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Hace viento, pero el sol es dueño de la mañana,
digo, consciente del trompeteo
verbal. Da gusto caminar así, ¿no crees?
¿Tienes frío?
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Hombre, claro, contesta.
-
Pero si el viento es tan ligero, insisto.
Caminamos
por la era, ahora mullida como alfombra verde, crecida por las
últimas lluvias. Así da gusto, dice, contenta, más animada
que otros días. Se ha alborotado cuando nos ha visto en el salón
donde permanecía adormilada. Me ha cogido de la cara para darme un
beso. Tú también has venido, le dice a su hija, mientras la
aprieta contra el pecho. Camina con alegría, cogida de ambos brazos,
bajamos de la era al camino de piedrecillas que tanto le incomodan.
La he soltado un momento, dejándola del brazo de mi hermana y de su
bastón y, entonces, he oído el grito. Ha ido a coger del suelo lo
que pensaba que era una ciruela claudia y no era más que el fruto de
la hiedra, se ha doblado sobre sí misma y se ha caído. He temido lo
peor. La he cogido de los antebrazos y la he levantado. Ha reposado
un rato en pie, luego la he animado a caminar. Le he preguntado si le
dolía. No se va así como así, ha
dicho. Pero ha podido caminar, un paseo largo, lento,
más largo que los días pasados.
Insisto
de nuevo, ¿Tienes frío? Lleva un abrigo ligero
y un pañuelo largo que le da un par de vueltas al cuello.
-
No puedo creer que tengas frío, le digo.
-
Tengo mucho calor, dice, al fin.
-
¿Tienes calor?, le pregunto esperanzado. Y ella,
-
Hombre. Hombre, lo digo con segundas.
Me
sorprende de nuevo esa capacidad que creía dormida para jugar con el
lenguaje. Qué misterio el de su mente. Ahora jugueteo con ella, pero
no siempre ha sido así. Nuestras relaciones han sido frías desde
que de muy pequeño me fui de casa. A ella siempre le ha costado
expresar sus sentimientos, nadie educaba la sensibilidad entonces,
había cosas más urgentes, procurar lo básico. El suyo era un
trabajo agotador que ocupaba todas las horas disponibles del día. Yo
también he sido frío, incluso con mis hijos, menos ahora con mis
nietos. Deberíamos salir con un Smart
Composer de fábrica o, ahora que va a ser posible, con un
software en alguna parte del cerebro que nos sugiera lo que debemos
decir, que nos anime a ser amables, cariñosos con los que queremos.
Qué pocas veces le hacemos sentir a nuestra madre que la queremos,
que pocas veces se lo decimos, si lo hacemos alguna vez. O a nuestros
hijos. Es un rasgo del carácter, una especie de termómetro moral,
el preguntarnos no por las muestras de cariño que echamos de menos
sino por las veces que deberíamos haber dicho con palabras el valor
que concedemos a las personas que queremos. La historia personal es
en parte la historia de un fracaso, las palabras calladas, no dichas.
Cada
día hay una historia que contar. Esas personas que nos atropellan
levantando una nube de polvo con su coche, cuando caminamos por el
camino que va a Santiuste o Torrepadierne, que alguna vez fue
carretera. Hoy nos hemos cruzado con dos coches y un camión, un
trailer gigante impropio para este camino estrecho y bacheado. En
cuanto nos ha visto, lejos, desde el puente sobre la vía del tren,
ha reducido la marcha hasta casi quedar inmóvil. Al llegar a nuestra
altura, con espacio entre nosotros y el gigante sobre ruedas, el
conductor desde su altura ha levantado la mano, saludando, casi se me saltan las
lágrimas. Lo mismo ha hecho uno de los coches, con rótulos en los
costados, de empresa o de un organismo oficial. También ha reducido
la marcha para no levantar una mota de polvo. También nos hemos
saludado. Pero el otro coche, al contrario, ha acelerado al vernos,
con prisa por pasarnos, envolviéndonos en una nube blanca y
cegadora. He tenido tiempo, sin embargo, de mirar al conductor, a la
conductora, pero con la vista al frente me ha ignorado.
Cuando
volvemos, le pregunto si le duele, pero no me contesta. Vamos muy
despacio. Le hago que mire cómo planea un águila sobre nuestras cabezas.
Dónde, pregunta y cuando la ve estalla en júbilo, como un
niño. Luego le señalo las copas de los árboles. El plectro del
viento saca acordes de las altas ramas de los álamos de rivera.
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El otoño se mueve, le digo. Me atrevo con frases que en una
conversación corriente no diría.
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Ese señor pequeño, responde, como si asumiese el juego.
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¿Quién es ese señor pequeño?, le pregunto incrédulo.
-
Pues quién va ser, el viento.
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