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lunes, 16 de octubre de 2023

Museo arqueológico de Estambul (y Topkapi)

 




Es tan ambicioso como inútil visitar un gran museo en una sola mañana. Eso también es válido para el museo arqueológico de Estambul. Debo dar gracias a que algunas de sus alas más importantes estuviesen cerradas, de ese modo pude dedicar mi tiempo a la escultura clásica de las ciudades que hemos visitado en el viaje: Afrodisias, Èfeso, Pérgamo, Sardes, también a la sala de los sarcófagos. Situado en los jardines del Topkapi, el museo está muy bien ordenado y mejor iluminado.


Me llaman poderosamente la atención las salas dedicadas a Troya. Un enorme, alto y grueso muro reproduce la estratificación de las nueve ciudades de Troya. Alrededor, sucesivas vitrinas muestran los objetos encontrados en cada uno de los niveles, además de algunas piezas del tesoro de Schliemann. Muy didáctico, ideal para una clase con alumnos.



De las tres partes de que se compone me quedo sin ver el Museo del Antiguo Oriente y el Pabellón de los Azulejos o museo de arte islámico. Para otra ocasión quedan la puerta babilónica de Istar (aunque ya hemos visto la de Berlín), el calendario de Gézer y el mihrab Karaman.



La mayor parte de quienes visitan el museo buscan ante todo el sarcófago de Alejandro Magno. Fue encontrado, en 1887, en el hipogeo de una necrópolis subterránea, en Sidón, junto a otros sarcófagos reales que se exhiben en este museo. Se encuentra en perfecto estado. Incluso quedan restos de la policromía original. Los bajorrelieves en las cuatro caras ensalzan la historia y mitología del héroe, triunfante en la batalla de Issos o cazando. No fue hecho para Alejandro sino para uno de sus generales, quizá Abdalónimo de Sidón.



A mí lo que más me interesó fueron las esculturas clásicas de la época griega, romana y bizantina. Un Marsias de Lisipo, el busto en bronce de Alejandro Magno, el sarcófago de las plañideras, los bustos y esculturas de los emperadores y los dioses y diosas del Olimpo griego.



Por encima de todo, como no podía ser de otro modo, me enamoré del busto Safo.




La tarde anterior habíamos visto el Topkapı, el complejo palacial que fue centro administrativo del Imperio otomano entre 1465 y 1853. Situado en un promontorio, con el Cuerno de Oro a la espalda y con vistas al mar de Mármara, es el lugar ideal para admirar la belleza del Bósforo. El lugar perfecto para los turistas que se extasían ante el lujo de los salones y las joyas.


Biblioteca


Alrededor de cuatro patios se distribuyen los palacios, pabellones y edificios de usos diversos: En un palacio estuvo el harén, en otro se guardan diamantes de muchos quilates y el oro; hay una exquisita biblioteca, para mí el lugar más hermoso; la sala del consejo, la armería, los establos, las cocinas, hasta un palacio de reliquias hay, con una bandeja de Abraham, un bastón de Moisés, la espada de David, la túnica de José y un pelo de la barba de Mahoma y los pabellones con vistas al mar sin duda los más bonitos.




Hanefi

 


Caminamos como si el caminar fuera el fin, despacio, con alguna breve parada cuando una frase requería una conclusión más elaborada. Salíamos de la comisaría donde inútilmente Marta había pretendido poner una denuncia. De pie sobre una escalinata ante la puerta, observaba yo la riada de gente que subía hacia la manifestación islamista pro Hamás, mientras Hanefi escuchaba distante y estático, contenido ante la autoridad, lo que el policía le tenía que decir, una perorata sin límite ni concisión, verborreica. Quizá estuvimos así una hora o dos, es difícil calcular el tiempo cuando pasa sin ton ni son. Ya nos había advertido Marta, por lo sucedido el día anterior, el del robo, que el tiempo para esta gente no es una unidad de medida sino una transición indefinida entre dos estados, estar y no estar. Cuando pasaron a un despacho interior para dar consistencia al trámite volvió a aquilatarse el tiempo. La noche había caído y hacía fresco, cansados y arrecidos, mientras Ángel y yo veíamos pasar a los náufragos de las comisarías, a Toyi se le ocurrió preguntar cuánto más tendríamos que esperar. Otra hora más, le respondieron; quizá no fue tanto. El papel que Marta logró no decía otra cosa que aquellos documentos que le habían robado ya no los tenía. No se podía mencionar la palabra robo. Había un montón de procedimientos antes de poder interponer denuncia: cámaras, días, policías especializados. Conclusión, no se te ocurra dejar que te roben en un país extracomunitario.


Hanefi había nacido bosnio musulmán en Serbia, antes de venir a Estambul a los cuatro años con su familia. Nació con dos lenguas, el serbocroata del país de origen y el turco materno. Aún así, por su acento, me dijo, los turcos calaban que no era nativo. Creció en un barrio bosnio en la parte europea de Estambul, con sus costumbres y modismos, sus productos y cocina, un modo particular de hacer el yogur, tan rico que otros estambulíes acudían para comprarlo. Su familia seguía siendo musulmana, él no. Pronto se obsesionó con el inglés, quería dominarlo como un nativo. Había una librería cerca de Hagia Sophia que vendía los pocos libros en inglés que llegaban. Acudía por si había novedades y los leía con aplicación. Mucho más tarde, aplicó el mismo método al español. Mientras me lo contaba, recordaba a Borges que procedió de modo parecido para aprender idiomas: libros y aplicación personal, sin profesor.


No se dedicó al inglés, Hanefi, como guía profesional. Los ingleses ricos tenían sus rincones en la Costa Licia. No vienen turistas ingleses a Estambul, dijo, salvo cuando hay partido de fútbol. Días antes, el Galatasaray le había ganado al Manchester United por 2 a 3, me dijo con una sonrisa. Es seguidor del Galatasaray. Me explicó los pormenores de la liga turca, los tres grandes equipos, las estrellas que llevan en la camiseta, una por cada cinco campeonatos ganados. De cualquier tema que hablase lo hacía con detalles precisos. Saltaba de uno a otro sin transición. Estuvo muchos años casado, antes de separarse hacía poco. Tenían un piso en la parte asiática, lejos. Era una odisea coger el coche, aparcarlo y después tomar tranvías para acudir al trabajo en la parte europea. Después de eso había vuelto a casa, dijo, en el barrio bosnio. Tenía madre y un hermano de los que ocuparse. Si no estaba en casa cenaban cualquier cosa. Estaba contento de volver a la casa familiar.


Mientras caminábamos por la larga y bulliciosa avenida Yeniçeri hacia el nuevo hotel Hilton donde habíamos de recoger las gafas que yo había olvidado en el autobús, hacía llamadas al chófer del bus para ver cuánto podría tardar en llegar. También llamó a su madre para decirle que no le esperaran. Tenía que coger dos tranvías para llegar a casa, 30 minutos. Yo le insistía en que se fuera, que ya me las apañaba. No hubo manera. Estaba contento con los turistas latinoamericanos. Una mexicana lo había conocido en una ruta y era ella quien se empeñaba en que fuese él quien guiase a los grupos. Mexicanos ricos que venían por motivos religiosos y culturales. Muy generosos. Le daban cien dólares de propina cada uno. Vaya diferencia con lo que te hemos dado nosotros, le digo. Cada uno da lo que puede, me dice, sin asomo de ironía. Hacían el recorrido de las siete iglesias del Apocalipsis y acababan en Estambul. A veces eran de Costa Rica, también de Puerto Rico, como los que estaban llegando. Entonces me hizo una relación de palabras del español americano que no usábamos en España. Le hacían gracia, manejar.


Así fue como se compró el iPhone Pro Max de un tera. Gracias a la generosidad de los mexicanos. 2.900 dólares a tocateja; no hay posibilidad de comprarlo a plazos. Turquía es el país donde el iPhone se vende más caro. Ya tuvo el iPhone 13 pero no lo acabó de entender y lo devolvió. Ahora quiere bajarse de internet el manual para dominarlo. ¿Lo tienes asegurado?, le pregunto. No, si se rompe, se rompe y si lo pierdo, lo pierdo. Cada año se compra un laptop, me dice. Lo primero que hace es abrir la tapa y estudiarlo. Qué hay ahí dentro, qué se puede cambiar. Hace dos años abrió uno recién comprado y con las manos húmedas tocó no sé qué circuitos, se fundieron, no tuvo la precaución de ponerse guantes. Para tirar a la basura, sin estrenar. Mientras me habla, con el nuevo iPhone en la mano, abre y cierra aplicaciones. No le gusta los mapas de Apple, prefiere Google Maps. Me enseña la aplicación de Netflix y luego la de música clásica con la que parece estar contento. Me habla de los compositores que le gustan, conciertos para violín, Rachmaninov, Gorecki, Smetana, La novia judía, apunto; no, La novia vendida, me corrige. Bach no le gusta. Cuando le hablo de mis gustos, es él quien precisa títulos. En la pantalla calcula lo que puede tardar el bus. Hace rato que estamos en la esquina del Hilton nuevo; hay varios en la ciudad. La calle está transitada, es sábado, bulle, casi hay que abrirse paso con los codos. Muchos jóvenes de piel oscura en esta zona. Ya ha llegado, me dice, señalando al bus. Bajan los pasajeros de diferentes tipologías raciales. El conductor se le acerca y le da un abrazo. El rostro de Hanefi se ilumina. Es mi amigo, me dice, cenaré con él en este barrio. Es el conductor que nos ha llevado estos días, tan sonriente y amable como siempre, me da recuerdos para todos.


Hanefi es autista. Es consciente de lo que eso significa. Tiene una hermana y sobrinos y no los ve si ellos no van a verlo. ¿No os juntáis en las grandes fiestas?, le pregunto. No, si ellos no vienen. ¿No celebras tu cumpleaños? Mi hermana viene, me dice. Comprendo por qué no acepta invitaciones para viajar a otro país; está bien aquí, no necesita más. Estambul es su mundo. A Hanefi no hay que invitarle sino visitarle. Haré lo que pude, es su guiño favorito, con un humor tan característico. En la despedida alarga la mano, le doy un abrazo. Hanefi ha sido nuestro guía, el más entrañable, capaz de darnos datos eruditos, de explicar la técnica de una pechina, de un muro de Troya, solícito ante un problema particular.


domingo, 15 de octubre de 2023

Hagia Sophia

 



Haciendo tiempo para entrar en Santa Sofía, desde la gran obra de ingeniería que es la cisterna, caminamos por encima del hipódromo, que construyó Septimio Severo y acabó Constantino en el siglo IV. Solo quedan tres de los monumentos que se fueron añadiendo en la espina: la base de la columna de las serpientes que se trajo del templo de Apolo en Delfos y los obeliscos de Teodosio y Constantino. El hipódromo debió ser impresionante (450 por 130 m) cuando en los mejores días 100.000 gargantas a lo largo de la pista coreaban el nombre de los aurigas rivales, azules o verdes, en la carrera de cuádrigas; con tanta pasión se entregaban que hasta ocasionó una sangrienta guerra civil, la Niká en 532.

Sultanahmet Camii

Teodora era hija de un domador de osos que trabajaba en el hipódromo. Los ingresos no debieron ser suficientes pues Teodora ejerció en un prostíbulo, si hemos de creer al libelo que contra ella publicó Procopio de Cesarea tras su muerte. Teodora, mujer de carácter, se convirtió al monofisismo, que sostenía la naturaleza únicamente divina de Jesús, frente al cristianismo oficial que lo considera hombre y Dios al mismo tiempo, y se dio a viajar por Oriente Medio y África junto a un comerciante llamado Hecebolio, al que abandonó cuando él la maltrató. Volvió a Constantinopla y se dedicó al teatro, cuando actriz y puta iban de la mano; ahí parece que la conoció Justiniano, el sobrino del emperador. Justiniano hizo cambiar la ley para poder casarse con Teodora; tanto la amaba que cuando su tío murió hizo que les coronasen como emperadores conjuntos, tal como aparecen en el mosaico de San Vital de Rávena. 


Hipódromo


Cuando estalló en el hipódromo la revuelta de Niká, en 532, una guerra civil entre verdes y azules, es decir, entre comerciantes y terratenientes, entre monofisitas y cristianos ortodoxos, se mostró quien era el ‘hombre fuerte’ de la pareja. La multitud incendió la ciudad; Justiniano aterrorizado quiso huir pero Teodora no le dejó. La rebelión fue sofocada por el general Belisario: rodeó a los rebeldes en el hipódromo y los masacró. Murieron unas 30.000 personas. Se dice que las principales medidas del largo periodo de la pareja las tomó Teodora: apoyó leyes que otorgaban derechos y protección a las mujeres y a los monofisitas. Cuando murió, joven (48 años), Justiniano la lloró y, siguiendo sus deseos, compiló la gran obra del derecho romano, Corpus Juris Civilis, base del derecho civil todavía hoy. La Iglesia Ortodoxa no creyó a Procopio porque la declaró santa.



Una gruesa y larga cola moviéndose lentamente espera para entrar en la Santa Sabiduría, con paradas frecuentes de treinta minutos para que los que están dentro vayan saliendo. Frente a frente están los dos edificios más imponentes de la ciudad, la Haghia Sofía y la Mezquita Azul. En los dos hay colas, aunque menos en esta. En medio hay un estanque circular. Se pueden obtener bonitas fotos pero no veo entre la multitud a muchos que observen los edificios en su conjunto, ni se pregunten si las cuatro esbeltas lanzas que guardan las cuatro esquinas de la basílica-mezquita-museo son torres o minaretes. 




Cuando ya estamos dentro, entonces sí, la gente saca sus cámaras para hacerse selfies. Aunque es casi imposible mostrarse en el edificio aislado de la multitud. Me recuerda a la gente en el Louvre corriendo hasta llegar a la Gioconda, asediada por círculos compactos de gente que quiere fotografiarse con el cuadro de Leonardo detrás. En estas condiciones es imposible tener una experiencia estética ante la obra de arte. No solo lo imposibilita la masificación de las ciudades y los museos, también la falta de educación de los sentidos y el cultivo de la sensibilidad. En el caso de Hagia Sophia, también de la Mezquita del Sultán Ahmet, la masificación destruye el objetivo para el que fueron construidas, la experiencia del silencio. No hace falta ser creyente para quedar sobrecogido ante un espacio de difícil comprensión para uno que no domina la matemática de la arquitectura. Quienes lo idearon querían conducir al visitante desde la perplejidad al misterio de Dios. 




Hay escritores que hablan de cómo una experiencia mística -hierofanía- los sobrecogió hasta llevarlos a la conversión: René Guenon, Roger Garaudy, Mircea Eliade; Paul Claudel, Cat Stevens o Karen Armstrong transitaron entre el catolicismo y el Islam. En su caso la experiencia estética se fundía con la mística. Es obvio que el turista no tiene más ojos que los de su cámara, ni los puede tener. Más que asistir a un espacio de oración acude a un centro comercial.




Sancta Sophía ('Iglesia de la Santa Sabiduría de Dios') de Constantinopla esta ahí desde hace más de 1500 años; fue inaugurada en el 537. Arrasada en el incendio por los rebeldes de la Niká, a Justiniano y Teodora se les brindó la ocasión de hacer la obra más grande de la cristiandad. No hace falta conocer los detalles -la gran cúpula de 31 metros de diámetro por 55 de altura, sostenida por cuatro pechinas y dos semicúpulas laterales para encajarla en su planta casi cuadrada- para admirar su increíble ligereza e ingravidez, a la que ayudan las ventanas que la rodean y la iluminación natural, pues parece flotar sobre el gran espacio en el que si estuviese solo sentiría mi pequeñez.




Tan grave como la masificación es el intento de los gobernantes de apropiarse de un espacio que no les pertenece. El arte sobrepasa las intenciones de sus productores. Santa Sabiduría es más grande que Justiniano y Teodora; acaso el rapto imaginativo de Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto, los arquitectos, pudo explicar adónde quisieron llegar. El sultán Mehmed II la convirtió en mezquita. Mustafá Kemal Ataturk ordenó que fuese museo y el actual dirigente de Turquía, a quien no quiero nombrar, aprovechando la pandemia, la reconvertió en mezquita. Los extraordinarios mosaicos originales son invisibles, o inaccesibles en el primer piso o tapados por bandas de tela, como es el caso de la Virgen con el Niño del ábside. A día de hoy, es imposible una experiencia estética ni por supuesto mística.



Yihad en Estambul

 


Todos los días amanece pero cada día lo hace a su manera. Hoy la luz se expande lenta y suavemente, la mañana desperezándose, desdibujando las sombras que bajo los barcos se diluyen en escamas gris perla. El mar de acero recoge la luz que cae de las nubes alargadas y esponjosas y la funde sobre la inmóvil superficie. Las gaviotas revolotean por los tejados como perdidas, como si durante la noche un compañero las hubiese abandonado. Se acercan al alféizar de la ventana que da al mar esperando que les lance algo de lo que estoy desayunando o que me vaya para recoger las sobras. Mis ojos recorren inquietos la larga extensión desde el este donde aún no aparece el disco cegador hasta donde el estrecho se pierde en el lugar donde habría de amanecer Europa.




Pero Europa amaneció tan temprano que ya aparecen las sombras de su atardecer. Hubo un tiempo en el que en este punto exacto donde Europa encuentra a Asia hombres de distinto signo creyeron que la humanidad había alcanzado la gloria, creando espacios donde encerrar a Dios. La divinidad debidamente contenida, atrapada en nuestros rezos, dejaría de someter al hombre a pruebas: nunca más aceptar sacrificar al hijo -Isaac- o a la hija -Ifigenia- para dedircarse a vivir una vida confortable y plácida.




Así la gloria de la Hagia Sofía; así la deslumbrante bóveda de la mezquita azul. Tan confiados estaban los hombres que atribuyeron la creación del edificio más perfecto al propio Dios, como los antiguos le atribuyeron la creación del mundo. Justiniano, inquieto con Antemio de Tralles, el matemático e Isidoro de Mileto, el arquitecto, porque tardaban en entregarle los planos de la basílica que quería alzar con la excusa de los estudios geológicos previos, tuvo un sueño, un ángel llegó con unos rollos donde estaba dibujado el edificio. Por la mañana entregó los rollos a los arquitectos señalando que era el designio divino. Antemio e Isidoro al llegar al taller comprobaron que los planos del ángel y los suyos coincidían. Todos atribuyeron la perfección de la Hagia Sofía al propio Dios. Aun así no lo contentaron, nuestros rezos no han servido. Dios no ha soportado el confinamiento. Una vez desató la furia de las aguas para ahogar por primera vez a la humanidad; otra la confundió en las muchas lenguas; y por fin, bajo diversas máscaras, desató la guerra exigiendo sumisión. 




Veníamos de visitar ayer el hipódromo, enterrado ocho metros bajo la calzada, junto a la gran cisterna, obras del ingenio humano, de admirar la sutil sumisión en la Hagia Sofía y en la Sultanahmed Camii o Mezquita del Sultán Ahmed con las que el hombre creyó haber conquistado la libertad, cuando vimos la avenida que lleva a los hoteles, la Yeniçeri, o de los Jenízaros, franca, sin tranvías, llena de policías armados para el combate. Nos sorprendió el vacío, el ruidoso silencio de la expectativa. A lo lejos aparecieron los primeros gritos: Al·lahu-àkbar. Pronto se llenó la enorme avenida: hombres con barba y gorro, niños, mujeres vestidas de negro, banderas palestinas. El silencio rompió hasta convertirse en griterío, contra Israel y a favor de Dios. Imponía. La avenida se llenó, apenas se podía caminar a la contra, por las calles adyacentes afluían familias con la misma firmeza y mirada fija. Un barbado iniciaba el grito y las gargantas estallaban. El día anterior Hamás había llamado a la yihad en todo el mundo. Dios está furioso y ha empezado a degollar niños, repitiendo la matanza de los inocentes: sumisión o muerte.


sábado, 14 de octubre de 2023

Constantinopla y Estambul desde el Bósforo (y la cisterna)

 


"La araña ha tejido su tela en el palacio imperial

y el búho ha cantado su canción de vigilia

en las torres de Afrosiab".

(Versos de Saadi que Mehmet II recitaba, el 29 de mayo de 1453, con 21 años, mientras recorría las estancias vacías del Palacio imperial conquistado).

 


Las últimas luces de los pequeños barcos atracados en este lado del Bósforo se van apagando mientras hacia el sureste una faja del horizonte se tiñe de púrpura. No miro hacia el este porque el disco que se eleva sobre los edificios me ciega. La brisa penetra por la ventana desde donde contemplo el amanecer, en el punto donde el Mármara se empequeñece para entrar en Europa como Bósforo. Sobre el fondo gris plateado del mar, que va cambiando de tono hasta hacerse azul oscuro en el horizonte y desde ahí hacia arriba se sobrepone en bandas de color hasta alcanzar el blanco roto de las nubes, se recorta una gaviota en la ventana abierta desde donde miro, mientras espero que vayan llegando mis compañeros de viaje y desayuno. Necesitaría varias vidas para analizar y descifrar los sedimentos que la historia ha ido acumulando en esta parte del mundo. Algunos son materiales, otros productos de la imaginación, tantos y tan poderosos que no podría mirar lo que estoy viendo de otro modo.


Turquía no fue Turquía antes de ser Turquía. Sucede con cualquier hombre que es lo que no fue en el pasado; ahora es otro. Ni siquiera las ciudades. Aquí en esta ciudad, existen visibles las huella de que Estambul fue Constantinopla, incluso, aunque en menor medida, fue Bizancio. Durante días hemos recorrido muchos lugares que guardan medio congelada la historia de lo que fue intensamente, formas de vida que conformaron lo que se entiende por Occidente: una historia que encadenó a Grecia con Alejandro y al helenismo con Roma.




A medida que entrábamos al Mármara por los Dardanelos esa historia iba quedando atrás y emergiendo la menos derruida de los Otomanos. Otra forma de vida más oriental, aunque no tanto como para definir lo que entendemos por Oriente. Un idioma y una religión distintos, aunque no solo. Conquistada la ciudad que fundó Costantino, los otomanos construyeron al lado su ciudad nueva, Estambul ("εἰς τὴν Πόλιν", que significa "a la ciudad", y que los turcos derivaron en "İstanbul), sin destruir la vieja. De algún modo creyeron que era su continuación. El sultán Mehmet II se proclamó Kayser-i-Rûm, "emperador de los romanos", al conquistar Constantinopla.




El crucero por el Bósforo, atisbando los estrechos que separan al Egeo del Mar Negro, a Europa de Asia, permite ver en las orillas el lujo de los palacios y mezquitas de la dinastía que creó la segunda ciudad. El Palacio de Topkapi, centro del poder otomano durante 400 años, del XV al XIX, lugar donde se hizo proverbial el refinamiento turco. El inusitado Palacio de Dolmabahçe, del XIX, de 600 metros de largo, su fachada, decorado con 14 toneladas de oro, 285 habitaciones, 46 salones, 6 baños turcos y 68 aseos. El blanco Palacio de Beylerbeyi, desde el que iniciamos el crucero, de verdes jardines, al que vemos desde el azul del Bósforo.




La refulgente y bellísima Mezquita de Ortaköy, a la que rinde tributo el oleaje del Bósforo; la sagrada Mezquita de Eyüp Sultan, que guarda el estandarte del profeta Mahoma; la Mezquita de Rüstem Paşa, obra de Sinan, cuyo interior es una maravilla de azulejos de Iznik, con motivos florales y geométricos, que adivinamos más que vemos por entre las calles del bazar de las especias.




A la ida pasando bajo los tres impresionantes puentes que unen las dos orillas, con 58 metros de altura el más reciente, recorremos los barrios tranquilos de la parte asiática, Üsküdar, Kadıköy, Beykoz, con parques y arquitectura tradicional; a la vuelta los europeos, Beşiktaş, Ortaköy y Karaköy, donde se ve el lujo de los hoteles y restaurantes, la vida exhibida de quienes simulan el lujo otomano, los palacetes de los nuevos ricos de la República Turca.




La mitad de la historia que conocemos es leyenda, acaso toda. Quizá Constantino se convirtiera al cristianismo; quizá Mehmet II, Fatih, "el conquistador", séptimo sultán otomano, hijo de Murat II y de una esclava italiana, escribiese una carta al Papa para felicitarse por la conquista de la ciudad, vengando así el cisma de la Iglesia Ortodoxa separada de Roma, pero Mehmet II era hijo de una griega, quizá de una judía, y lo primero que hizo fue declarar Hagia Sophia como mezquita; quizá Napoleón, desde lo alto de la torre Gálata, contemplando las dimensiones de la ciudad, se preguntara, De haber un solo Estado, qué otra debería ser la capital del mundo sino Constantinopla. Pero Napoleón nunca visitó Estambul. Constantinopla fue su nombre; solo tras la fundación de la República, en 1923, Ataturk la renombró a Estambul. Podría haber una tercera ciudad, pero Ataturk, que quiso poner el contador de la historia turca a cero, se la llevó a Ankara, la nueva capital.



Para ver la joya de la corona hay bajarse del barco y caminar por el mercado de las especias y después de comer ver la gran obra de ingeniería que dejaron a la posteridad el tándem Teodosia-Justiniano, la cisterna. Era la más grande de entre 60 repartidas por la ciudad. Su objetivo, almacenar agua potable para el palacio imperial y edificios cercanos; mide 140 por 70 metros, con capacidad para 100.000 metros cúbicos de agua, está sostenida por 336 columnas de mármol, readaptadas de otros usos, por lo que conservan capiteles o figuras como las medusas y motivos bizantinos. La tenue luz y el reflejo de las columnas en el agua crean una atmósfera mágica que la hacen uno de los grandes atractivos de Estambul. La joya de la corona mejor mañana.



Estambul bulle, hoy, de comercio y turismo, con tan mala suerte que coincide con el puente del 12 de octubre en España. Españoles e italianos llenan los lugares públicos.



viernes, 13 de octubre de 2023

Los otomanos en Bursa



 Aquí, en Bursa, nació la dinastía de los otomanos. Se dice que Aníbal en su retirada de la inconquistada Roma llegó al Bósforo con sus elefantes y encontró refugio en tierra de bitinios. Convenció al rey Prusias, que le había dado asilo, a que fundase una nueva ciudad en un lugar que le gustó, una rica llanura regada por abundantes arroyos de montaña; así nació Prusa, derivado en Bursa o 'Bursa verde', por sus parques y jardines. Fue griega, romana y luego bizantina. Hacia el siglo VI los gusanos de seda importados de China se aclimataron y Bursa se convirtió en un centro productor de seda. Entre el siglo XV y el XVII era famosa en Europa y Asia por sus textiles de seda, que todavía se producen.




Los turcos un pueblo de nómadas venía del Asia central. Sus tribus se distribuyeron por un montón de países; actualmente cuentan con siete estados y medio. El medio es la parte de Chipre que el ejército turco ocupa, no reconocido internacionalmente. Se dice que cuando llegaron a la meseta de Anatolia desde lo alto del monte Uludağ (en la época clásica el Olimpo de Misia), actual estación de esquí, Osman u Utman vio brillar la cúpula plateada de la iglesia griega. Quiero hacerla mía, se dijo.   




Así que esta tribu que era un pequeño reino entre otros dieciséis reinos turcos quiso conquistarla. No fue el padre sino el hijo quien lo hizo. En el edificio que luego sería una mezquita quedó enterrado Osman y también su hijo que fue quien conquistó este lugar en 1326. Bursa fue el centro administrativo y comercial del imperio antes de que Timur(Tamerlán) la saquease e incendiase en 1402 y, en consecuencia, trasladasen su capital primero a Edirne (1413) y cuando Mehmed II la conquistó a Constantinopla en 1453.


La mezquita Muradiye rodeada por las tumbas de los sultanes y sus familias; las tumbas de Osman I, fundador de la dinastía otomana , y de su hijo Orhan, en una terraza desde la que se domina la ciudad.




El sultán otomano Bayezid I construyó la Ulu Cami (Gran Mezquita) entre 1396 y 1400, vasto edificio con 20 cúpulas, de variada y fina ornamentación caligráfica.




Mehmet hizo construir la mezquita verde, una mezquita dedicada a la oración para la familia del sultán. Ahí están los sarcófagos del primero de los Mehmet y su familia. El segundo inició la costumbre de matar a los hermanos cuando asumió el poder. El mirhab es una obra maestra de azulejos en estilo iraní.


jueves, 12 de octubre de 2023

Yakamoz en Asos

 

Safo
Safo, museo arqueológico de Estambul


Me estremece la cercanía de Safo

Apenas separados por una manga de mar y unos pocos siglos

Enciende en mí la pasión inútil que me desgasta

Me deslumbra el reflejo del sol en el mar

Yakamoz se dice en turco

Veo el tejido que Hesiodo y Homero construyeron 

Generaciones enteras absorbidas por el mito

Que alivia el dolor humano

Los héroes de la Ilíada ya no están

Los derrotados y los que arrostraron aventuras mortales en su vuelta a casa

Todos están muertos

El viento se los llevó inmisericorde

Contemplo ahora él paisaje desolado

El mismo que oscurece mi alma

No me alegra el recuerdo soñado de Paris con sus cabras por el monte Ida

No me emociona la impulsiva Helena

El olivo de Atenea en la Acrópolis de Asos

Ni me seduce Afrodita a la que Paris se vio obligado a elegir como la bella

Solo Artemisa me consuela

A la espera de que me transforme en ciervo



miércoles, 11 de octubre de 2023

Troya, alfa y omega

 


Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves -cumplíase la voluntad de Zeus- desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.


Al cruzar el Helesponto (334 a. C.), Alejandro, en plena travesía hizo una ofrenda al dios del mar, Poseidón, antes de arrojar con furia su lanza a la costa asiática como símbolo de conquista, luego, tras desembarcar el primero, ataviado con la armadura de combate, subió al templo de Atenea en Troya para hacer una ofrenda a la diosa. Influido sin duda por los héroes homéricos -honró las tumbas de Aquiles y Patroclo- le pidió a la diosa guerrera que le guiase en sus conquistas. De este modo vinculó de forma irreversible el mito de Troya a su campaña contra Persia que, tras una década, cambiaría el mundo.




El viaje al lugar de Troya es una visita a la imaginación del pasado. La desordenada excavación de Schliemann impide que tracemos sobre el lugar la larga historia de este sitio, las 8 ciudades, los 5000 años historia. De Éfeso a Esmirna, de Pérgamo Troya, hemos ido trazando el arco que va de Mileto a las islas griegas de Quios, cuna de los rapsodas homéricos y de los primeros filósofos, Tales, Anaximandro y Anaxímenes, pues aquí entre el jonio de Homero y el eolio de Hesíodo nació el griego en que están escritos la Ilíada y la Odisea en el siglo VIII ac., que es como decir donde nació la historia cultural de Europa, pues como Séneca le escribió a Lucilio: 'Yo no he nacido para un solo ángulo, mi patria es todo este mundo'.




Para comenzar el día hemos subido a la Acrópolis de Asos. La ciudad vivió su época dorada gobernada por un filósofo, Hermias, que alentó a que los filósofos se instalaran aquí. En torno a 348-345 ac, vino Aristóteles y se casó con Pitias, la hija de Hermias. Esta historia acabó mal cuando Hermias, invitado a un sympósion (banquete) por el gobernador del persa Artajerjes III, fue conducido a una trampa: fue ahorcado. Aristóteles dejó Asos para ir a Pella donde se convertiría en tutor de Alejandro. Alejandro se tomaría cumplida venganza arrebatando su gran imperio a los persas.




Se ven en relativo buen estado partes de la muralla, el teatro romano, el ágora, el bouleuterion, la estoa y la necrópolis, famosa, según Plinio el Viejo, por sus sarcófagos que recibían el nombre de 'comedores de carne': "la piedra de los sarcófagos se tiende y levanta como una hoja. Hay constancia de que los cadáveres puestos en esta piedra se consumen en cuarenta días, excepto los dientes".


Templo de Atenea, con el olivo, frente a Lesbos


La vista desde el templo de Atenea se extiende hasta la cercana Lesbos en el sur, Pérgamo en el sureste y hasta el monte Ida, donde pastoreaba Paris, en el este. Al noroeste, dos enormes columnas helénicas marcan la entrada a la ciudad. Toyi frente al bouleterion de Troya nos ha leído el comienzo de la Ilíada. Naty ha probado la acústica del teatro de Asos. Llego al estrecho de los Dardanelos, en Çanakkale, justo cuando el sol se apaga en Europa para imaginar el comienzo de Alejandro. Alfa y Omega.

martes, 10 de octubre de 2023

Pérgamo

 


En el 323 ac, tras la muerte de Alejandro, el imperio quedó totalmente fragmentado. Sus generales se repartieron la herencia, una parte del territorio conquistado para cada uno, que, a si vez, dejaron a sus sucesores, y un importante botín. Se dice que a Seleuco le correspondió la mayor parte del tesoro, cincuenta mil talentos; a Lisímaco de Tracia le tocaron diez mil, que era una suma considerable. Un talento era una unidad de peso de oro de entre 20 y 40 ㎏ según la región. Esa suma junto con otras joyas las guardo en la Acrópolis de Pérgamo al cuidado del gobernador Filetero. Los generales no se conformaron con el reparto y lucharon entre sí para aquilatar tesoro y territorio. Es lo que hicieron Lisímaco y Seleuco I. Lisímaco perdió la vida en la pelea y poco después Seleuco fue asesinado, en el 280 ac. Filetero se vio con fuerza para declarar la independencia de Pérgamo. Pérgamo y sus localidades de influencia dejaron de formar parte del reino seléucida. 



Con el tesoro de Lisímaco Filetero embelleció la Acrópolis. Sus sucesores, los atálidas, la hicieron rica y poderosa hasta convertirla en rival de Efeso y Esmirna en arte y ciencia. En Pérgamo nació el arte de la jardinería; aquí ejerció el médico más famoso de la antigüedad, Galeno; aquí residió, durante trescientos años, la segunda biblioteca del mundo, tras Alejandría, y en muchos aspectos la primera. Llegó a tener 200 000 ejemplares. 



Se cuenta que ante la fama de Pérgamo el director de la biblioteca de Alejandría quiso venir a dirigirla. Lo arrestaron. También prohibieron que llegase el papiro del Nilo. De ese modo Pérgamo se vio obligado a cambiar de técnica y escribir sobre cuero; de ahí deriva el nombre de pergamino. El libro fue industria de exportación y la biblioteca escuela para estudios gramaticales. Sus reyes fueron coleccionistas y bibliófilos. 



Bajo el dominio de Roma, Pérgamo se convirtió en la capital de Asia Menor. Llegó a tener 150.000 mil habitantes. Adriano, en el 123, la favoreció por encima de Éfeso y Esmirna, con un ambicioso programa: templos, un estadio, un teatro, un enorme foro y un anfiteatro. En los límites de la ciudad el santuario de Asclepio, bajo la supervisión de Galeno, pasó a ser un fastuoso balneario, uno de los centros terapéuticos y curativos más famosos del mundo romano.



Pérgamo fue una obra de ingeniería que impresiona por la integración de la ciudad en el paisaje mediante terrazas escalonadas. Hay tres niveles. Desde el llano de la ciudad baja, hoy enterrada bajo la actual ciudad de Bergama, hay un importante desnivel hasta la cima del Acrópolis, 340 m. Abajo, el más antiguo de los santuarios, el del dios egipcio Serapis, el dios del inframundo que para los griegos era Hades y para los romanos Plutón, más tarde convertido en la basílica bizantina o Basílica Roja, cuyos restos vemos.



La ciudad media ha conservado las murallas de Átalo I junto a los gimnasios y el santuario de Deméter, mandado edificar por Filatero. No deja de ser curiosa la cercanía entre ambos santuarios, dedicados a Hades y Deméter: el mito de Perséfone raptada por Hades, el duelo de la madre, Deméter, relacionado con la agricultura, es uno de los mitos más ricos, fuente de la religión popular en el mundo clásico.



En la ciudad alta estaba la acrópolis, ciudadela religiosa, residencial y militar. Durante los siglos III y II ac se alzaron en Pérgamo los monumentos helenísticos, el palacio real, un cuartel y un arsenal; el teatro con un desnivel del 45%; el santuario de Atenea Nikéforos (la que conduce a la victoria) y la biblioteca -la ciudad estaba consagrada a Atenea, como lo estaban las ciudades griegas importantes; y al sur, el gran altar de Zeus, que se encuentra hoy en el museo de Berlín, justo debajo del ágora de Trajano. Pérgamo quería ser la nueva Atenas de Pericles.


Foto de Angel Cardiel


Mar adentro, a la salida del golfo de Adramyttian, uno se topa con la isla de Lesbos, la isla de Safo. En el recinto fúnebre de Pérgamo se exhibía una estatua en homenaje a la poetisa. Yo no la he visto. En la base de la estatua parece que hubo está inscripción a modo de epitafio: 


Οὔνομά μευ Ϲαπφώ· τόϲϲον δ' ὑπερέϲχον ἀοιδὰν

 θηλειᾶν, ἀνδρῶν ὅϲϲον ὁ Μαιονίδαϲ.


¡Mi nombre es Safo! Levanto yo el cetro de la canción 

femenina, como entre los hombres lo levanta el Meónida.




lunes, 9 de octubre de 2023

Esmirna/ Izmir

  


La tarde acaba en un escalón del puerto de Esmirna contemplando como el sol se hunde bajo el agua. Hay muchos turcos ociosos que hacen lo mismo; algunos con la cámara en mano, el caso de una chica vestida de negro de la coronilla a los pies; tres muchachos comentan cosas riendo desatentos al horizonte; un viejo pescador lanza su caña una y otra vez sin encontrar confianza en el lanzamiento. Un crucero abandona la bahía para adentrarse en el Egeo; unos cuantos ferrys llevan a los trabajadores de vuelta a casa en los barrios exteriores de la ciudad. Esmirna, la ciudad de Homero. Este mar no es del color del vino, como el autor de La Ilíada sugirió, más bien oscuro con rastros de la grasa que van dejando los barcos. Tampoco se puede decir que ahora sea una ciudad griega pues en 1923 gran parte de sus habitantes tuvieron que abandonarla.




Hay una clara disociación entre el mundo clásico que visitamos, grecorromano y de periodos anteriores, y las ciudades turcas en las que comemos y dormimos. De momento no me puedo hacer una idea sobre el alma turca, que es lo que uno desea cuando viaja a otro país. ¿Son turcos los turcos, es decir musulmanes obedientes y cumplidores, amantes de su patria y de sus mitos, o son hombres y mujeres escépticos como ocurre en general en Europa?




Esmirna, Izmir para los turcos, la tercera ciudad de Turquía, es otra cosa de lo que fue en el periodo clásico. Hoy es una enorme ciudad de más de cuatro millones de habitantes. Parece más laica que musulmana; la vida fluye por sus arterias; los restaurantes y el mercado están llenos; es caótica, aún por urbanizar ordenadamente. Lo que más se echa de menos es el cuidado de su patrimonio, en buena parte por desenterrar. Desde la altura de la fortaleza Kadifekale, o Castillo de Terciopelo, de la época de Alejandro y sucesores, se divisa su gran extensión, las colinas que la circundan: pequeñas casas destartaladas y los nuevos bloques construidos por el Gobierno; el puerto y el mercado y unos cuantos rascacielos en la parte llana de la ciudad. 


Esmirna, 'Un cabo pedregoso en el Mediterráneo, que no posee más que la lucha de su pueblo, el mar, la luz del sol, y la tradición de su amor por el humanismo' (Yorgos Seferis, poeta griego de Esmirna, al recibir el premio Nobel en 1963)




Él agora debió ser impresionante cuando Marco Aurelio terminó los trabajos iniciados en época helenística bajo el monte Pagos. En su actual fase de excavación se aprecia el nivel más bajo de los tres que tenía, una serie de arcadas que sostenían el entramado superior, el sistema de alcantarillado y distribución del agua.




Desde el punto de vista de la visita hoy ha sido menos exigente que otros días. Hemos aprovechado para comer rico pescado en el interior del mercado Kemeralti, pasear por el Kordon (paseo marítimo), incluida la bonita torre del reloj, ver la mezquita Hisar en el centro del bazar y hacer una visita al viejo barrio sefardí, un barrio de aire pequeño burgués con algunas casas y calles restauradas al que se accede mediante un ascensor. Un barrio que no se acomoda a la imagen que nos hacemos de la Turquía moderna.