Vamos
en el coche en dirección al atardecer. La caída del sol se ve
interrumpida por un oscuro manchurrón. Todo el firmamento está
despejado salvo por nubes alargadas e irregulares hacia el oeste. Le
digo que hoy es el día de la fiesta del pueblo, su pueblo, donde
vivió sus años felices, donde yo nací. Le pregunto si se acuerda.
Dice que sí, con énfasis, cómo no se va a acordar. Le pido
detalles pero no dice nada. Le hablo del baile y, ella, que iban los
jóvenes. ¿Forasteros? Sí, de los pueblos, dice. Aunque no recuerda
los nombres de esos pueblos. Solarana, Revilla, Nebreda,
¿Quintanilla?, le pregunto. Hombre, no, como no fuesen de la
familia. Está demasiado lejos. ¿Y Villoviado?, se ríe. ¿Y algo
más, aparte del baile? ¿La cazuela de conejo? ¿Recuerdas los
conejos que tenías en el corral? Dice que sí, pero nada más. Mira
al frente.
No
ha dejado de mirar al frente. Es una náufraga de un tiempo que se ha
desenganchado de su centro de gravedad. Su marido murió, todos sus
hermanos murieron, sus amigas murieron, no queda nadie con quien
hablar de aquel tiempo. Todos los demás, los que ahora la tratan o
cuidan, son más jóvenes. Quizá ha ido perdiendo la cabeza porque
no tiene con quien compartir sus recuerdos. El mundo, su mundo, el
que tejió con su experiencia, no existe más que en su cabeza, a
nadie le sirve. Ya sólo quedan retazos inconexos, cada vez más
estrechos, horizontales, irregulares, como esos cúmulos que impiden
que el sol muestre su brillo.
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