Todo
buen escritor, cineasta, artista, sabe que tiene algo que contar, una
verdad relativa al hombre. Es el impulso que le lleva a escribir o a
hacer una película. Me doy cuenta, mientras leo una entrevista
con Cristina Morales. Estuve a punto varias veces de dejar de
leer su novelón (por el número de páginas), Lectura
fácil,
pero no lo hice, porque supe que allí había una verdad, y
seguramente la verdad que yo entreví no era la misma que ella creía
exponer. No siempre el autor y el lector habitamos el mismo mundo,
nuestros mundos son secantes, coinciden en algunas cosas y en otras
no, pero si afinamos, si volvemos, si seguimos sus palabras
diseminadas al final hay muchas más coincidencias de las que
pensábamos. Hay muchos autores malditos que han dicho cosas
esenciales sobre el hombre: Céline, por ejemplo, o Peter
Handke, ahora mismo. Recuerdo dos novelas vilipendiadas y sin
embargo esenciales para entendernos, Lolita
y Sumisión.
¿Importa que no se las entienda o que se entienda lo contrario de lo
que el escritor creía que estaba
diciendo?
El problema radica en la ignorancia del lector, en
su insensibilidad, pero
el mundo avanza a pesar de él. Hay quien las entiende, el mundo
avanza gracias al escritor y a quien lo entiende. Hay muchos
escritores en primera línea de combate que nunca nos dirán nada.
Con ellos pasa lo mismo que con los lectores ignorantes, son la
mayoría unos y otros, con ellos no parará el mundo, quizá
retroceda unos pasitos pero no se detendrá.
Todo
esto a cuenta de El
irlandés.
También Martin Scorsese tiene o tenía algo importante que decir
acerca de la condición humana. Sus grandes películas sobre la
mafia, Casino,
Uno
de los nuestros,
hablaban de ello. Su
muy promovida última película es un tren de nostalgia, un montón
de vagones que nos traen el recuerdo de aquellas películas. Está la
mafia, el costoso decorado, con aquellos largos y suntuosos coches de
lujo, los cadáveres en la alfombra, la sangre en las paredes (un
feliz
hallazgo de la película, la presentación del protagonista como
pintor de paredes), esos diálogos de besugo tan divertidos y están, sobre todas las
cosas, los actores. Scorsese tiene muchos méritos pero quizá el
mayor es haber dado
con los
actores que
necesitaba,
se podría incluso decir que él creó a Robert de Nico, a Al Pacino,
a Joe Pesci. No ha tenido tanta suerte con las mujeres, siempre
secundarias en el mundo de la mafia. Pero se le han quedado viejos.
Aquí aparecen como caricaturas de lo que fueron. Sucede algo
parecido con el Antonio Banderas de Almodóvar. Si es una película
nostálgica, Scorsese quería que Robert de Niro hiciese de Robert de
Niro y Al Pacino de Al Pacino. Y así es, el primero repite los pocos
gestos de su catálogo y el segundo el braceo espasmódico por el que
lo reconocemos. ¿Y
Joe Pesci?, pues lo mismo. Si aguantamos el larguísimo metraje (yo,
en dos sesiones) es por lo mismo que decidimos dedicar una fría
tarde
de
otoño a
las canciones de los Beatles o de los Rolling. Pura nostalgia.
Por supuesto, hay una historia y un personaje central y un destino. La
historia va de un trío, la fidelidad perruna propia de la mafia, va
de
una amistad entre hombres y va
de
un hombre, atrapado entre las dos, que se ve obligado a hacer cosas
que no debería hacer. Scorsese
sabe qué es eso de hacer una obra, domina el oficio de hacer
películas aunque quizá haya perdido el sentido del tiempo y la
mecánica del ritmo. La película no es aburrida, se aguanta bien,
aunque den un poco de pena sus actores, tan bien maquillados para
cada escena, tan encorsetados, como Banderas, por sus personajes. Qué
es lo que falta, entonces. El propio Scorssese sabe que le falta
algo, que
no sabía qué tenía que decir más
allá de la historia o
que
no ha sabido decirlo a lo largo de la película, aunque hay insertos
que no sabemos en qué momento del montaje los introdujo que inducen
a pensar que sí que tenía una idea sobre lo que quería decir, o
acaso se le ocurrió después.
Entonces, al final, cuando la película ha concluido, cuando el actor
principal ha cumplido con el destino de su personaje, cuando
esperamos los títulos de crédito, aparece
una escena que
ya no esperábamos.
Robert de Niro habla con una de sus hijas. Intenta entender por qué
su hermana mayor, Anna
Paquin (breve pero espléndida),
se distanció de él hasta el punto de abandonarlo. La hermana se lo
explica y él, Robert de Niro, el padre, da su versión, también se
explica. La
idea está ahí, esa
verdad sobre la condición humana, otra
cosa es que Scorsese haya sabido contarla.
Resumida
la trama principal y su asunto, podemos contemplar la película desde
otras perspectivas, tan valiosas, tan entretenidas, por ejemplo, como
la
de la
damisela (encerrada en el cuerpo de un tipo duro, muy duro, o no
tanto) enamorada, totalmente verosímil.
Es
una película que se
atiene
a los patrones clásicos, pero por qué no es una película perfecta,
por qué no es memorable. Quizá tenga que ver con lo que el propio
Martin
Scorsese señalaba en una entrevista, el
sistema actual de producción de películas, películas producidas
para ser vorazmente
consumidas
y rápidamente olvidadas. Ejemplos recientes: Deadwood:
La película o
El
Camino: Una película de Breaking Bad,
en realidad telefilms bien producidos pero con nula creatividad,
aunque El
irlandés
sea más que eso.
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