martes, 26 de noviembre de 2019

La Laguna


La Laguna es ante todo una extensión plana, no en vano una parte de la ciudad está asentada sobre una laguna real, con calles en retícula, casas señoriales con fachada castellana o portuguesa, ventanas con rejeria o balcones o esas curiosas  y hermosísimas estructuras de terrazas abalconadas con celosía que penden de una parte del tejado del edificio o de la torre de un convento para que las monjas clausuradas pudiesen curiosear sin ser vistas, como la del monasterio de Santa Catalina de Siena, y patios interiores de influencia andaluza, con columnas de tea del pino canario, ignífugo, aunque no tanto, pues ejemplos he visto de incendios devastadores, como el de San Agustín, más bellos que las propias fachadas y que ahora lucen como debieron lucir para quienes en su tiempo las gozaron gracias a las restauraciones que han pagado distintas instituciones públicas y privadas, una isla, pues, del XVI o XVII, en medio del XXI, que guarda el espíritu con que se construyó, hasta que pones un pie en una de sus calles límite y oyes o ves el runrún de los motores, entonces el encanto se esfuma al instante. Si subes los 33 m. de la torre de la Concepción compruebas que sí que es una isla rodeada por los montes verdisimos en que han devenido los conos volcánicos que le dieron origen.

Al salir de la catedral me topo, Sancho, con la ideología de la época: "En invierno y en otoño me pongo lo que me sale del coño". Nada tengo contra la expresión hormonal de las muchachas en flor, pancarteras de morado, solo que su griterío es algo molesto, sobre todo si alguien te va explicando las gracias de la ciudad y es del todo imposible oírlo. Pero no es la catedral quien retiene el embrujo del arte sino la iglesia de la Concepción, uno de esos lugares que no sabes explicarte por qué te retiene y te pacifica, no es porque sea la más antigua, del XVI, porque hay intervenciones posteriores, sino que los elementos están dispuestos de tal modo, el artesonado, el órgano, el Cristo del altar, el púlpito labrado en madera, la iluminación, las vidrieras, que el conjunto produce música para los ojos y sosiego para el alma.

La belleza de la ciudad está en la geometría, en la combinación de volúmenes y vacíos, en el espacio entre las calles, en los edificios de otros siglos libres de los horrores del presente, casi todos de dos plantas, alineados, sin retranqueos, tintados de colores planos, con muy escasos ornamentos, algún frontón, alguna moldura, algún balcon, y el lento discurrir del animal humano que parece haberse desprendido del maquinismo y de la tecnología, hasta las conversaciones parecen pausadas, dispuestas a la escucha y el diálogo.Tambien influye alguna fuente o los árboles tropicales que parecen menos agitados, seguros, como los propios canarios, pacientes, amigables, con una sonrisa por nada, testigos ambos de un tiempo que parece detenido.

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