viernes, 29 de noviembre de 2019

Barranco del Ruíz



Dos ideas me bullen para el último día, hacer un barranco e ir al restaurante que me guiñó el ojo pero pasé de él. El Barranco del Ruíz lo vi el segundo día, lo suficientemente ancho como para que haya vida en él y con sendero por el que ascender. La subida, en efecto, es dura, pedregosa y, si lloviese, resbaladiza. A la hora en que subo no hay nadie, tan solo el subrepticio movimiento por los suelos de lagartos y lagartijas. No hay sierpes en la isla. El sol ha levantando y solo arriba me dará en la cara. Las vistas sobre el mar me hacen girar la cabeza de continuo. Cuando llego al barrio de la Vera, un canario, al que pregunto, tiene ganas de charla, de aquellos tiempos, del barranco y de dos castaños enormes, 26 metros de cintura uno, que abrazó en su juventud. Cuando lo dejo y vuelvo al sendero no hay rastro de los castaños. Antes de que acabe la subida llegó a Icod el Alto. La isla en realidad no es muy grande, se podría llegar a cualquier sitio a pie, la orografía en parte lo impide pero sobre todo las urbanizaciones que todo lo atropellan. Es decir, llego por el lado opuesto al Icod al que había ascendido hace tres días. He completado el círculo.

Cuando regreso al punto de partida, veo que hay gente que lo está subiendo, y algunos en edad provecta, alemanes y franceses, con bastones, pero subiendo. No todos están gordos en la isla, pero son minoría, hay quien se mantiene en forma pateando, hay cientos de senderos de todas las dificultades, pero en general los inquilinos del zoo humano están cebados como cerdos para el matadero. Alguien, alguna vez, se preguntará por el objeto de estas vidas.

San Juan de la Rambla es quizá el pueblo más bonito de la isla, pequeño y blanco, se eleva en saliente sobre la roca volcánica, con una playa rocosa sobre la que golpean con estrépito las olas. Merecía la pena volver y he vuelto. Hay unos cuantos restaurantes de cara a la pequeña playa. Me quedé con uno cuando lo vi por vez primera, por el nombre, 'La casa de mi madre', por el lugar, junto a una placita, y el lema, aunque no tanto, 'Donde el sabor se vuelve sentido'. Y ha merecido la pena. En el interior, una escalerilla de piedra en espiral sube a una terraza, invisible desde fuera, con bonitas vistas hacia el mar y la costa. La madre está en la cocina, el hijo me ha traído una cubeta con el pescado recién traído, dieciséis piezas, me dice, para que escoja. Dos chicas, blanca y chocolate, atienden. Tomate aliñado con aguacate, patatas arrugadas con el mojo picón típico, el pescado a la plancha, un par de cervezas, he probado el vivo de la isla y no es bueno, y café. Muy buen precio.

Y sin embargo he perdido el crepúsculo. Hay una playa en forma de concha, donde las olas baten con fuerza sobre la arena negra, dejando una ancha resaca blanca, quizá el lugar más bonito de El Puerto. He llegado tarde cada vez que quería ver al sol descender por el horizonte, también el último día. Se llega desde un bonito cortavientos como los de Chillida y desde un cubo de piedra en cuyo interior se hacen conciertos. El caserío en semicírculo, atrás, sobre la playa y el océano, casetas antiguas para los bañistas y un paseo de palmeras, y unas escalinatas sobre el espigón que lo protege, donde la gente cada tarde se sienta a contemplar el crepúsculo. Las escalinatas miran a poniente, pero también hacia la montaña del Teide y hacia la profundidad del océano. Hombres y mujeres solitarios y parejas. Sin duda no hay otro sitio igual, nadie cobra por mirar. La belleza está a tu disposición si la tratas con paciencia, así es en todo lugar. Escucha el sonido de la rompiente, el silencio que le sigue, mira las transiciones de luz, el rumor de las olas que vienen. Siempre llego tarde, a todo he llegado tarde en la vida, hasta al crepúsculo.

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