“La cultura turística (un buen modo de describir nuestra cultura en general) ha dejado de pensar en envejecer o en cómo hacerlo con elegancia y dignidad, y eso se debe a que ha dejado de pensar en términos de experiencia. La premisa en que se basa la economía turística, a fin de cuentas, es que la experiencia puede comprarse con dinero, que puede mercantilizarse. Incluso las potentes interacciones entre adultos han desaparecido casi por completo de la superficie de la cultura. ¿Hay que ir hasta Papúa para reencontrarlas?”
Exploradores,
conquistadores, viajeros, mercaderes, antropólogos,
turistas,
escalones del movimiento del hombre alrededor del mundo. ¿Son
asimilables?, ¿qué queda de todo eso? Mientras la Tierra se ha
ido achicando
gracias a la exploración,
la demografía
y la tecnología, la necesidad del hombre de moverse ha ido en
aumento. Pero
qué
queda por ver,
adónde ir. No todos tenemos las mismas necesidades, a muchos les
basta con un lugar de descanso en
una playa a otros,
también en el turismo hay grados, un lugar exótico de emociones
pagadas,
controladas
y
seguras
que nos haga vivir la experiencia de lo diferente y extraño como
un
paréntesis en
la
vida acomodada. Para el gusto pequeñoburgués,
conviene recordar que,
ahora que la
empresa acaba
de cerrar el negocio, Thomas Cook inventó
el turismo tal como lo conocemos, en Leicester el 5 de julio de 1841:
ese
día organizó
una ruta en
la ciudad para
500 personas a un chelín. Luego puso en marcha los viajes
organizados,
a la Expo de Londres, a Venecia, un crucero por el Nilo. Entonces
era posible distinguir entre el viajero, producto de la alta
burguesía que se daba el lujo de cogerse un año recorriendo mundo
en el llamado grand
tour,
antes de dedicarse plenamente al negocio familiar, y el turista de
Cook, el
que nos viene a la cabeza cuando pensamos en Benidorm, Venecia, Bali,
los cruceros que desembarcan en las Ramblas de Barcelona, en las
compañías low cost o en viajes organizados a lugares remotos,
también
en
la comida
basura y
en los hoteles
atestados
junto a
playas
atestadas.
¿Tiene sentido ahora tal distinción? ¿Hay
diferencia
entre turista y viajero? Lawrence Osborne intentó recorrer esa
distancia en su libro, El
turista desnudo,
Pedro Bravo, más modesto, en su Exceso
de equipaje
se ocupa del negocio y del estrago.
El
viajero contemporáneo parte de un doble impulso, abandonar la piel
decadente con que nos cubre la civilización y encontrar al salvaje
incontaminado. Lawrence Osborne se embarca en ese viaje. Recorre
primero los lugares que el turista ha ido corrompiendo. El turista
como el científico cuántico modifica la realidad mientras la
observa. Lugares que representaron el ideal de pureza, como Bali, han
dejado de serlo. Los naturales se han prostituido, en
todas las acepciones del término, como antes lo hizo Venecia,
para satisfacer los gustos de los invasores. Las agencias de viaje,
los complejos hoteleros han ido invadiendo lugares que los
exploradores del pasado o los antropólogos del presente señalaban
como lo otro, lo diferente. Dan
satisfacción al occidental necesitado de experiencias, elevan de
nivel de vida al nativo, un proceso de asimilación que destruye
al mismo tiempo que construye.
¿A qué lugar ir, ahora mismo? Osborne
se va desplazando hacia el oriente, siguiendo
la ruta asiática, aquella que abrió
la agencia Cook con su iniciático viaje por el Nilo y
completaron Margaret Mead con sus Cartas
de una antropóloga
y Levi-Stausss con sus Tristes
trópicos:
desde
el paraíso de cemento construido de la nada en los emiratos del
Golfo, Dubái,
a las playas de Phuket y
el turismo sanitario
de Bangkok
y el exotismo controlado de Bali. Un
impulso que ya antes, a finales de los 60 había llevado a los
jóvenes rebeldes hacia algún
tipo de fin del mundo, “un
peregrinaje en busca de revelaciones”.
El
turismo ha hecho del planeta entero una playa, un simulacro, un
espectáculo sin fin, pero quizá exista ese lugar no hollado donde
aún sea posible la experiencia verdadera. El turista se siente
viajero, aunque sin
riesgos, quién
hoy no tiene casa a la que volver, y cree que durante quince días
podrá reencarnar a Robinson Crusoe, trascender
el ingrato mundo real (sucio, contaminado, machista) y construir la
maravillosa isla paradisíaca que nos promete la utopía. "Aprender
a desnudarse", como Gauguin en Tahití, es el verdadero objetivo
del turista, el síndrome de Crusoe, lo llama Osborne. Destruido el
capitalismo, el patriarcado, muerta la vieja civilización en mí,
renacere...
"Poco a poco la civilización se aparta de mí. He escapado de todo aquello que es artificial, convencional, habitual. Estoy penetrando en la verdad, en la naturaleza." (Paul Gauguin).
Así
que Lawrence Osborne, disfrazado de antropólogo turista, parte en
busca
del
último lugar, de
la naturaleza pura, del
salvaje
incontaminado. Ese lugar es la selva de
Merauke, en
Papúa Nueva Guinea, donde hay tribus que el hombre blanco no ha
hollado todavía,
como los kombai, no más de 2000 personas, con un tapón en el pene
como única vestimenta, con un idioma que no se parece a ningún
otro.
El libro es un in crescendo de emociones, pasan los capítulos y
aumenta la temperatura, la real y la emocional, las páginas se
vuelven trepidantes cuando describe las Andamán, Bali, Irian Flavia,
Papúa
Nuena Guinea, hasta
llegar a la tierra virgen de los kombai en la selva, más allá
incluso de
Jayapura,
Wanggemalo,
de
Wamena,
lugar del que pocos han oído hablar. ¿Quienes son los kombai?, ¿qué
hay de nuevo en ese lugar?, ¿cómo vuelve uno de un lugar así? ¿qué
sucede con aquellos a quienes
hemos visitado?
El
libro se lee como una novela de aventuras, como una autobiografía
intelectual, como una reflexión sobre la vida que llevamos.
“...es la angustia del cambio lo que más cuestiona nuestra experiencia del mundo. Nos habíamos hecho las mismas preguntas en la selva: ¿cambiaríamos a los kombai si les dábamos una vela? El mito del turismo se construye en torno a sitios que parecen inmutables: Disneylandia, por ejemplo, no cambia demasiado, ni tampoco el complejo turístico estándar. Los entornos turísticos son una forma de fingir que la muerte no nos vencerá. Su ambiente es un presente eterno; parece que, en su interior, se haya conseguido ingeniosamente detener el tiempo. Pero ¿qué sucede cuando el turista vuelve al mismo lugar treinta años después? ¿Alguna vez el sitio le parece mejor? No es muy probable”.
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