¿Sabemos
lo que queremos desear o deseamos lo que otros desean?
Esta
incomodidad ante Ripley,
la serie, la misma o parecida a lo que sentí cuando de joven leí
las novelas de Patricia Highsmith. ¿Es correcto lo que siento, debe
implicar un impulso moral la lectura o debo dejarme llevar? No sé
cuál es la pregunta correcta. Disfruté con las novelas de Patricia
Highsmith y disfruto ahora con las obras de Steven Zaillian (The
Night Of, Ripley),
pese a la incomodidad que me generan.
Me
cae mal el personaje, me indispongo contra él desde el principio.
Sin embargo, cuando se presentan los momentos cruciales, una parte de
mí está a su favor: que mate a ese a quien envidia, que lo arroje
al mar desde la barca -en la violenta escena en las cercanías de San
Remo-, que no le pillen bajando el cadáver de Freddy por las
escaleras del hotel, que no queden huellas -¡Limpia esa sangre, es
que no ves su rastro!-, que la policía no lo atrape, que se salga
con la suya, aunque eso no, que la bella Dakota Fanning no caiga en
sus manos.
La
mórbida personalidad de Tom Ripley, un hombre incapacitado para
ganarse la vida, también para relacionarse con los demás, que
rehúye el contacto físico con la mujer, pero que, sin embargo, desde
una frialdad inhumana, aprovechando las circunstancias azarosas a su
favor, va construyéndose como un novelista haría con un personaje,
tomando los rasgos de otro, suplantándolo mediante la mentira, el
crimen y la argucia. Si Patricia Highsmith trabaja la psicología del
personaje, Steven Zaillian lo envuelve en una escenografía
esteticista: Italia y el esplendor barroco -Italia entera como un
plató a conquistar: Nápoles Roma Palermo-, pero también lo que la
luz no abarca, las sombras, el contraste tan bien representado por
Caravaggio en David
con la cabeza de Goliat,
siendo él mismo David joven y Goliat viejo: la luz y la sombra, la
juventud y la decadencia, el original y la copia. Zaillian se recrea
en un moroso blanco y negro, en la contención y el detallismo, en
planos cortos en los que sobresale la belleza y su desgaste, los
desconchones en las paredes blancas. La belleza como el canto del
cisne del hombre: ya que vivir desahogadamente no está al alcance
del hombre -de Tom Ripley, uno cualquiera-, hacer de la vida un
simulacro -la pitillera la cámara de fotos el anillo con gruesa
gema-, a sabiendas de que todo es temporal, la vida y el arte.

En
Patricia Highsmith la construcción de la personalidad retorcida y en
Steven Zaillian el esteticismo se sobreponen al discurso moral, lo
suplantan. Ambos me hacen cómplice de los crímenes de Tom Ripley.
Como si dijésemos, ser buena persona está sobrevalorado: lo
importante es sortear la miserable vida, ingeniárselas, ¿o acaso no
son los ingeniosos -los que se saltan la ley o la bordean- quienes
triunfan y quienes disfrutan de los goces temporales? Como Ripley, envidio las maneras de los ricos, sus conquistas, sus palacios, sus
disfrutes, ¿y si pudiese suplantarlos? ¿No es eso lo que en el
fondo nos mueve, querer lo que los ricos tienen, desear lo que ellos
desean? Suplantarlos. Casi al mismo tiempo que Renee
Girard publicaba sus libros sobre el deseo mimético, Patricia
Highsmith descubría el fondo del alma humana en sus novelas sobre
Ripley.
Llegados
a este punto, cabe preguntarse si el discurso retórico de la
belleza, icónica o verbal, tiene consistencia en sí mismo o es una
excusa del mal que se disfraza. Lo vemos en el discurso político
cuya retórica -'yo te hablo de las cosas'- sirve para envolver la
mentira y el crimen -mira por doquier y lo verás- o en los
creadores, los literatos, los periodistas al dictado o los cineastas
llorosos, impermeables a la verdad, pues lo suyo es la belleza,
afirman, la verdad, si existiese, es algo tangencial, sobrevenido.
Al
final, Dakota Fanning, el personaje positivo, la escritora -la que
trabaja con la belleza de las palabras-, circunspecta y desconfiada
al principio sobre las intenciones de Ripley, acaba sucumbiendo al
engaño, también ella deslumbrada por la belleza definitiva de
Venecia -definitiva y mortal-, edita su libro y se lo envía al
inspector italiano que investiga los crímenes, de quién Zaillian ha
hecho que nos burlásemos por sus torpezas y pomposidad, y es
entonces cuando el inspector se da cuenta del engaño, viendo la foto del verdadero Frank, a quién Marge
dedica al libro: Ripley
no era Franck.
Pero Ripley, como el espectador ya sabe, está a salvo. A Ripley, lo vemos en la última escena desenvolviendo el cuadro robado de Picasso
-Picasso el suplantador de Caravaggio-, a salvo para que su atractiva maldad, la belleza que suplanta a la bondad y a la verdad, pueda
expandirse en una segunda temporada.