viernes, 23 de septiembre de 2016

Ante todo no hagas daño, de Henry Marsh

         
          El nacimiento casi siempre está presente en nuestras vidas. Por lo general, es una fuente de alegría que compartimos con un amplio número de personas. No es así con la muerte. Evitamos pensar en ella, la ajena y sobre todo la propia, como si fuese algo que pudiésemos eludir o posponer indefinidamente. Así que a menudo nos pilla por sorpresa. Y cuando llega la alejamos de casa, en lugares informales y contenidos en el tiempo, donde la expresión del dolor está permitida pero estrictamente controlada. Sin embargo hay gente que profesionalmente la tiene a mano cada día. Médicos, enfermeras y los que se dedican al negocio de la muerte, un negocio que es tan necesario como nos resulta difícil de entender. Un neocirujano por su oficio está próximo a la muerte, aunque parecen pocos los casos en que esta se produce mientras se trabaja en el quirófano, más en las horas o días posteriores o puede que meses y años y sabe que sus diagnósticos al respecto suelen ser certeros.

            Henry Marsh, un eminente neocirujano, habla de sus casos en Ante todo no hagas daño. El libro es una autobiografía médica, cada capítulo precedido por un nombre y la definición médica de la enfermedad a la que alude, casi siempre un tumor. La mayoría de esos casos anuncia una muerte inminente o brevemente postergada. Henry Marsh escribe sobre las dificultades técnicas de cada caso, abre el cráneo y nos muestra las partes del cerebro, sus peculiaridades, la débil frontera que separa la vida de la muerte. También habla de los hospitales, de la jerarquía profesional, de los especialistas, los internos y aprendices, de los errores médicos, a veces imposibles de evitar, de las reclamaciones familiares y las compensaciones. Pero no es sólo eso. Lo que le da valor es la pregunta de dónde está el hombre en todo eso, la humanidad que se aferra al vivir y la muerte insoslayable. Lo que peor ha llevado Henry Marsh, según confiesa, es el trato con los familiares después de que una intervención haya ido mal. Muchos médicos no saben hacerlo o lo temen y lo obvian. Hablar con la familia y darles explicaciones forma parte de su oficio. La mayor parte de las veces el mal trago desaparece cuando después de hablarles les dan la espalda para volver al siguiente caso. Es normal que así sea, ellos tienen su propia vida. Pero debe ser duro aprender a separar la propia vida de todas esas muertes que van dejando atrás, aunque sean muertes naturales más allá del error y la negligencia.

            Supongo que para un cirujano es difícil asociar un tumor a una persona concreta, que la mayor parte de las veces no es más que un caso más o menos especial dentro de la categoría de los tumores. En su libro Henry Marsh busca a la persona doliente y su circunstancia. Algunos casos resultan emocionantes, como Tanya, una niña ucraniana de once años a la que intenta extraer el tumor más grande que ha visto jamás. La lleva de Kiev a Londres pero la cosa sale mal y el médico lo siente como un fracaso. Es lo que hace que el libro merezca la pena. Vistos desde lejos somos una especie invasora, agresiva, implacable. Desde cerca somos individuos singulares, temerosos, sensibles, mortales. Como dice uno de los pacientes, “la vida es muy valiosa, cada día cuenta”.

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