sábado, 12 de octubre de 2019

Smart Composer



- Hace viento, pero el sol es dueño de la mañana, digo, consciente del trompeteo verbal. Da gusto caminar así, ¿no crees? ¿Tienes frío?
- Hombre, claro, contesta.
- Pero si el viento es tan ligero, insisto.

Caminamos por la era, ahora mullida como alfombra verde, crecida por las últimas lluvias. Así da gusto, dice, contenta, más animada que otros días. Se ha alborotado cuando nos ha visto en el salón donde permanecía adormilada. Me ha cogido de la cara para darme un beso. Tú también has venido, le dice a su hija, mientras la aprieta contra el pecho. Camina con alegría, cogida de ambos brazos, bajamos de la era al camino de piedrecillas que tanto le incomodan. La he soltado un momento, dejándola del brazo de mi hermana y de su bastón y, entonces, he oído el grito. Ha ido a coger del suelo lo que pensaba que era una ciruela claudia y no era más que el fruto de la hiedra, se ha doblado sobre sí misma y se ha caído. He temido lo peor. La he cogido de los antebrazos y la he levantado. Ha reposado un rato en pie, luego la he animado a caminar. Le he preguntado si le dolía. No se va así como así, ha dicho. Pero ha podido caminar, un paseo largo, lento, más largo que los días pasados. 

Insisto de nuevo, ¿Tienes frío? Lleva un abrigo ligero y un pañuelo largo que le da un par de vueltas al cuello.

- No puedo creer que tengas frío, le digo.
- Tengo mucho calor, dice, al fin.
- ¿Tienes calor?, le pregunto esperanzado. Y ella,
- Hombre. Hombre, lo digo con segundas.

Me sorprende de nuevo esa capacidad que creía dormida para jugar con el lenguaje. Qué misterio el de su mente. Ahora jugueteo con ella, pero no siempre ha sido así. Nuestras relaciones han sido frías desde que de muy pequeño me fui de casa. A ella siempre le ha costado expresar sus sentimientos, nadie educaba la sensibilidad entonces, había cosas más urgentes, procurar lo básico. El suyo era un trabajo agotador que ocupaba todas las horas disponibles del día. Yo también he sido frío, incluso con mis hijos, menos ahora con mis nietos. Deberíamos salir con un Smart Composer de fábrica o, ahora que va a ser posible, con un software en alguna parte del cerebro que nos sugiera lo que debemos decir, que nos anime a ser amables, cariñosos con los que queremos. Qué pocas veces le hacemos sentir a nuestra madre que la queremos, que pocas veces se lo decimos, si lo hacemos alguna vez. O a nuestros hijos. Es un rasgo del carácter, una especie de termómetro moral, el preguntarnos no por las muestras de cariño que echamos de menos sino por las veces que deberíamos haber dicho con palabras el valor que concedemos a las personas que queremos. La historia personal es en parte la historia de un fracaso, las palabras calladas, no dichas.

Cada día hay una historia que contar. Esas personas que nos atropellan levantando una nube de polvo con su coche, cuando caminamos por el camino que va a Santiuste o Torrepadierne, que alguna vez fue carretera. Hoy nos hemos cruzado con dos coches y un camión, un trailer gigante impropio para este camino estrecho y bacheado. En cuanto nos ha visto, lejos, desde el puente sobre la vía del tren, ha reducido la marcha hasta casi quedar inmóvil. Al llegar a nuestra altura, con espacio entre nosotros y el gigante sobre ruedas, el conductor desde su altura ha levantado la mano, saludando, casi se me saltan las lágrimas. Lo mismo ha hecho uno de los coches, con rótulos en los costados, de empresa o de un organismo oficial. También ha reducido la marcha para no levantar una mota de polvo. También nos hemos saludado. Pero el otro coche, al contrario, ha acelerado al vernos, con prisa por pasarnos, envolviéndonos en una nube blanca y cegadora. He tenido tiempo, sin embargo, de mirar al conductor, a la conductora, pero con la vista al frente me ha ignorado.

Cuando volvemos, le pregunto si le duele, pero no me contesta. Vamos muy despacio. Le hago que mire cómo planea un águila sobre nuestras cabezas. Dónde, pregunta y cuando la ve estalla en júbilo, como un niño. Luego le señalo las copas de los árboles. El plectro del viento saca acordes de las altas ramas de los álamos de rivera.

- El otoño se mueve, le digo. Me atrevo con frases que en una conversación corriente no diría.
- Ese señor pequeño, responde, como si asumiese el juego.
- ¿Quién es ese señor pequeño?, le pregunto incrédulo.
- Pues quién va ser, el viento.


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