Escribe Henry Marsh en Ante todo no hagas daño:
“Morir rara
vez resulta fácil, por mucho que deseemos creerlo así. Nuestros cuerpos no nos
dejan soltar las amarras de la vida sin oponer resistencia. La cosa no se
limita a pronunciar unas palabras significativas ante tu llorosa familia y
luego exhalar tu último suspiro. Si no te mueres de forma violenta, ahogándote
y tosiendo, o en coma, entonces no queda más remedio que ir consumiéndose: la
carne se va reduciendo hasta dejarte en los huesos, la piel y los ojos se
vuelven de un amarillo intenso si falla el hígado; la voz se debilita... Hasta
que, cuando se acerca el fin, apenas te quedan fuerzas para abrir los ojos y
yaces inánime en el lecho de muerte, con la respiración por todo indicio de
movimiento. Poco a poco te vuelves irreconocible, y todos los detalles que
volvían tus facciones tan característicamente tuyas se van diluyendo en la
nada. El contorno del rostro se desdibuja hasta fundirse en el trazo anónimo de
la calavera que hay debajo. Ahora uno guarda un gran parecido con cualquier
anciano, con su cara demacrada y deshidratada, todos idénticos con sus batas de
hospital. (…) Cuando se acerca el final, tu rostro se convierte en el de una
persona cualquiera, en un rostro que todos conocemos, aunque sea gracias al
arte funerario de las iglesias cristianas. (…)
No sentí la
necesidad de presentarle mis respetos definitivos a su cuerpo [de la madre del
escritor]: por lo que a mí concernía, se había convertido en una cáscara sin
sentido. Digo «cuerpo», pero podría estar hablando igualmente de su cerebro.
Sentado junto a su lecho, había pensado en eso muy a menudo: en cómo los
millones y millones de células nerviosas, y las conexiones casi infinitas que
hay entre ellas y que formaban su cerebro, su ser, estaban luchando y
debilitándose. La recordé en aquella última mañana, justo antes de irme a
trabajar, con la cara demacrada y consumida, incapaz de moverse ni hablar, sin
poder siquiera abrir los ojos, y sin embargo, cuando le pregunté si quería agua
fue capaz de negar con la cabeza. Ella seguía allí, dentro de aquel cuerpo
moribundo, devastado e invadido por células cancerígenas, aunque para entonces
rechazara incluso el agua y ansiara claramente no prolongar más su agonía. Y
ahora todas esas células cerebrales han muerto, y mi madre, que en cierto
sentido consistía en la compleja interacción electroquímica de todos esos
millones de neuronas, ya no existe. En neurociencia, a eso se le llama «el
problema de la integración»: el hecho extraordinario, que nadie es capaz ni de
empezar a explicar, de que de la mera materia bruta pueda surgir la conciencia
y la sensación. Mientras mi madre yacía allí, moribunda, yo tenía la intensa
sensación de que una persona más profunda y «real» seguía allí, tras aquella
máscara mortuoria en que se había convertido su rostro”.
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