Todas las
criaturas perseveran en el ser, decía Spinoza, quieren vivir, pero a los
humanos contemporáneos no nos basta con ese impulso natural, queremos algo más, queremos vivir
bien, ser felices y que se nos reconozca como individuos únicos e
insustituibles. Spinoza hablaba del contento de sí, Hume de orgullo,
Aristóteles de la grandeza de ánimo. Necesitamos saber quiénes somos y más que
eso, ser felices de ser quienes somos. Pero la humanidad posilustrada quiere más, necesitamos construir la
autoestima. Es el asunto principal de cada cual en este tiempo. Vivimos rodeados de otros hombres que como nosotros necesitan reconocimiento,
pero es laborioso, difícil y agotador buscar reconocimiento continuamente, porque venimos de un mundo de preeminencias y
asignación de roles basado en el perfeccionismo, un mundo donde el
reconocimiento se obtiene por el cultivo de cualidades o habilidades extremas
(futbolistas, actores, artistas, genios de la informática). El hombre común anda perdido. También, en los últimos tiempos,
prolifera un tipo de reconocimiento espurio, la fama televisiva o de las redes
sociales (me gusta) que exige muy poco o nada –o un suicidio íntimo si
uno exhibe al mundo sus miserias- para obtener un breve momento de felicidad. Pero
sabemos que eso no es suficiente, no nos colma. John Rawls (Teoría de la justicia) habla
del autorrespeto. Todo el mundo debería lograrlo. Para ello la sociedad debe
construirse sobre la idea de que todos los planes de vida, sean cuales sean,
merecen la pena, todos son válidos, ninguno por extraño que sea debe suponer
discriminación o inferioridad. Y por tanto ninguno debe ser considerado un
modelo de vida más perfecto que otro. Esa sociedad debe sustentarse en la
libertad. ¿Idealismo?
Mientras
llega esa sociedad cuyo valor principal basado en la libertad es la equidad, muchos buscan reconocimiento asociándose en grupos que ofrecen identidad. Feminismo, etnia, nación, cultura, religión, movimiento político. Grupos que dan calor
y seguridad a cambio de perder libertad. Esa es la principal objeción al
comunitarismo, que ofrece una identidad común a cuenta de la pérdida de
libertad individual. La alternativa es arriesgada, aceptar la autonomía, la
libertad con responsabilidad, convertirse en agente moral, buscar una identidad
propia, capaz de distanciarse de las identidades dadas, de construirse contra
el mundo social y aceptar las consecuencias de nuestros actos.
“Ser
un agente moral es precisamente ser capaz de salirse de todas las situaciones
en las que el yo esté comprometido, de todas y cada una de las características
que uno posea y hacer juicios desde un punto de vista puramente universal y
abstracto, desgajado de cualquiera particularidad social. Así, todos y nadie
pueden ser agentes morales, puesto que es en el yo y no en los papeles o
prácticas sociales donde debe localizarse la actividad moral”. (A. MacIntyre).
El
individuo libre no antepone el reconocimiento social a la autoafirmación frente a los demás. Contentarse con un estatus para obtener la
tranquilidad, la comodidad, el no tener que pensar y decidir por sí mismo es
renunciar a la libertad, renunciar a “cargar con el peso de la libertad”
(Isaiah Berlin). Forjar una identidad propia, gobernarse así mismo es el objeto
de la construcción de una personalidad libre (Victoria Camps), para ello hemos
de distanciarnos de las identidades colectivas, despojarnos del resentimiento
hacia el otro. La libertad es el intento de no sucumbir al despotismo de la
costumbre y de la sociedad.
“Quien
deja que el mundo –o el país donde vive- escoja por él su plan de vida no
necesita de otra facultad que la de la imitación simiesca. En cambio, quien
elige su propio plan pone en juego todas sus facultades” (John Stuart Mill).
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