“Los humanistas pensaban que las experiencias suceden en nosotros y que debemos encontrar en nuestro interior el significado de todo lo que sucede, infundiendo así significado al universo. Los dataístas creen que las experiencias carecen de valor si no se comparten y que no es necesario -de hecho no es posible- encontrar significado en nuestro interior. Solo hace falta que inscribamos y enlacemos nuestra experiencia con el gran flujo de los datos, y los algorritmos descubrirán su significado y nos indicarán qué debemos hacer” (Yuval Noah Harari).
¿Estamos
cerca de la singularidad, el momento en que las máquinas alcanzarán
y superarán la inteligencia humana? Los transhumanistas creen que
sí, incluso se atreven a poner fecha, el día en que alcanzaremos
ese hito tecnológico, sino más, al momento en que la enfermedad y
la muerte habrán quedado atrás. En algún momento de la segunda
década de este siglo la fe en la ciencia y su retoño, la
tecnología, ha trastocado nuestra relación con la naturaleza, la
digitalización del mundo y el acceso inmediato a toda información
nos ha hecho creer que todo es posible, un optimismo
infatuado, un delirio de omnipotencia que quiere ocultar la
conciencia trágica que acompaña al homo sapiens desde que
abrió los ojos. Es tal la fe en el nuevo paradigma que ya hay
físicos que afirman que el universo es información (It from
bit). Pero si todo lo tenemos al alcance de un toque digital en
la pantalla, si el mundo puede contenerse en la enciclopedia digital,
porque lo podemos reducir a cantidades discretas fácilmente
almacenables, ¿es que no somos más que eso, toda nuestra
experiencia, nuestra historia, la de los individuos de la humanidad
entera, se reduce a datos cuyo significado nos desvelan precisos
algoritmos? ¿Nada queda, ninguna experiencia inefable,
incomunicable, todas valen lo mismo hasta ser indistinguibles? “¿Qué
hay del “pensamiento secreto, impenetrable, despierto y silencioso
del cerebro individual”? ¿Qué estamos perdiendo en la revolución
digital?
El dataísmo es la fe, la nueva religión. Sus adeptos son millones o miles de millones, andamos con la vista perdida en la pantalla, tropezando, sin alzar la vista para ver qué cara tienen ellos, los otros, igualmente embebidos. ¿Estamos perdiendo la conciencia, la capacidad de juzgar, discriminar, proponer, dudar, para aceptar que lo que las cosas del mundo significan es lo que se nos ofrece en la pantalla, sin darnos cuenta de que de ese modo nos volvemos irrelevantes? ¿Renunciamos a nuestra propia experiencia, a nuestro modo único de percibir y estar en el mundo? ¿Por qué estamos seguros de que el mundo será diáfano, de que todos los problemas encontrarán solución? ¿Esa analogía que se impone entre el cerebro y la máquina digital es correcta, es el cerebro digital, una sucesión de estados discretos, no es también analógico, continuo?
El dataísmo es la fe, la nueva religión. Sus adeptos son millones o miles de millones, andamos con la vista perdida en la pantalla, tropezando, sin alzar la vista para ver qué cara tienen ellos, los otros, igualmente embebidos. ¿Estamos perdiendo la conciencia, la capacidad de juzgar, discriminar, proponer, dudar, para aceptar que lo que las cosas del mundo significan es lo que se nos ofrece en la pantalla, sin darnos cuenta de que de ese modo nos volvemos irrelevantes? ¿Renunciamos a nuestra propia experiencia, a nuestro modo único de percibir y estar en el mundo? ¿Por qué estamos seguros de que el mundo será diáfano, de que todos los problemas encontrarán solución? ¿Esa analogía que se impone entre el cerebro y la máquina digital es correcta, es el cerebro digital, una sucesión de estados discretos, no es también analógico, continuo?
Qué
nos pasa, qué nos sucede, qué nos falta. Cuál es el espíritu de
nuestra época. Creemos en la ciencia, confiamos en la tecnología,
en nuestra capacidad de dominar el mundo, hemos expulsado a las
religiones de nuestra cosmogonía y sólo confiamos en nuestra
capacidad, voluntad y libre albedrío, hemos creado un mundo secular,
laico, aunque no del todo, porque en lugar de religiones tenemos
ideologías, tampoco hemos abandonado del
todo los rituales que nos comunicaban con lo divino, los sustituimos
por procedimientos, rutinas, formulismos, protocolos, repeticiones,
tan necesarias para garantizar la invariabilidad de los significados.
“La humanidad se mira a sí misma y sospecha haber perdido algo,
sin saber bien qué es, pero sabe que no puede recuperar”. Todo
cabe en nuestra sociedad, las propias religiones, occidentales y
orientales, las sectas, las opiniones, pero a condición de que
renuncien a la trascendencia, porque nada alcanza un sentido exterior
a la propia sociedad que las justifica y comprende y las sujeta a
estrictos protocolos de funcionamiento.
El
sentido de los religioso tiende a extinguirse, el hombre secular que
es capaz de estudiar y comprender cualquier cosa está perdiendo lo
que de divino había en él, como si no hubiese algo más allá de la
sociedad en que vive, convertida en ídolo, en la mayor de las
supersticiones. Lo único que no comprende, dice Calasso, es lo
divino: “Lo esencial no es creer sino conocer en la oscuridad, esa
es la condición de quien se niega a aceptar la religión o la
superstición de la sociedad”.
“Hay épocas que dicen: no nos importa el ser humano, el hombre es usado como ladrillo, como cemento, pero no se construye para él, es él quien se convierte en material de construcción. La arquitectura social se mide a escala humana. A veces se vuelve hostil para el hombre, de cuya humillación y anulación nutre la propia grandeza. Todos advierten la monumentalidad de la arquitectura social que se avecina. La montaña no se ve aún, pero ya proyecta su sombra sobre nosotros; deshabituados a las formas monumentales de la vida social y acostumbrados a la mediocridad estatal y jurídica del siglo XIX, nos movemos en esta oscuridad asustadizos y extraviados, incapaces de comprender si estamos bajo el ala de la noche inminente o a la sombra de la ciudad natal donde deberemos entrar”.
Así
escribía, glosa Roberto Calasso, el poeta ruso Madelstam, en un
ensayo de 1922, ante “el acontecimiento desbordante que estaba
teniendo lugar, que nadie conseguía nombrar y del que él mismo iba
a ser una de las innumerables víctimas: la sociedad que lo usa todo
como material de construcción”. ¿Estamos nosotros también ante
un acontecimiento, de otro tipo, que nos toma por soldaditos de
silicio para construir un mundo donde la humanidad desaparece?
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