miércoles, 21 de septiembre de 2016

Morir

Escribe Henry Marsh en Ante todo no hagas daño:

            “Morir rara vez resulta fácil, por mucho que deseemos creerlo así. Nuestros cuerpos no nos dejan soltar las amarras de la vida sin oponer resistencia. La cosa no se limita a pronunciar unas palabras significativas ante tu llorosa familia y luego exhalar tu último suspiro. Si no te mueres de forma violenta, ahogándote y tosiendo, o en coma, entonces no queda más remedio que ir consumiéndose: la carne se va reduciendo hasta dejarte en los huesos, la piel y los ojos se vuelven de un amarillo intenso si falla el hígado; la voz se debilita... Hasta que, cuando se acerca el fin, apenas te quedan fuerzas para abrir los ojos y yaces inánime en el lecho de muerte, con la respiración por todo indicio de movimiento. Poco a poco te vuelves irreconocible, y todos los detalles que volvían tus facciones tan característicamente tuyas se van diluyendo en la nada. El contorno del rostro se desdibuja hasta fundirse en el trazo anónimo de la calavera que hay debajo. Ahora uno guarda un gran parecido con cualquier anciano, con su cara demacrada y deshidratada, todos idénticos con sus batas de hospital. (…) Cuando se acerca el final, tu rostro se convierte en el de una persona cualquiera, en un rostro que todos conocemos, aunque sea gracias al arte funerario de las iglesias cristianas. (…)

            No sentí la necesidad de presentarle mis respetos definitivos a su cuerpo [de la madre del escritor]: por lo que a mí concernía, se había convertido en una cáscara sin sentido. Digo «cuerpo», pero podría estar hablando igualmente de su cerebro. Sentado junto a su lecho, había pensado en eso muy a menudo: en cómo los millones y millones de células nerviosas, y las conexiones casi infinitas que hay entre ellas y que formaban su cerebro, su ser, estaban luchando y debilitándose. La recordé en aquella última mañana, justo antes de irme a trabajar, con la cara demacrada y consumida, incapaz de moverse ni hablar, sin poder siquiera abrir los ojos, y sin embargo, cuando le pregunté si quería agua fue capaz de negar con la cabeza. Ella seguía allí, dentro de aquel cuerpo moribundo, devastado e invadido por células cancerígenas, aunque para entonces rechazara incluso el agua y ansiara claramente no prolongar más su agonía. Y ahora todas esas células cerebrales han muerto, y mi madre, que en cierto sentido consistía en la compleja interacción electroquímica de todos esos millones de neuronas, ya no existe. En neurociencia, a eso se le llama «el problema de la integración»: el hecho extraordinario, que nadie es capaz ni de empezar a explicar, de que de la mera materia bruta pueda surgir la conciencia y la sensación. Mientras mi madre yacía allí, moribunda, yo tenía la intensa sensación de que una persona más profunda y «real» seguía allí, tras aquella máscara mortuoria en que se había convertido su rostro”.


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