Hay un
asombro mayor que la contemplación inacabable del universo, que el interrogante
sobre su origen y orden, que el vertiginoso descubrimiento de que la tierra no
es el centro del Cosmos, ni lo es el sol, ni la Vía Láctea, que el Universo no
es sólo lo que conocemos, una minúscula parte de su extensión, que quizá no sea
el único y que en el mismo punto convivan múltiples universos, tampoco el mayor
misterio es la explosión de las formas de vida, unas derivando de otras, en
direcciones inesperadas, y que el hombre sea una de ellas por pura casualidad, a
punto de desaparecer en varias ocasiones, que ha perseverado sin embargo y
siendo su historia tan reciente haya producido la maravilla que es el cerebro,
el objeto más complejo que conocemos, con nada comparable en su capacidad de
generar pensamientos y almacenarlos, una máquina biológica que los ingenieros
informáticos querrían reproducir pero que parece imposible que lo hagan en su integridad, porque podría estar
a nuestro alcance crear un sistema de nódulos neurales –columnas
neocorticales- que reprodujese su arquitectura y quizá sus corrientes
eléctricas, pero no dejaría de ser una copia mecánica, material, pero le faltaría
aquello, de momento inasible, que, eso sí, es el asombro mayor que nos ofrece
la naturaleza: la conciencia.
Cada mañana
al despertarnos deberíamos estar aliviados y asombrados por seguir siendo
conscientes. Pero qué es la conciencia. Sabemos que la tenemos, sabemos qué
hace, pero cómo definirla. Sabemos cuando desconectamos en el sueño, en el
coma, en la muerte. La conciencia nos conecta con el mundo, enciende nuestra
mente y en cada instante nos muestra la realidad, cambiante, previsible, o eso
creemos. Nos decimos “esto es el mundo” o lo proyectamos, proyectamos un
espacio y una línea de tiempo que se arrastra del pasado al futuro con nosotros
dentro, construyendo continuamente momentos en los que nos situamos. Pero, cómo
definir la conciencia. La conciencia es como para los astrónomos el momento
anterior al Big Bang, qué había, qué lo produjo, qué la sostiene, cómo se
forja. Una especulación.
¿Qué
sentido tendría el universo sin una conciencia que lo contemplase? ¿Existiría el
universo si una mente consciente no lo pensase? Sin la contemplación podría
existir o no, podría tener otra forma, podría haber comenzado y haberse
extinguido al instante o podría haberse enfriado hasta la muerte. Es lo que
dice el principio antrópico, existimos, tenemos conciencia, porque sin nosotros
el universo, este universo, no existiría. ¿Podría el descomunal universo ser indiferente a este fragmento insignificante de polvo cósmico que es lo que somos? “El
universo parecía saber que veníamos” (Freeman Dyson). Sin embargo, ha tenido
que pasar una larga y tortuosa secuencia de sucesos biológicos y geológicos para llegar hasta aquí. Ahora, “Cada momento de conciencia es un don
precioso y frágil” (Steve Pinker).
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