domingo, 23 de septiembre de 2018

Atardecer




          
            Vamos en el coche en dirección al atardecer. La caída del sol se ve interrumpida por un oscuro manchurrón. Todo el firmamento está despejado salvo por nubes alargadas e irregulares hacia el oeste. Le digo que hoy es el día de la fiesta del pueblo, su pueblo, donde vivió sus años felices, donde yo nací. Le pregunto si se acuerda. Dice que sí, con énfasis, cómo no se va a acordar. Le pido detalles pero no dice nada. Le hablo del baile y, ella, que iban los jóvenes. ¿Forasteros? Sí, de los pueblos, dice. Aunque no recuerda los nombres de esos pueblos. Solarana, Revilla, Nebreda, ¿Quintanilla?, le pregunto. Hombre, no, como no fuesen de la familia. Está demasiado lejos. ¿Y Villoviado?, se ríe. ¿Y algo más, aparte del baile? ¿La cazuela de conejo? ¿Recuerdas los conejos que tenías en el corral? Dice que sí, pero nada más. Mira al frente.

           No ha dejado de mirar al frente. Es una náufraga de un tiempo que se ha desenganchado de su centro de gravedad. Su marido murió, todos sus hermanos murieron, sus amigas murieron, no queda nadie con quien hablar de aquel tiempo. Todos los demás, los que ahora la tratan o cuidan, son más jóvenes. Quizá ha ido perdiendo la cabeza porque no tiene con quien compartir sus recuerdos. El mundo, su mundo, el que tejió con su experiencia, no existe más que en su cabeza, a nadie le sirve. Ya sólo quedan retazos inconexos, cada vez más estrechos, horizontales, irregulares, como esos cúmulos que impiden que el sol muestre su brillo.

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