Zapeando en la experiencia obligada de clausura que es esta Navidad, algunas cosas se aprenden.
1. 21 h. Tenemos un rey que no nos merecemos. Sabe hablar y estructurar su pensamiento y es empático, tiene presente, cuando habla, a la gente a la que habla. Cuánto cambiarían las cosas si estuviese en sus manos el poder ejecutivo (Imagino a quién lo tiene planeando una venganza por no ser él quien a esta hora aparece en la pantalla). Un rey empático frente a un jefe de gobierno enfático.
2. Hacia las 23 h. Si el público al que se dirige es el público para quién se hacen los programas de la noche, y no tiene por qué ser otro porque para él están hechos los programas, los mismos este y los años precedentes (¿Hace la tele a su público o tiene el público la tele que merece?), es un público que no está a la altura de su rey.
3. El único de los programas que tiene gracia, una cierta gracia, es el enlatado de La 2, chascarrillos mil veces vistos, y tiene gracia porque nos dice de qué nos reímos, hasta dónde llega nuestra capacidad de poner las cosas en cuestión.
4. Entre las 14 y las 15 h. Lo mismo sucede con los telediarios del mediodía, ya en el 25, donde nada escapa a la cursilería. La palma se la lleva un villancico cantado en la nave central de Notre-Dame por un coro vestido con monos de trabajo.
5. Lo mejor de estas horas es el largo silencio del amanecer. Si fuese una pausa para olvidar y comenzar de otro modo.
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