
la primera vez que vi The dead, era de noche, en la tele, en alguno de
aquellos programas de película con debate, me aburrió. Ahora la he vuelto a ver
en pantalla grande, con sonido original, también con animado debate tras la
proyección.
Dos sensibilidades diferentes, la de Joyce y
la de Huston, con diferencias importantes, pero sutiles, a pesar de que el guión
de la película es muy fiel al relato. Joyce escribía a comienzos del siglo XX,
Huston al final. Para Joyce tenía mucha importancia la emergencia de un nuevo
mundo, el de las vanguardias artísticas, el de una nueva sociedad que iba
sustituyendo a la antigua, el de la sensibilidad femenina. Los muertos del
relato de Joyce no son sólo los muertos físicos a quienes se evoca al final del
relato, lo son quizá con mayor importancia los hombres y mujeres apegados a las
costumbres antiguas, tan visibles en su Irlanda añeja a la que compara con el
continente. La historia está vista desde el punto de vista de Gabriel, el
protagonista, un profesor que acude a la fiesta anual de sus tías, que choca
sucesivamente con una joven sirvienta a quien no le gusta el comentario que le
hace sobre que ya está en edad de preparar la boda, con otra joven e impulsiva
mujer que le reprocha su desapego sobre su propio país y con su propia esposa a
quien desea, en cuyos brazos espera concluir la jornada, pero a quien sorprende,
cuando ya se despiden de las tías, hechizada con una canción que le trae vivísimos
recuerdos de su juventud. Joyce avizora un mundo donde la preeminencia del
hombre se tambalea.
La película
de Huston es evocadora, no sólo el final, tan magnífico en el relato como en
la película, sino toda ella: los coches de caballos, la nieve y el frío, la música
tocada al piano, las canciones y el baile, los poemas recitados, la conversación
en la mesa y la ceremonia de trinchar el pavo. Pocos directores han retratado
con tanto amor a un personaje como hace con Anjelica Huston, hermosísima, a
quien presenta sensual cuando se quita los chanclos y enseña las medias y como
una virgen cuando hechizada escucha la canción que le lleva a su juventud. Como
compone magistralmente la última escena cuando Gabriel, entristecido por el
hechizo de su mujer, se abandona a la melancolía de un futuro que ve como
pasado, en el que sus tías morirán como cada uno de los hombres, como ve a través
de la ventana los copos que caen sobre Irlanda y sobre el universo entero.
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