Cuenta
Manuel Vilas que este verano preguntó
a su hijo pequeño si iba a leer ya la novela. Ordesa,
claro. Su hijo le respondió que cuando estuviese muerto. Una
respuesta esperable de un chaval de 19 años para quien Manuel Vilas
es su padre, no un escritor de éxito que tiene cosas que decir. Pero
la reflexión no se quedaba ahí, sino que le llevó a pensar que
esa, seguramente, habría sido la respuesta de su madre, si estuviese
viva. Su
madre, una de los protagonistas de la novela y de su charla, hoy.
Durante
mucho tiempo, lo que los lectores esperábamos de una novela, y el autor se
esforzaba en concedernos,
era
que fuese verosímil, pero ahora no. Ahora lo que el lector quiere es
que sea veraz. Ese es el triunfo de Manuel Vilas. Muchos autores de
su generación están escribiendo libros parecidos, libros de duelo,
una añoranza culpable de los padres muertos. Un centón de
libros de ese cariz.
Pero Manuel Vilas ofrece dos cosas que es difícil
encontrar en los demás, veracidad y poesía. En casi toda obra
literaria la literatura es insoslayable, un velo de mayor o menor
intensidad que se interpone entre el autor y el lector. Al fin, nos
parece que estamos leyendo literatura, una serie de velos tras los
que el autor se oculta, tras los que el lector refrena sus miedos,
tras los que la vida no acaba de presentarse desnuda
e indefensa.
Eso es lo que no está en Manuel Vilas, o está tan bien presentado
que los velos apenas se hacen visibles. Decía Jose María Valverde
que había que escuchar la voz del poeta para oír su fraseo, cómo
respiraba la frase, sus periodos, para comprenderlo mejor, para
seguir su ritmo.
Al
escuchar
a Manuel Vilas hablando de su novela, de lo que cuenta en su novela,
se oye el ritmo de la vida, la alegría y la tristeza verdaderas.
Ordesa
es un himno sagrado a la vida.
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