Si
te fijas, cuando hablamos de la guerra hablamos de personajes o países, Putin
Trump Ucrania Rusia China, es decir, ponemos en juego abstracciones y ajustamos
nuestros sentimientos a las abstracciones, sentimientos ligados a nuestra
ideología. Nuestras simpatías siguen a nuestros prejuicios. Cuando esta guerra acabe
(Ucrania, Gaza), la historia que le siga hablará de Putin y de Trump, de
territorios ganados y perdidos, pero no de lo principal.
¿Qué
vale una vida? Tendrías que preguntarte por vidas concretas, el soldado muerto,
la viuda empobrecida, el niño hambriento, el total de todos ellos, pero sin
desdeñar la vida abstracta. ¿Qué ocurre en la mente de esa persona abstracta
que representa a todos los hombres? Antes de que comience la guerra todo era
entusiasmo. Patriotismo, fervor. No cabe en ella ni un resquicio para las
consecuencias de la guerra. Ni siquiera a Thomas Mann de le ocurrió pensar en
las consecuencias.
Según
el censo de 1910 el Imperio Austrohúngaro tenía 51,4 millones de habitantes.
Cuando acabó la guerra, dos
millones de soldados austrohúngaros habían perdido la vida defendiendo el Imperio.
Más de dos millones acabaron en los campos de prisioneros de Rusia y Siberia.
Otros tres millones resultaron gravemente heridos. Muchos vieneses perdieron la
vida en el crudo invierno de 1918-1919; la mayoría de los dos millones de
habitantes de la ciudad se vieron afectados por el hambre. Se declaró
oficialmente que el 96% de los niños austriacos estaban desnutridos. El velo de
redecilla negra de las viudas en las calles llegó a convertirse en un signo que
identificaba a las prostitutas en busca de clientes.
Qué
contraste con el inicio de la guerra, cuando en la psique de los hombres y las
mujeres de todos los territorios de habla alemana existía el deseo de combatir.
Los artistas, compositores y escritores expresaban una agitada propensión hacia
la destrucción de los enemigos, un instinto que condujo a una violencia atávica
y primigenia. Esto escribía Thomas Mann:
“De este mundo de paz que ahora se ha venido abajo
con un estruendo tan aplastante, ¿acaso no teníamos ya todos suficiente? ¿Es
que no estaba infecto con todas sus comodidades? ¿No se había enconado y hedía
con la descomposición de la civilización? Moral y psicológicamente yo sentía la
necesidad de esta catástrofe y de ese sentimiento de limpieza, de elevación y
liberación, que me inundaba, cuando lo que habíamos pensado que era imposible
en efecto sucedió”.
Un
buen ejemplo fue lo que sucedió con los hijos de la familia Wittgenstein, de
quienes ahora leo. En los días prebélicos se dejaron contagiar por el
entusiasmo patriótico con el que querían dar salida a sus problemas personales.
Cuando la guerra acababa Kurt se suicidó, Paul perdió un brazo, aunque supo
sobreponerse y convertirse en un concertista de piano para solo la mano
izquierda. Ludwig, el filósofo, estuvo a la deriva durante varios años, aunque
fuese durante la guerra, cuando concibió la obra que habría de darle fama el Tractatus
logico-filosoficus. Después de renunciar a todos sus bienes, eligió la
profesión de maestro como proyecto de ser pobre.
En aquella sociedad tan patriarcal, como
diríamos hoy, las hermanas quedaron al margen de la guerra, pero no por ello dejaron
de sentirse entusiástamente patriotas. Ninguna se arruinó, sin embargo, porque
mientras Austria lo hacía ellas habían invertido en valores norteamericanos.
Quien
manda no ve la guerra como el caído, tampoco la ve como tú el gran y serio
analista, en realidad solo algún historiador y periodista la ve con esos ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario