martes, 25 de septiembre de 2018

La actualidad innombrable, de Roberto Calasso



Los humanistas pensaban que las experiencias suceden en nosotros y que debemos encontrar en nuestro interior el significado de todo lo que sucede, infundiendo así significado al universo. Los dataístas creen que las experiencias carecen de valor si no se comparten y que no es necesario -de hecho no es posible- encontrar significado en nuestro interior. Solo hace falta que inscribamos y enlacemos nuestra experiencia con el gran flujo de los datos, y los algorritmos descubrirán su significado y nos indicarán qué debemos hacer” (Yuval Noah Harari).

       ¿Estamos cerca de la singularidad, el momento en que las máquinas alcanzarán y superarán la inteligencia humana? Los transhumanistas creen que sí, incluso se atreven a poner fecha, el día en que alcanzaremos ese hito tecnológico, sino más, al momento en que la enfermedad y la muerte habrán quedado atrás. En algún momento de la segunda década de este siglo la fe en la ciencia y su retoño, la tecnología, ha trastocado nuestra relación con la naturaleza, la digitalización del mundo y el acceso inmediato a toda información nos ha hecho creer que todo es posible, un optimismo infatuado, un delirio de omnipotencia que quiere ocultar la conciencia trágica que acompaña al homo sapiens desde que abrió los ojos. Es tal la fe en el nuevo paradigma que ya hay físicos que afirman que el universo es información (It from bit). Pero si todo lo tenemos al alcance de un toque digital en la pantalla, si el mundo puede contenerse en la enciclopedia digital, porque lo podemos reducir a cantidades discretas fácilmente almacenables, ¿es que no somos más que eso, toda nuestra experiencia, nuestra historia, la de los individuos de la humanidad entera, se reduce a datos cuyo significado nos desvelan precisos algoritmos? ¿Nada queda, ninguna experiencia inefable, incomunicable, todas valen lo mismo hasta ser indistinguibles? “¿Qué hay del “pensamiento secreto, impenetrable, despierto y silencioso del cerebro individual”? ¿Qué estamos perdiendo en la revolución digital? 

         El dataísmo es la fe, la nueva religión. Sus adeptos son millones o miles de millones, andamos con la vista perdida en la pantalla, tropezando, sin alzar la vista para ver qué cara tienen ellos, los otros, igualmente embebidos. ¿Estamos perdiendo la conciencia, la capacidad de juzgar, discriminar, proponer, dudar, para aceptar que lo que las cosas del mundo significan es lo que se nos ofrece en la pantalla, sin darnos cuenta de que de ese modo nos volvemos irrelevantes? ¿Renunciamos a nuestra propia experiencia, a nuestro modo único de percibir y estar en el mundo? ¿Por qué estamos seguros de que el mundo será diáfano, de que todos los problemas encontrarán solución? ¿Esa analogía que se impone entre el cerebro y la máquina digital es correcta, es el cerebro digital, una sucesión de estados discretos, no es también analógico, continuo?

          Qué nos pasa, qué nos sucede, qué nos falta. Cuál es el espíritu de nuestra época. Creemos en la ciencia, confiamos en la tecnología, en nuestra capacidad de dominar el mundo, hemos expulsado a las religiones de nuestra cosmogonía y sólo confiamos en nuestra capacidad, voluntad y libre albedrío, hemos creado un mundo secular, laico, aunque no del todo, porque en lugar de religiones tenemos ideologías, tampoco hemos abandonado del todo los rituales que nos comunicaban con lo divino, los sustituimos por procedimientos, rutinas, formulismos, protocolos, repeticiones, tan necesarias para garantizar la invariabilidad de los significados. “La humanidad se mira a sí misma y sospecha haber perdido algo, sin saber bien qué es, pero sabe que no puede recuperar”. Todo cabe en nuestra sociedad, las propias religiones, occidentales y orientales, las sectas, las opiniones, pero a condición de que renuncien a la trascendencia, porque nada alcanza un sentido exterior a la propia sociedad que las justifica y comprende y las sujeta a estrictos protocolos de funcionamiento.

        El sentido de los religioso tiende a extinguirse, el hombre secular que es capaz de estudiar y comprender cualquier cosa está perdiendo lo que de divino había en él, como si no hubiese algo más allá de la sociedad en que vive, convertida en ídolo, en la mayor de las supersticiones. Lo único que no comprende, dice Calasso, es lo divino: “Lo esencial no es creer sino conocer en la oscuridad, esa es la condición de quien se niega a aceptar la religión o la superstición de la sociedad”.
Hay épocas que dicen: no nos importa el ser humano, el hombre es usado como ladrillo, como cemento, pero no se construye para él, es él quien se convierte en material de construcción. La arquitectura social se mide a escala humana. A veces se vuelve hostil para el hombre, de cuya humillación y anulación nutre la propia grandeza. Todos advierten la monumentalidad de la arquitectura social que se avecina. La montaña no se ve aún, pero ya proyecta su sombra sobre nosotros; deshabituados a las formas monumentales de la vida social y acostumbrados a la mediocridad estatal y jurídica del siglo XIX, nos movemos en esta oscuridad asustadizos y extraviados, incapaces de comprender si estamos bajo el ala de la noche inminente o a la sombra de la ciudad natal donde deberemos entrar”.

      Así escribía, glosa Roberto Calasso, el poeta ruso Madelstam, en un ensayo de 1922, ante “el acontecimiento desbordante que estaba teniendo lugar, que nadie conseguía nombrar y del que él mismo iba a ser una de las innumerables víctimas: la sociedad que lo usa todo como material de construcción”. ¿Estamos nosotros también ante un acontecimiento, de otro tipo, que nos toma por soldaditos de silicio para construir un mundo donde la humanidad desaparece?




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