"En su profundidad vi que se encierra,
cosida con amor en un volumen,
todo lo que despliega el universo"
(Dante, Divina Comedia)
De dónde procede el aura. En los mejores momentos lo que nos atrae de la poesía es el efluvio indefinible que nos transporta. No del autor al que por un agradecimiento desmesurado le concedemos la misma cualidad de lo que produce, pues el autor no deja de ser un medio del que se vale el lenguaje para expresar lo que de esa forma todavía no había sido dicho. Decimos que se lo ha dictado la musa al oído pero en realidad no sabemos cómo hace la lengua para que el autor hable por ella, y de un modo único nos conmocione. Ese producto único de la expresividad de lo humano que nos emociona y conmueve -a veces hasta el horror- y que nos hace ver lo que tenemos ante los ojos como nunca antes lo habíamos visto, no es fruto del entendimiento y la razón sino de la sensibilidad más depurada. Si decimos que la musa lo pone en el oído del autor es porque nos parece impropio de los mecanismos comunes de la mente.
El aura pues que envuelve al poema que llega a la cumbre la extendemos impropiamente a la poesía, pues la poesía en sí no es más que un cajón de la taxonomía literaria, y más impropiamente, como digo, al autor, pues él mismo no sabe cómo lo ha producido y, aunque se esfuerce, raramente vuelve a producir otro que alcance una nueva cumbre. Y, ya puestos, más falsario es ofrecer a un escritor, aunque haya producido una obra notable, una consideración superior al resto de los hombres. Tiene eso que ver con la fama y las necesidades del mercado, también con la monótona y seriada vida del hombre común que compensa con mitificaciones infantiles.
Así sucede, por ejemplo, con J. D. Salinger a cuya mitología se dedica una película (My salinger Year). Salinger supo condensar en una breve historia los temores y angustias del adolescente que se asomaba a la edad adulta a principios de los cincuenta del siglo pasado, en El guardián entre el centeno, también la astucia de ocultarse a los mass media nacientes pues, qué mejor modo de atraer su atención que proclamar su disposición a hacerse invisible.
La película bebe del mito. Una chica de provincias, recién salida de una facultad de estudios literarios, llega a Nueva York, para pasar un año en la agencia que le lleva los papeles al escritor. Y lo cuenta. El guion es una versión del libro que la chica escribió (Joanna Rakoff). No hay nada más que eso. Un año, una pasante y el aura. La he visto con atención, por el aura. No parece que este sea un gran momento para que se extienda el aura literaria: masas arrastradas por un autor, ramos de flores y autógrafos, dedos temblorosas tocándolo, lágrimas. Las musas soplan donde quieren y no parece que ahora estén interesadas en la literatura. ¿Entonces? Esta película banal y acaramelada, llena de personajes abstraídos por el amor al autor, ni siquiera cumple con lo que podría haber sido, la sociología de los enfermos de literatura, que ni siquiera salva la presencia de una engurruñada Sigourney Weaver. ¿Entonces? Me ha absorbido la presencia de un poema vivo, Margaret Qualley, la actriz que hace de becaria. Margaret Qualley florece en la película. Representa ese momento en tránsito en que un chico o una chica se abre como un poema presentándose ante los demás como la belleza, el encanto, la seducción, listo o lista como cuando la flor le dice a la abeja ven y liba en mí, antes de ser del todo hombre o mujer. Ese momento lo representó quizá por primera vez Audrey Hepburn, aunque en la poesía es un tema antiguo. Pero quien mejor lo ha sabido captar en el cine ha sido Woody Allen que ha ido contratando para sus películas a actrices que estaban en ese momento de florecimiento. Me atrevería a decir que la mayor parte de sus películas son el intento de un Woody Allen enamorado de captar el instante de poesía en la mujer recién florecida. Pienso por ejemplo en Elle Fanning en A Rainy Day in New York o Scarlett Johansson en Match Point. My salinger Year es el intento del canadiense Philippe Falardeau de ser Woody Allen.
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