Vine solo, y me marcho como un extraño. El instante que he pasado en el poder tan solo deja pesadumbre. No he sido el guardián y protector del imperio. La vida, tan valiosa, ha sido malbaratada en vano. Dios estaba en mi corazón, pero no podía verle. La vida es transitoria. El pasado se ha ido, y ya no hay esperanza para el futuro. Todo el ejército imperial es como yo: confuso, perturbado, alejado de Dios, trémolo como el azogue. Temo mi castigo. Aunque tengo firme esperanza en la gracia de Dios, no dejo de sentir inquietud por mis actos. (El emperador Aurangzeb, a su hijo, en su lecho de muerte).
Me lo he pasado muy bien leyendo La anarquía de William Dalrymple. Más que un libro de historia parece una novela de aventuras. Un seguido de correrías y persecuciones a lo largo del subcontinente indio, mientras el Imperio Mogol se deshace en un montón de taifas cada una de las cuales quiere crear su propio y temporal reino, enfrentadas todas ellas a una compañía mercantil extranjera cuyo propósito es rapiñar cuanto sea posible. Visto desde lejos, en el tiempo y en el espacio, contado con la buena mano del historiador británico, la historia de cómo una única empresa, con sede en un edificio de Londres, logró reemplazar al poderoso imperio mogol entre 1756 y 1803 y adueñarse del vasto subcontinente indio, produce el placer de una buena narración. La tinta negra de la impresión que corre ante los ojos no se ve alterada por la sangre y el quebranto al que se vieron sometidos los indios en un periodo que el libro describe en su título como ‘la anarquía’. De todos modos de poco les serviría nuestra simpatía actual a aquellos indios ya desaparecidos. El ligero escalofrío que nos recorre ante los horrores de la guerra y la humillación no sirve más que para apretar la mantilla en estos días invernales sobre nuestro cuerpo mientras leemos echados en el sofá sucesos que son historia, relatos, narración, es decir, ficción. También los horrores del presente los vemos de similar manera sentimentalizada, aunque no seamos del todo conscientes.
Dalrymple describe con minucioso detalle los preparativos, la captación del dinero necesario para mantener un enorme ejército que se desplaza hacia la batalla, los cambios de bando en el último minuto, las traiciones, la compra de voluntades, los movimientos de las tropas, la indumentaria y las armas, el comportamiento de cipayos, ingleses y franceses, la interminable sucesión de acompañantes por caminos de barro bajo el monzón: segadores de hierba y recolectores de grano, cambistas y palafreneros, acróbatas, curanderas y devotas del placer, una inmensa tropa que seguía a un ejército de comienzos del XIX, una ciudad en movimiento (cien mil personas para un total de 10.000 combatientes, un ejemplo de cuando el general Lake se dirigía a la conquista de la fortaleza de Aligarth y luego a Delhi, la capital mogola), más una enorme ganadería ambulante. Dalrymple, con acceso a una ingente documentación de época, escoge fragmentos de diarios, cartas o memorias para poner en boca de quien lo vivió las sensaciones del inicio de la batalla:
"la onda expansiva generada por el estampido allanó la hierba que los cubría y fue seguida de inmediato de las sensaciones auditivas, innaturales y mucho más inquietantes, que experimentan los oídos ensordecidos. La metralla y las cadenas segaron la hierba con un sonido cortante al que seguía un tintineo metálico o un golpe sordo en función de si los proyectiles impactaban contra equipos o contra la carne de hombres y caballos";
el fragor del combate, el ruido y la furia, los sucesos más tétricos, como aquel proyectil que segó la cabeza de un ordenanza del futuro duque de Wellington, en mitad de la corriente del río, en la batalla de Assaye, cuando se batía con los marathas:
“El cuerpo se mantenía sentado por la maleta, estribos y otros apéndices de la silla de montar... El caballo, aterrorizado, tardó algún tiempo en deshacerse de su truculenta carga… Los proyectiles chirriaban por el aire con un terrorífico sonido 'y derribaban, con cada tiro, hombres, caballos y bueyes' ";
y la carnicería posterior a la victoria en el campo de batalla, el saqueo, la persecución y la masacre de los que huían tras haber sobrevivido, la tortura y violaciones.
En el libro, bien documentado y mejor escrito, el autor nos cuenta en paralelo el ascenso de la Compañía de Indias Orientales y el declive del Imperio Mogol, de un pequeño fuerte en Madrás y un puerto en Bombay a la usurpación de una enorme factoría comercial en Bengala (Bengala era el lugar más rico del Imperio Mogol, producía tejidos de lujo sedas y muselinas, el lugar donde hacer fortuna más rápidamente) hasta convertir prácticamente toda la India en un imperio colonial. No fue el gobierno británico el que conquistó la India a mediados del siglo XVIII, nos cuenta Dalrymple, esa es su tesis central, sino una compañía privada por acciones con el único propósito de enriquecer a sus inversores. “Sus actividades son más próximas al robo que al comercio”, alegó Edmund Burke en uno de los procesos que el Parlamento abrió contra uno de sus gobernadores, Warren Hastings. La Compañía, con soldados de fortuna a sueldo, fue creando un ejército de la nada, derrotando a los rivales que se iban interponiendo en su voluntad de rapiña: los nabab de Bengala y de Avadh, el sultanato de Mysore del sultán Tipu, la gran confederación maratha, hasta poner bajo su protección al débil pero cultísimo emperador Shah Alam, y sus posesiones Indias, en un estado fiscal-militar bajo estricto control y protegido por el ejército más poderoso de Asia. Este es el hilo conductor del relato de los cincuenta años de anarquía, de desorden y corrupción, del enriquecimiento de personajes amorales en un periodo en el que el antiguo poder se deshilacha y el nuevo aun no se ha impuesto.
Dalrymple tiene un don para la narración. Es vívido el asalto de las tropas mogolas de Siraj ud-Daula a Calcuta, en 1756. Durante varias páginas describe con detalle el asalto a la ciudad y al fuerte William, el desmoronamiento de las defensas y el abandono cobarde de sus responsables, cuando la Compañía perdió su estación comercial más lucrativa, aunque un año después se tomaría cruel venganza participando en una conspiración con Mir Jafar, quien sableará a Siraj hasta la muerte, a sus 25 años, cuando huía, ahogando en el río a su inmenso harén, unos 300, mientras Robert Clive, uno de los villanos de esta historia, se quedaba con un enorme botín, del que se enriqueció personalmente. Dalrymple describe con el detalle de un pincel el tremedal de Bengala, con la pluma de un narrador el carácter de los personajes que participan en la transacción, puntúa la prosa con el ritmo de la tabla y el sitar, y con los documentos del historiador ofrece los puntos de vista de uno y otro lado en la batalla de Plassey: Robert Clive, impulsivo y pragmático, al mando de la tropa de la compañía, Mir Jafar, receloso y dubitativo, el jefe árabe de los conspiradores contra el odiado nabab Siraj ud-Daula. Y la familia de banqueros bengalíes los verdaderos curtidores de la conspiración o transacción, los Jagath Seth. Sin ahorrar la crueldad de que hacían gala los gobernantes indios, como el sultán Tipu que, al mismo tiempo que modernizaba Mysore, creando una industria de gusanos de seda, introduciendo la irrigación, construyendo presas y creando el equivalente a una compañía mercantil estatal provista de sus propios barcos y factorías, cortaba brazos y cabezas a los rebeldes, orejas y narices antes de ahorcarlos: "Ataba desnudos a cristianos y a hindúes a las patas de los elefantes, a los que hacía ir de un lado para otro hasta que los cuerpos de las malogradas víctimas quedaban despedazados".
El progreso moral es indiscutible, va avanzando a pequeños saltos, extendiéndose en la conciencia humana, afirmándose en principios que vamos asumiendo como irreversibles. Hay una lectura no sentimental de la historia que permite comparar unos periodos con otros, unos imperios con otros, puntuando a aquellos momentos y personajes que dieron un salto de humanidad. Entre ellos no están los hombres de la Compañía de Indias Orientales.
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