Dos
ideas me bullen para el último día, hacer un barranco e ir al
restaurante que me guiñó el ojo pero
pasé de él. El Barranco del Ruíz lo vi el segundo día, lo
suficientemente ancho como
para
que haya vida en él y con
sendero
por el que ascender. La subida, en efecto, es dura, pedregosa y, si
lloviese, resbaladiza. A la hora en que subo no hay nadie, tan solo
el subrepticio movimiento por los suelos de lagartos y lagartijas. No
hay sierpes en la isla. El sol ha
levantando y solo arriba me dará en la cara. Las vistas sobre el mar
me hacen girar la cabeza de continuo. Cuando llego al barrio de la
Vera, un canario, al que pregunto, tiene ganas de charla, de aquellos
tiempos, del barranco y de
dos
castaños enormes, 26 metros de cintura uno, que
abrazó en su juventud.
Cuando lo dejo y vuelvo al sendero no hay rastro de los
castaños.
Antes de que acabe la subida llegó a Icod el Alto. La isla en
realidad no es muy grande, se podría llegar a cualquier sitio a pie,
la orografía en parte lo impide pero sobre todo las urbanizaciones
que todo lo atropellan.
Es decir, llego por el lado opuesto al Icod al que había ascendido
hace tres días. He completado el círculo.
Cuando
regreso al punto de partida, veo que hay gente que lo está subiendo,
y algunos en edad provecta, alemanes y franceses, con bastones, pero
subiendo. No todos están gordos en
la isla,
pero son minoría, hay quien se mantiene en forma pateando, hay
cientos de senderos de todas las dificultades, pero
en general los inquilinos del zoo humano están cebados como cerdos
para el matadero. Alguien, alguna vez, se preguntará por el objeto
de estas vidas.
San
Juan de la Rambla es quizá el pueblo más bonito de la isla, pequeño
y blanco, se
eleva en saliente sobre la roca volcánica,
con una playa rocosa sobre la que golpean con estrépito las olas.
Merecía la pena volver y
he vuelto.
Hay unos cuantos restaurantes de
cara a la pequeña playa. Me
quedé con uno cuando lo vi por vez primera, por el nombre, 'La casa
de mi madre', por el lugar, junto a una placita, y el lema, aunque no
tanto, 'Donde el sabor se
vuelve sentido'. Y ha merecido la pena. En el interior, una
escalerilla de
piedra en espiral
sube a una terraza, invisible
desde fuera,
con bonitas vistas hacia el mar y la costa. La madre está en la
cocina, el hijo me ha traído una cubeta con el pescado recién
traído, dieciséis piezas, me dice,
para que escoja.
Dos
chicas, blanca y chocolate, atienden. Tomate
aliñado con aguacate, patatas arrugadas con el mojo picón típico,
el pescado a la plancha, un
par de cervezas, he probado el vivo de la isla y no es bueno, y café.
Muy buen precio.
Y
sin embargo he perdido el crepúsculo. Hay una playa en forma de
concha, donde las olas baten con fuerza sobre la arena negra, dejando
una ancha resaca blanca,
quizá
el lugar más bonito de
El
Puerto. He
llegado tarde cada vez que quería ver al sol descender por
el horizonte, también
el último día.
Se
llega desde un
bonito cortavientos como los de Chillida y desde
un
cubo de piedra en
cuyo interior se hacen conciertos. El
caserío en semicírculo, atrás,
sobre la playa
y
el
océano, casetas antiguas para los bañistas y un paseo de palmeras,
y unas escalinatas sobre el espigón que
lo protege, donde
la gente cada tarde se sienta a contemplar el crepúsculo. Las
escalinatas miran a poniente, pero también hacia la montaña del
Teide y hacia la profundidad del océano. Hombres
y mujeres solitarios y parejas. Sin
duda no
hay otro
sitio igual,
nadie cobra por mirar. La belleza está a tu disposición si la
tratas con paciencia, así
es en todo lugar.
Escucha el sonido de la rompiente, el silencio que le sigue, mira las
transiciones de luz, el rumor de las olas que vienen. Siempre llego
tarde, a todo he llegado tarde en la vida, hasta
al crepúsculo.
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