sábado, 26 de diciembre de 2020

El club de los mentirosos, de Mary Karr

 



Solo llegando a las páginas finales de El club de los mentirosos alcanza el lector a comprender el diseño del libro, que no sé si calificar de novela o biografía familiar, también del sentido último del título. Este libro no podía no ser escrito, la historia que cuenta lo pedía, como consecuencia de la charla que madre e hija tienen en las últimas maravillosas páginas (lo mejor que he leído en mucho tiempo) que comienzan, tras el último cuento mentiroso del padre encamado y moribundo (en un casete; los otros cuentos los había contado el padre en el club de excombatientes que da título al libro), en desvanes poblados de serpientes mocasines y acaban en un bar regentado por un mexicano, entre bosques de copas de margarita de fino y largo tallo, donde la madre, en medio de la última borrachera, cuenta el relato verdadero. Quién le iba a decir al lector que lo que Mary Karr le estaba contando era un melodrama de los buenos, con una escritura tensa y tersa, con lágrimas incluidas, como los del Hollywood clásico pero de verdad. Cuesta entrar en esta historia familiar porque la autora no se conforma con el relato, sino que usa las armas de la literatura para no dejar cabos sueltos. En la vida real no solo hay hechos que se suceden en el tiempo, en escenarios diferentes, como relatan las novelas populares (El club de los mentirosos también es una novela popular, pero no solo), sino personas que actúan y salen con bien o quedan destrozadas, ellas y quienes las rodean, hechos que alborotan la psique de sus protagonistas hasta la locura, con diferente intensidad. Y quién mejor para contarlo que un escritor imbuido de literatura.



Mary Karr se toma su tiempo para contar la historia familiar, la de su padre y la de su madre fundamentalmente, pero con un conjunto de personajes excéntricos alrededor, al menos para lo que estamos acostumbrados: una abuela y una suegra de armas tomar, maridos y amigos de poca monta, al borde de la caricatura, al menos en la memoria de la niña Pokey (Mary Karr). Primero muestra sus expectativas, ella misma como personaje y Lecia, su hermana, como testigo fidedigno de lo que va a contar. Describe un pueblo del sureste de Texas, con un paréntesis en otro de Colorado, los bayou del río infestados de serpientes venenosas, el paisaje de las torres tóxicas de las refinerías y los depósitos de petróleo, la particular psicología de sus habitantes, cocidos en el calor y la bebida. Y en el áspero paisaje, clima y relaciones humanas que va tejiendo, de pronto, surge un episodio climático, natural: un incendio, un huracán, una plaga de langostas, y emocional: borracheras, peleas a muerte, una violación, que lo adensa hasta hacerlo explotar, o implosionar, mejor, que es la palabra que ella utiliza al final cuando da la explicación de conjunto, la definitiva. Como en los buenos melodramas, los caracteres que se exponen, o los que el lector va componiendo, no son los verdaderos, sino que son caretas o reflejos de personalidades complejas, con heridas profundas que se ocultan para mitigar el dolor, o, como nos enteramos al final con sorpresa, para no herir a los cercanos. Karr sigue la técnica del acordeón que se estira sin fin, con tonos a veces cómicos o tiernos y amables, hasta que de golpe se cierra en un acorde violento. El lector la acompaña primero curioso, como cuando observas a vecinos poco convencionales, intrigado, y por fin sorprendido, atrapado en el suceso, casi con la misma violencia emocional que ella sintió, a veces insoportable y deseando olvidar después de haber leído.



Los momentos climáticos se suceden en la narración de más de 500 páginas: al episodio de la violación nada se puede añadir porque sólo Mary Karr tiene las palabras; del estallido final de locura de la madre he dicho algo aquí. Hay otro que le precede, el del paso del puente de Orange: Pokey recuerda un cumpleaños especial, entre los cuentos mentirosos del padre y la evocación del Nueva York rutilante en la memoria de la madre, el terror vivido en la vuelta a casa por el vertiginoso puente de Orange, tras la celebración. El padre cuenta historias inventadas a sus viejos compinches exmarines, entre ellas la falsa y divertida muerte de su padre cayendo del tejado del granero, en contraste, en el capítulo anterior, con la real muerte de la madre de su madre, que queda en el recuerdo en el olor almizcleño a serpiente del viejo cuarto donde dormía. El padre con humor y aplomo, la madre evocadora y depresiva, ambos bebedores. La madre, mientras alaba las pestañas de la narradora y le pinta la cara como si Giotto delineara un ángel en la pared de una catedral, recuerda sus noches en Nueva York: un zapato de raso de largo tacón saliendo de un coche y las pestañas de Marlene Dietrich, una noche en la ópera con Callas y una conferencia de Einstein, en la que un joven le recuerda una ley de la mecánica que el sabio ha olvidado: «Yo nunca me molesto en recordar nada que pueda consultar en un libro», le responde el sabio. El padre regala a Pokey por su cumple unos prismáticos del ejército y la madre un vestido negro de crepé con un dinero que no se pueden permitir porque la Gulf Oil, en ese momento, no les da trabajo. Discuten a grito pelado, desquiciados, pero aún así van a cenar unos cangrejos a la barbacoa y a la vuelta, de paso por el puente de hierro que tanto pánico le había producido a Pokey la primera vez, la madre se apodera del volante que conduce el padre para despeñar el coche sobre el río: “Ojalá la hubiera fulminado un rayo en ese mismo puente el día que lo cruzó para llegar a aquella puta ciénaga de Leechfield, el ojo del culo del universo”. El padre espeta la cabeza de la madre contra la ventanilla para hacerse con el vehículo y, cuando despierta, la madre le clava las uñas en la mejilla “de modo que durante días parece que un leopardo le haya soltado un zarpazo”.



La repercusión del libro, y de los que sucedieron, en EE UU, cuando se publicó, en 1995, fue grande e hizo que muchas mujeres quisiesen seguir la estela de Mary Karr (Grove, Texas, 1955), contando lo que no podían contar. A Mary Karr le costó lo suyo, desde que comienza la historia hasta que lo publica pasaron 40 años. No sé qué libro está en el origen de este tipo de literatura familiar o del yo, en todo caso este es uno de los primeros. En nuestro país se ha publicado mucho últimamente. Muchos tienen una historia que contar, pero no todos disponen de palabras para hacerlo.



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