miércoles, 30 de julio de 2025

Del amor a la guerra

 

 


Si te fijas, cuando hablamos de la guerra hablamos de personajes o países, Putin Trump Ucrania Rusia China, es decir, ponemos en juego abstracciones y ajustamos nuestros sentimientos a las abstracciones, sentimientos ligados a nuestra ideología. Nuestras simpatías siguen a nuestros prejuicios. Cuando esta guerra acabe (Ucrania, Gaza), la historia que le siga hablará de Putin y de Trump, de territorios ganados y perdidos, pero no de lo principal.

 

¿Qué vale una vida? Tendrías que preguntarte por vidas concretas, el soldado muerto, la viuda empobrecida, el niño hambriento, el total de todos ellos, pero sin desdeñar la vida abstracta. ¿Qué ocurre en la mente de esa persona abstracta que representa a todos los hombres? Antes de que comience la guerra todo era entusiasmo. Patriotismo, fervor. No cabe en ella ni un resquicio para las consecuencias de la guerra. Ni siquiera a Thomas Mann de le ocurrió pensar en las consecuencias.

 

Según el censo de 1910 el Imperio Austrohúngaro tenía 51,4 millones de habitantes. Cuando acabó la guerra, dos millones de soldados austrohúngaros habían perdido la vida defendiendo el Imperio. Más de dos millones acabaron en los campos de prisioneros de Rusia y Siberia. Otros tres millones resultaron gravemente heridos. Muchos vieneses perdieron la vida en el crudo invierno de 1918-1919; la mayoría de los dos millones de habitantes de la ciudad se vieron afectados por el hambre. Se declaró oficialmente que el 96% de los niños austriacos estaban desnutridos. El velo de redecilla negra de las viudas en las calles llegó a convertirse en un signo que identificaba a las prostitutas en busca de clientes.

 

Qué contraste con el inicio de la guerra, cuando en la psique de los hombres y las mujeres de todos los territorios de habla alemana existía el deseo de combatir. Los artistas, compositores y escritores expresaban una agitada propensión hacia la destrucción de los enemigos, un instinto que condujo a una violencia atávica y primigenia. Esto escribía Thomas Mann:

 

“De este mundo de paz que ahora se ha venido abajo con un estruendo tan aplastante, ¿acaso no teníamos ya todos suficiente? ¿Es que no estaba infecto con todas sus comodidades? ¿No se había enconado y hedía con la descomposición de la civilización? Moral y psicológicamente yo sentía la necesidad de esta catástrofe y de ese sentimiento de limpieza, de elevación y liberación, que me inundaba, cuando lo que habíamos pensado que era imposible en efecto sucedió”.

 

Un buen ejemplo fue lo que sucedió con los hijos de la familia Wittgenstein, de quienes ahora leo. En los días prebélicos se dejaron contagiar por el entusiasmo patriótico con el que querían dar salida a sus problemas personales. Cuando la guerra acababa Kurt se suicidó, Paul perdió un brazo, aunque supo sobreponerse y convertirse en un concertista de piano para solo la mano izquierda. Ludwig, el filósofo, estuvo a la deriva durante varios años, aunque fuese durante la guerra, cuando concibió la obra que habría de darle fama el Tractatus logico-filosoficus. Después de renunciar a todos sus bienes, eligió la profesión de maestro como proyecto de ser pobre.

 

 En aquella sociedad tan patriarcal, como diríamos hoy, las hermanas quedaron al margen de la guerra, pero no por ello dejaron de sentirse entusiástamente patriotas. Ninguna se arruinó, sin embargo, porque mientras Austria lo hacía ellas habían invertido en valores norteamericanos.

 

Quien manda no ve la guerra como el caído, tampoco la ve como tú el gran y serio analista, en realidad solo algún historiador y periodista la ve con esos ojos.

 


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