miércoles, 10 de diciembre de 2008

Las horas del verano

¿Qué le habrá ocurrido a Olivier Assayas para hacer una peli tan maravillosa como esta?  No es que sus otras pelis fueran malas, pero aprecio un salto de madurez espectacular. La historia es sencilla y es posible que algún espectador despistado no aprecie las muchas cosas que suceden dentro de este film.
Asistimos a la última reunión veraniega de una familia burguesa en algún lugar del sur de Fracia. Una madre rodeada de recuerdos y objetos valiosos, memoria de una vida junto a artistas con valor de mercado; tres hijos con sus nietos, cuyas vidas están a punto de dar un tumbo; una criada de pueblo, apegada a la casa familiar, para quien la vida no tiene mayor misterio. En nuestro mundo interconectado, dos de los hijos están a punto de dejar de ser franceses para ser neoyorquinos o mudarse a Shanghai. El tercero, cuando muera la madre, se quedará en Francia con la intención de conservar su legado. Ilusión de albacea fuera de un tiempo cuyo signo es la velocidad. Los hermanos disputan sobre si debe venderse la casa, los objetos valiosos, la herencia.

Sobre esa pequeña historia gravitan mundos. Una melancolía general sobre la pérdida de Francia -Europa-, lo que fue, lo que ya no puede ser. La influencia que sobre las vidas están ejerciendo los cambios del mundo. La madre muere sola, una sombra en el atardecer de un pasillo. Sus recuerdos, que se reparten entre el Museo d'Orsay y las tiendas de subasta, en los que sus hijos ven sólo dinero para pagar una nueva casa. Las vidas de los hermanos disgregadas a la velocidad de la luz. En una escena, el hijo que se queda en Francia, contempla con su esposa una mesa que ahora expone el Museo d'Orsay: la hemos visto antes en la vieja casa familiar impregnada de objetos tan vivientes como las mismas personas que disfrutaban de ellos; ahora la vemos singularizada, con la fría luz del museo. Reflexionan, sobre la mesa vacía, sobre un jarrón que una vez tuvo flores, sobre la frialdad de los cuadros enjaulados en los museos.

Todo se va contando imperceptiblemente, casi sin relato, con el discurrir de las escenas, de la música, del silencio, de los suaves fundidos en negro, con una elegancia inesperada comparada con el abrupto y ruidoso cine de cartelera. El espectador queda atrapado por el lento discurrir y no querría salir de ese mundo, que quizá sólo ha conocido por pelis antiguas y novelas de otro tiempo, la melancolía se le pega a los ojos, el despertar a la realidad es violento. Ese mundo que se deshace, quizá nunca fue, pero fue bonito creer en él. Así que el director, sin compasión por el espectador, en la secuencia final, llena la casa de adolescentes gritones, cuya música, vestidos, diálogos y maneras nada tienen que ver con aquel mundo perdido que Jérémie, el hijo mayor, con nosostros, hubiese querido conservar.

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