sábado, 30 de noviembre de 2024

10. Guinea final

 


- No entiendo cómo se puede venir a hacer turismo aquí.


Era alrededor de la una de la madrugada en el aeropuerto de Bissau. El calor húmedo, pegajoso, sofocante. Sudábamos. La sala de espera estaba casi llena. Me había bebido todo el agua que llevaba encima. Nos quedaban dos horas para la salida del vuelo, un maratón de resistencia. Casi 24 horas hasta llegar a casa. De los cuatro cacharros de ventilación no funcionaba ninguno. Anna se fue a quejar. Le dijeron que sí, que ya. Al cabo, apareció un técnico. Dos estaban inservibles y los otros dos, traqueteando, empezaron a emitir ráfagas de aire algo más fresco. Busqué un asiento cercano al aire un poco más fresco.




Me senté al lado de una mujer joven. Formaba parte de un nutrido grupo de cooperantes. Todos chicas y un chico, enfermeras y estudiantes del área de medicina que acababan su estancia en una zona del norte pegada a Senegal. A cuenta de una pequeña ONG gallega habían venido a montar un dispensario. No había visto otra Guinea que la de aquellas zonas apartadas, ni siquiera habían tenido tiempo ni ganas de ver Bissau. Lo que vieron era suficiente. Cada día largas colas de una población a la que nadie atendía. Lo primero desparasitar. Todo el mundo tenía piojos. Para lo demás no tenían medios. Me habló del raquitismo de los niños, de la carencia de lo mínimo para la subsistencia. De los cultivos prácticamente inexistentes, algo de arroz de secano, huertos minúsculos. De la falta de voluntad de la gente para trabajar, para hacer cualquier cosa: no era solo cuestión de fuerza física. Sabía que aquellos niños que les visitaban no iban a durar mucho.




Entonces me preguntó qué hacía yo allí, a qué habíamos ido a Guinea. Le conté. Fue entonces cuando me dijo que no comprendía venir a hacer turismo en una zona como aquella. Después de lo que ella me había contado me daba vergüenza decir que hacíamos un turismo ecológico. Le expliqué cómo funcionaba el Hotel Parque Orango. Lo que suponía como fuente de trabajo para los habitantes de la isla. La relación que establecía entre los turistas y los poblados. Los recursos en forma de ayuda y dinero que aportaban. El material que en cada viaje se traía. La ayuda en becas de estudio. 




Le hablé de gente como Iris, trabajadores y cooperantes, que ponía en contacto a la población con ONGs o asociaciones de ayuda. Que establecía relaciones de amistad con la población local, lo que abría perspectivas laborales y de estudio. Una relación continuada que no les dejaba solos en ausencia de gobierno. 


Me enseñó fotografías, las colas en el dispensario, las brazos raquíticos, la piel de brazos y pies de una mujer, escamosos, viejos como los de un cocodrilo. Me siguió contando que el dispensario solo iba a ser atendido una vez por semana, el alma en los pies, vi que tenía. Comparado, Eticoga era el paraíso.


Pasado mañana están convocadas elecciones para elegir nuevo parlamento y presidente, pero han sido suspendidas. A buena parte de la población les da lo mismo.


Llaman para embarcar. Nos despedimos. Desde Casablanca, ellos van a Oporto y después a Vigo, nosotros a Madrid.


viernes, 29 de noviembre de 2024

9. Nino Galissa (Bissau)




Dejamos pasar las horas en el vestíbulo del hotel hasta que llegue el momento de ir a cenar. Piscina, cambio de ropa, refrescos. Esta noche no vamos a dormir. Tenemos cita en la casa del músico Nino Galissa, bien conocido en Barcelona. Es una casa bonita. En un corro de sillas junto a un gran mango del patio, nos ofrecen cenar arroz, ensaladilla rusa, sinapia y pollo asado y zumos de distintas frutas, muy ricos. 




Nino Galissa pertenece a la tradición de los narradores orales, 'griot', de las tribus mandinga, en el África Occidental. En torno a la Kora, un instrumento con caja de percusión en forma de media calabaza y ventiún cuerdas, los 'griot' -parecidos a juglares- convirtieron en música historias y leyendas de reyes y de sus pueblos. Galissa nos habla de la importancia del mango para formar comunidad y transmitir la tradición. Él aprendió de su padre, Buli Galissa, considerado el más destacado de los modernos 'griot', y de una escuela de intérpretes del instrumento. Habla de sus actuaciones recientes en Barcelona, donde tiene dos hijos con una catalana, y en Lisboa, de su proyecto de recoger niños del barrio que se han quedado sin padres y de construir una escuela en la vecindad. Su idea es atraerlos a través de la música y de otras actividades relacionadas con los medios digitales, de modo que no se aburran y abandonen la escuela.




En el corro de sillas, compartiendo la cena, además de los niños hay gente del barrio. No llenarán su plato hasta que lo hayamos hecho nosotros. Tras la cena nos ofrece un recital acompañado de la Kora, el instrumento típico de los países ecuatoguineanos como Senegal, Gambia, Mali o las Guineas. Un músico, a su lado, golpea la caja de percusión y dos muchachas, que pertenecen al Ballet Nacional de Guinea Bissau, mueven el cuerpo al son de la música. En una de las canciones hace que bailemos cada uno de nosotros, individualmente.




El grupo está poco participativos, ante la invitación de Galissa, somnolientos y cansados y, sin embargo, muy agradecidos. Una suerte increíble, extraordinaria, acabar el viaje de este modo.


jueves, 28 de noviembre de 2024

8. Bissau


El día comenzaba en el populoso mercado de Bissau. La ciudad tiene algo más de medio millón de habitantes -el país millón y medio; todos parecían estar en el mercado, apretados en minúsculas aceras, bajo un sol abrasador, entre calles invadidas por coches y motocarros y puestos de mercancías. No sé si se puede encontrar de todo (desde camisetas de la liga a tarjeta SIM para el teléfono), pero lo que más abunda son frutos secos -cacahuetes y anacardos- y bolsitas de agua fresca que sirven para uno o dos tragos. Y telas, muchas telas, repetida su geometría y colores muchas veces en diferentes puestos. A eso hemos ido, a comprar telas hechas de algún tejido plástico con los colores vivos que aquí se estilan y luego barnizadas. Telas que se harán servir como manteles o para hacer dashiki o las saias de las bijagos.




Si al menos hubiésemos podido hacer fotos del abigarramiento, pero a los muchos musulmanes que regentan las tiendas no les gusta que fotografíen a sus mujeres. He sido precavido, las mejores fotografías se me han quedado en el retina. La segunda cosa que hemos comprado casi todos han sido anacardos, preparados en saquitos para turistas. Salvo algún caso, no hemos practicado el arte local del regateo. Se les daba lo que pedían e incluso más.




Frente a la plaza de la independencia tomamos unas mini cervezas, las Super Bock XL se habían acabado, insuficientes para aplacar nuestra sed. En la plaza, adornada con una fea escultura de origen colonial, a la que los revolucionarios de Amílcar Cabral, tras la independencia, coronaron con una estrella de cinco puntas, está el Parlamento, al que como al resto de las instituciones oficiales no quieren que se les fotografie. Esperábamos a que llegase Tomé, un amigo de Iris, subdirector de la agencia de parques nacionales. Tomé se dice gambiano cubano guineano, por la procedencia familiar, la formación y su actual residencia. De humor ácido, se burla de las instituciones y políticos del país, como hace cualquier persona en cualquier parte con un mínimo sentido de las cosas.




Paramos a comer en un restaurante con un bonito nombre, 'Paladares'. En una pantalla transmiten un partido entre el Alavés y el Atlético de Madrid. Nadie le presta atención. Mientras hacemos la comanda y esperamos más de una hora a que nos sirvan el ceviche, el choco o los calamares, Tomé nos cuenta la historia del joven país: la lucha de los revolucionarios por la independencia contra Portugal, el fallido intento de unión con Cabo Verde, los seis buenos años de gobierno del hermano de Cabral, cuando Guinea pudo ser el país industrial de Centro África y la caída hasta el estado de miseria actual. Tomé dice, sin perder el humor, que antes era muy crítico en redes, pero su temor a perder el puesto de trabajo lo enmudeció.




Con el calor apretando, nos enseña una estructura de cubos metálicos que representa el levantamiento revolucionario. Ante ella, en la calle, jóvenes de buena planta ensayan un desfile de modelos. No muy lejos, el puerto, corroído por la humedad salina, como le pasa a cualquier cosa expuesta al paso del tiempo y al agua salobre. La fortaleza militar -no fotografiable- de la época portuguesa y el barrio colonial, desconchado, las casas abandonadas, en lenta restauración. Un barrio vacío en contraste con la humanidad apretada en torno al mercado.




Octavio, Pepa y yo caminamos hasta la plaza del Che Guevara. Antes de la independencia, estaba dedicada al explorador portugués que primero llegó a Bissau. Después se dedicó al revolucionario, un medallón metálico con la efigie del Che pegada a una fea estructura de hormigón. Todas las esculturas son feas, la excusa, el estilo brutalista de aquellos años.


Atardece y el calor sofocante amaina un poco. Hemos de prepararnos para partir.



miércoles, 27 de noviembre de 2024

7. Adiós a Orango

 


Atardecía cuando los artesanos de Eticoga se acercaban con sus maderas trabajadas. Hipopótamos, gacelas, cocodrilos y máscaras rituales. El grupo compra sin regatear. Han encendido un par de hogueras sobre la playa y la brisa trae el humo hacia nosotros. No habrá mosquitos pero llena de agrio olor camisetas y pantalones.




Ya enfilan las lanchas al noreste, once en una, cinco en otra. El reflejo del sol en el agua nos deslumbra a estribor. En la playa quedan las mujeres de Eticoga con sus vistosas túnicas. Alguien le ha dicho a una guapa bijagosa con su bonito azul eléctrico con cenefas rojas y dibujos: 'Dame tu hermosa turica y te doy mis ropas'. Ella lo ha despedido con una sonrisa todo malicia. Sonrientes, amistosas, traían los últimos encargos, brillantes tejidos africanos, un cinturón posparto que ha tenido mucho éxito. Cada cosa que venden es una ayuda invaluable para una economía en el límite de la subsistencia Los hombres asisten circunspectos a la toma de fotos. 




Echamos de menos a Belmiro que no ha venido a despedirse. He visto en algunos ojos la pena de los adioses. Han sido pocos días pero con una intensidad que en cada uno había dos o tres: el amanecer y el atardecer, el silencio de la hora bruja, la mañana en un sitio, la tarde en otro. Como pega, la cicatera Yarmile y sus cuentas, siempre con los restos del cambio a su favor.




Cada uno se despide a su manera de Orango del Archipiélago de Bijagos, de sus gentes. Ángel, Iris y Marina, Paula y Rosa, Maribel y Octavio, Eduardo y Amelia, Pepa y Anna, Pilar y Roberto, Carmen y yo mismo. Los viajeros que no quisiéramos ser turistas. Ahí estaban despidiéndonos, junto a otros, Isabel, Ioanna y Manuela, presidenta de la asociación de mujeres, que es la que organiza la economía del pueblo.


La lancha navega sobre agua mansa, en el mar interior del archipiélago, qué diferencia con los saltos de ayer en mar abierto. Cuando pasamos junto a la isla de las Gallinhas y la de Mayo, largas mangas de arena de las que despegan bandadas de aves, pelícanos solitarios, garzas, cormoranes. Las mangas se prolongan bajo el agua. En ellas pescadores con el agua por debajo de la rodilla descienden de barcas cercanas para tirar la red. Aquí y allá en medio del mar calmo pequeñas pesqueros, el aleteo ritmado de un grupito de ánades que se desplaza, el coreográfico despliegue de los pelícanos. 



Mujeres a pie buscan convé y en la orilla del manglar ostras. La extensión arenosa de las islas se cubre durante la marea alta. Las propias islas quedarán sumergidas cuando el océano suba de nivel como consecuencia del cambio del clima. En el archipiélago se prohibe la pesca internacional; es una reserva marina. 




Los grandes pesqueros esperan en aguas internacionales a que les lleven lo que los locales sí pueden pescar, en especial tiburones, sus aletas tan preciadas en Asia. India China y Pakistán son los grandes clientes de este país. De los almacenes secretos de la droga en islas apartadas algo se dice pero poco se sabe con certeza.




Remontamos el río Quinhamel o del Mar Azul. En Google Maps es una fina línea azul, en la realidad, es más del doble la anchura del Ebro en su dseembocadura. En el embarcadero de Quinhamel, donde hace una semana comenzamos nuestra aventura, nos espera el chapoteo del barro a la salida, el gran baobab y el calor. 



Nos despedimos de los últimos de Orango, los barqueros: Augusto y Joao, Nelson y Carlitos. La larga cinta gris de asfalto, los caminos de tierra hasta la ciudad, las mujeres con el rodete, los bultos en la cabeza y la vistosa saia, el aeropuerto, el barrio militar, por supuesto, el de mejor trazas, el seguido de puestecitos en los bordes, el hotel como una burbuja, la comida con almejas y gambas algo decepcionante, en Coqueiros, el mercadillo artesano donde Carmen se echa unos bailes al son de una Kora, el cansancio.



martes, 26 de noviembre de 2024

6. Tortugas en Poilāo

 


La lancha surfea sobre el fuerte oleaje en mar abierto. Las olas como en un tobogán la llevan a lo alto y al bajar golpea con fuerza el agua. Un sonido metálico y seco. Estoy dolorido. Al subir a la lancha descalzo he resbalado sobre la húmeda superficie metálica y me he pegado un trompazo en la tibia. Tengo una herida aparatosa en el dedo gordo del pie.




 Antes durante la noche Belmiro nos ha dado un buen susto: durante un rato largo jadeaba y tosía como si se fuese a ahogar. Belmiro, puesto por el hotel, está siendo el guía más valioso, el más esforzado. Hizo lo que pudo para pescar en la isla dos Cabalos, mientras todos los demás nos bañábamos o comíamos, al llegar a Poilāo. Al atardecer, hizo lo mismo, pero no tuvo suerte. No cenamos pescado, pero cenamos pollo sabrosísimo que él mismo cocinó. La organización en la isla de las tortugas ha sido casi perfecta, el montado de las tiendas y de la pequeña ducha, la cena y el desayuno.




El tracatrá de la lancha sobre el agua nos acompaña de vuelta a Orango, sin paradas intermedias, salvo para ver en una manga de arena un flamenco solitario junto a una colonia de garzas reales.


Dejamos atrás Poilāo, la isla más interesante del pequeño archipiélago. En ella abandona la gente de Canhabaque al hombre o mujer que va a hacer el fanado. Es, para ellos, una isla sagrada. Nadie salvo el iniciado podía atracar en ella hasta que la isla se convirtió en zona de especial protección de la tortuga verde. Un retén de guardas vigila y tiene cuidado del proceso de desove de las tortugas. Eso sucede en las playas que rodean a la pequeña isla. En el interior boscoso se mantiene el interdicto. Nadie que no sea un iniciado de Canhabaque puede entrar.


©Carmen Vázquez 


Las tortugas dependiendo de la marea desovan por la noche. Lo hacen de julio a noviembre. A las doce, Hamilton, el encargado en la isla del programa de protección, nos avisa de que las tortugas están listas para el desove. Sobre la arena están visibles las huellas que han dejado para adentrarse lo suficiente como para ahondar en la arena. Vemos un gran ejemplar afanarse con sus brazos haciendo el hoyo. Cuando es suficientemente profundo empieza la puesta; se pueden ir contando los huevos blancos que van cayendo, entre 80 y 120. Se nota el enorme esfuerzo que hace, incluso se oye una especie de suspiros.




No conseguimos ver a las tortugas que salen del mar. Lo desaconsejan para que no entren en estrés y vuelvan al agua. Pero sí otros ejemplares en distintas fases del anidamiento. También vemos cómo vuelven al mar. El proceso es lento, tarda varias horas. Los huevos permanecen entre 45 y 60 días enterrados. Por la mañana temprano volvemos a la zona para ver si ha quedado alguna tortuga varada en la arena o entre las rocas. Y así ha sido. Vemos a dos ejemplares atascadas en una zona rocosa. A una podemos ayudarle levantándola del caparazón y orientándola por un pasillo de arena. A la otra la dejamos en un charquito esperando que la subida de la marea le ayude a salir.




Poco después vemos un tropel de tortuguitas listas para abandonar el nido y meterse en el agua, su medio natural, por primera vez. Algunas se orientan fácilmente, otras se pierden, hacen un recorrido largo, desorientadas. Los guardas las recogen en un cubo y las sueltan cerca de la orilla. Por encima sobrevuelan buitres, de color blanquinegros en esta zona, esperando su oportunidad, que no llegará mientras estemos nosotros presentes. 




Antes de irnos, en bolsas grandes, recogemos parte de los plásticos y basura que desde el océano se va acumulando en la arena. Nos espera un largo viaje de tres horas para volver a Orango. En Orango nos espera la cuarta forma de cocinar una barracuda, al horno esta vez, presentada sobre hojas de banano, de una pieza con arroz y una rica salsa.

lunes, 25 de noviembre de 2024

5. Reserva de Vieira y Poilāo

 


Los turistas son como aves de paso. Hemos visto a una pareja de franceses durante dos días, Ayer llegaron tres británicos. Y mientras paseo, al amanecer, por la playa de arena blanca, un par de jóvenes llega en una lancha neumática. No atracan, simplemente recogen a un guía local para ir probablemente al lugar de los hipopótamos. Dos córbidos de pechuga y cuello blanco me saludan con su hosco sonido. Los tres británicos, que anoche en la cena conocimos por la altanera voz de uno de ellos, con su guía, suben los aparejos de pesca en una barca con logotipo de una asociación de pesca internacional. 


No hay brisa esta mañana que atempere el calor, el sol sale con fuerza. Trabajadores del hotel acarrean hacia las lanchas el material para la acampada en la isla de Poilāo. Allí esperamos ver el desove de tortugas. A uno de los trabajadores se le ha salido el hombro. Ángel con dificultad intenta recolocárselo. No lo consigue, tendrá que ir a Bissau. Anna celebra su cumple y el fin de su vida laboral. Para celebrarlo, durante el desayuno, nos ofrece bombones con un piquito de vodka en su interior.


Los desayunos aquí no son abundantes pero suficientes. Un panecillo, un quesito, una pequeña salchicha, un huevo o un trocito de tortilla, y mantequilla para acompañar las confituras propias del lugar: de baobab, de mango... Un muy ligero zumo de lima y un café o té, ambos de sobre.




La primera parada la hacemos en la Ilha dos Cavalos, parte del archipiélago del Parque Nacional Marinho Joāo Vieira e Poilāo. En Cavalos el sol cae de plano, hay vegetación pero no de sombra. Hemos traído unas sombrillas, por lo que apenas salimos del agua para soportar el calor y unos bichos que por la picadura se parecen a los tábanos. 




Comemos de picnic, arroz y y unos trocitos de ternera en un táper. Mientras, Belmiro pesca para la cena de la noche. El paraíso debe ser parecido a esta isla, arena blanca, densa y verde vegetación, silencio, un mar calmo donde refrescarse, y molestos bichos con sus inevitables picaduras, eso sí, y dejar que pasen las horas sin preocupación.




Ya muy cerca de Poilāo nos reciben delfines con sus saltos. Damos un paseo alrededor de la isla, mientras el grupo de hombres que se encarga de nosotros monta las tiendas y lo necesario para acampar. Los baobabs destacan en el bosque aunque son más pequeños que los de Senegal. Parte del paisaje de la isla es el color bermellón de roca fragmentada, creíamos que de origen volcánico pero no es así. 




Es la isla más cercana al océano, por lo que las corrientes marinas depositan todo tipo de desperdicios. Le pregunto a Hamilton, el encargado del parque -llevan el conteo de las tortugas y sus puestas-, si es leyenda urbana o verdad que los traficantes depositan en lugares recónditos de las islas cargamentos de coca. No lo niega. Alguien comenta, creo que Iris, que se han visto comportamientos extraños entre los tiburones como consecuencia.




Tras la cena han preparado un rico pastel para celebrar el cumple de Anna, de tamaño suficiente para servir un trozo para nosotros - quince- y el equipo laboral. Carmen se encarga de poner música guineana en el altavoz que le presta Hamilton. Algunos se animan al bailoteo.



domingo, 24 de noviembre de 2024

4. El Fanado en Ambuduco

 


Desde lejos se oyen los tambores y los cantos de las mujeres. Nos adentramos por entre los manglares, el curso del agua salada estrechándose, las ramas golpeando la lancha. Es marea alta, unas pocas ostras a la vista, la mayor parte bajo el agua. Nos aproximamos después por un sendero de tierra firme, y vadeado un río, para llegar al tabanca Ambuduco, que para los isleños es el lugar originario donde todo comenzó. Antes pasamos por delante de las cabañas donde quienes realizan el fanado pasan dos o tres meses confinados. El lugar es hermoso, dos cabañas con techo de paja, rodeadas de densa vegetación.




El fanado es la ceremonia de iniciación entre los bijagos. El rey entre varios candidatos adultos elige a uno. No hay periodicidad sino de tanto en tanto. Primero se realiza la ceremonia previa o kundere, el baile con canto de las mujeres que vemos al llegar. Aunque lo que vemos es una simulación pues las danzas y las palabras del canto son secretos que no se pueden revelar. Nuestro guia local, Belmiro, dice estar preparado para el fanado. Ya ha hecho algunos ritos, pero será el rey quien decida. Tras pasar dos o tres meses solo en medio del bosque, cerca de las cabañas del fanado, donde se transmite la tradición, el iniciado sale como hombre nuevo hasta tal punto que adopta otro nombre, uno que le une con algún antepasado, en su caso, el de Openo, el nombre de su abuelo, que significa valiente.




Aunque el fanado es originario de Ambuduco, se celebra también en otras islas, con características específicas. En una de ellas, en Canhabaque, la más pegada a la tradición, donde el visitante no es bienvenido, el iniciado se toma tan al pie de la letra lo de la nueva vida que deja a mujer e hijos para empezar a convivir con otra. El remedio es hacer el fanado a edad provecta.





Cuando llegamos a Ambuduco, en una explanada de tierra prensada, frente a los colegios de primaria y secundaria, un amplio grupo de mujeres en círculo danzan y cantan, adornadas con collares de conchas y saias, la falda tradicional hecha de fibras naturales. Nos habremos ido del poblado y aún lo seguirán haciendo. Aunque la vestimenta, el canto y la danza son vistosos no son los reales, porque ninguna de las que participan ha hecho el ritual y no tienen ni idea de qué se danza ni qué se canta en la ocasión. Vemos mujeres y niñas participar. Los hombres a sus cosas y las gallinas de Guinea por en medio. Mientras observo, un niño se me acerca, me coge de la mano y con la otra me toca el brazo y exclama, 'Branco, branco'. Mientras, Iris reparte más material en las escuelas.



El arroz seco extensivo junto con los anacardos es la base de la economía local. Contra lo que pudiese parecer un saco de arroz equivale a unos 7 de anacardos. Se ve la planta del anacardo por doquier, pero ellos prefieren cultivar arroz. Desbrozan un terreno y planta el arroz. El problema es que eso vale para un año. Es necesario que pasen entre 7 y 10 para volver a plantar en ese campo. En un campo solitario, en medio del bosque, vemos a un niño y a un hombre mayor. En un huerto, cultivan mandioca. Hay kajús, la planta del anacardo alrededor. En lo alto de una palmera, botellas de plástico enganchadas a hendiduras del árbol para recoger la savia, que transforman en vino dejándola fermentar, también en dulce jugo para los niños o para hacer confituras.




Ya de vuelta, enfilamos un sendero abierto en medio del bosque de palmeras, un bosque tupido con termiteros aquí y allá, de arena, altos y ocres unos, y del color de 'piedra' -así los llaman- gris otros más pequeños. Comemos de picnic en un pequeño claro a la sombra, junto a un hermoso ejemplar de ceiba, árbol sagrado del que cortan parte de sus raíces externas para hacer canoas. Para poder hacerlo, la noche anterior plantan una semilla junto al árbol y si a la mañana siguiente la encuentran desenterrada es señal de que no pueden cortar porque el árbol está habitado por un espíritu.




Mientras caminamos alguien me cuenta cosas que conciernen a Belmiro. Tiene dos familias con hijos, dos mujeres, una mayor y otra más joven, que viven en dos poblados diferentes. Esta organización familiar parece bastante común; no la encuentran extraña. Él mismo me cuenta el día en el que en el hotel del parque donde estamos le mordió una cobra. Entró en una habitación y no miró donde pisaba. Le pusieron un antídoto, la pierna se le hinchó grandemente. En Bissau le hicieron la cura que le salvó la vida. Luego sabré que entre los trabajadores del hotel ha habido varios mordidos por la cobra.




Antes de llegar a Eticoga, debemos vadear varias veces el río que en ocasiones nos llega hasta la cintura. En Eticoga nos muestran lo que ellos llaman el museo, la casa dónde está enterrada la reina Okinka Pampa y su familia. Miembro del clan Okinka, sucedió a su padre Bankajapade como gobernante de la isla para asegurar la unión con los antepasados y guardar las tradiciones. Eran los años 30, cuando los portugueses quisieron apoderarse de las islas. La reina evitó la guerra convenciéndoles de que era preferible la vida a la muerte, para ello ofreció a los oficiales del ejército enemigo una vaca de su propiedad familiar. Los bijagos están orgullosos de esa mujer a la que de algún modo han divinizado, aunque ellos sean animistas.




Por último, conocemos a las okinkas vivas. Las mujeres son la conexión principal con el mundo espiritual. Dejan la familia y aceptan el celibato, único modo de vincularse con los espíritus. Pemperedi y Teresa son dos mujeres, ya mayores, encargadas de la baloba, la cabaña que les une a la tradición, con los espíritus de los antepasados, nadie más que ellas puede entrar, donde habitan. Viven de lo que la gente les ofrece, dan consejos y la cuidan. Es un oficio religioso en extinción, algo así como sacerdotisas. Con la llegada de las Iglesias evangélicas, menos exigentes, nadie quiere ser okinka. 




En la baloba se celebran distintos tipos de rituales, entre ellos la ceremonia final. Cuando alguien muere se mata allí una gallina, se la deja sobre el suelo y, en sus espasmos, cae sobre una figura u otra de las dibujadas en el suelo. Ello determina, a modo de autopsia, cuál fue la causa de su muerte, lo que permitirá que el fallecido pueda ser enterrado en la casa familiar o fuera del poblado. Si alguien muere en el mar, por ejemplo, no podrá ser devuelto a la isla. Las ceremonias siempre acaban con el pollo en la cazuela. También en el hotel, antaño, se recibía en la baloba a los turistas y se abría un pollo para determinar la buena o mala suerte antes de cocinarlo.


En la cena por fin nos ofrecen berberechos - convé- al ajillo, ya descascarillados, muy ricos. 


sábado, 23 de noviembre de 2024

3. Hipopótamos en Anôr y ofidios

 


El hotel está enclavado en Orango una de las islas del archipiélago Bijagós, nombre con el que también se conoce a la tribu que lo habita. La idea se le ocurrió a una pareja italo portuguesa: construir un hotel que asumiese las características del medio y que contribuyese a la economía local empleando a hombres del lugar y consumiendo los pocos productos que pueden aportar. El marco no puede ser más paradisiaco, junto a la playa de arena blanca cabañas circulares con techo de paja, simulando las construcciones tradicionales, con las mínimas comodidades a que el turista occidental está acostumbrado: camas con mosquitera, baño con corriente, enchufes, luz, con el objetivo de hacer un turismo ecológico y sostenible. 



El negocio, por enfermedad, se traspasó a la empresa de un farmacéutico alemán; cuando el farmacéutico murió su hijo no quiso saber nada y vendió. Lo compró una ONG española, manteniendo la misma idea de turismo ecológico. La gerente que ahora lo lleva, Yarmile, es guineana. Si hemos llegado hasta aquí es porque Iris, la hija de Ángel, ha trabajado como cooperante durante varios años. Asociaciones españolas, entre ellas Primero de Mayo y el Barral han contribuido en proyectos de cooperación para ayudar a la población local. El hotel es la puerta de entrada al Parque Nacional de Orango. No es una isla rocosa, sino de arenisca. Los pies se hunden por los senderos.



Salimos temprano en dirección al sur de la isla, hacia las lagunas de Anôr, donde esperamos encontrar hipopótamos y cocodrilos o al menos su rastro. Primero media hora de lancha y después una caminata por un sendero que se adentra en la maleza. Vamos con calcetines, pantalón largo, y camiseta de manga larga algunos, embadurnados de antimosquitos y crema solar. Con alarma ante lo que pudiéramos encontrar, ya zumbando alrededor, entre los matojos y hierbas que vamos sorteando, ya bajo las aguas negruzcas y pestilentes del terreno pantanoso que pisamos antes de llegar a la laguna donde deberían estar los hipopótamos.




El lugar está lleno de aves que vamos identificando en el libro que lleva Iris. Entre ellos los pájaros tejedores cuyos cientos de nidos vemos colgando alrededor. Adivinamos los ojillos de un cocodrilo sobresaliendo en la cubierta de agua, también la cabeza que emerge y se sumerge de un hipopótamo solitario. 


©Carlos López

No conseguimos verlos a cuerpo completo - sí, parece, el grupo de Carlos-, pero nos basta, como nos basta ver el lomo de un delfín que aparece y desaparece cuando estamos ya de vuelta. La mañana se acaba con chapuzón en el agua del mar que, mansa -es marea alta- se desliza sobre la arena blanca.



Ofidios

Por la tarde volvemos a al pueblo -Tabanca - Eticoga, la aldea principal - unos 1000 habitantes- de la isla para entregar el material que ha recogido Aldea Solidaria (A. C. el Barral) y que a través de la Asociación Primero de Mayo se hace llegar al dispensario, la guardería, el instituto y el equipo de fútbol. Iris va saludando a todo el mundo. Del instituto salen los chavales. Nos saludan los profes, Nicolau, el director, Joaquim, de portugués y artesanía de madera, Ivanildo, de inglés y artesanía de "panhos di pinti". Acogen a Iris con alegría y afecto. 


La impresión es de juventud: tanto los chavales que juegan al fútbol o salen del instituto, los niños que corretean alrededor o se rebozan en la arena, las madres jóvenes acarreando niños a la espalda o bultos sobre la cabeza y los hombres a sus cosas. Solo hemos visto una persona vieja que se dolía en el centro de salud, probablemente por la tensión alta. 




Antes de llegar a la playa para volver al hotel, cuando la luna aún no se había apoderado del cielo, fue un regalo inesperado la réplica a las estrellas que iban apareciendo en el cielo de los rutilantes puntitos de luz que brotaban en un campo. Desde niño no veía tantas luciérnagas. Hay más de dos mil especies en el mundo, todas en peligro de extinción.




Trás la cena Iris nos cuenta sus experiencias con reptiles. Aquí hay víboras, la mamba verde, la cobra negra escupidora y boas constrictor, por no hablar de los escorpiones. Normalmente se enroscan en zonas de paso, debajo de las hojas, pero si no se les molesta no atacan. Nos ha contado un par de casos que le tocó vivir: estando en la habitación de su cabaña una mamba verde se descolgó por la claraboya. Durante varios días se fueron a dormir a otro sitio. La segunda, en este restaurante donde ahora escuchamos con aprensión, en una reunión de cooperantes, una serpiente se movía por la hojalata del techo, resbaló y cayó al suelo. Todos los cooperantes corrieron hacia donde ponerse a salvo hasta que se fue. También conoció el caso de una boa que se enroscó alrededor de un hombre del lugar y que la única forma de hacer que aflojase su abrazo mortal fue darle un mordisco en la cabeza. 


También Iris tuvo un encuentro desagradable con la boa, en la misma laguna donde hemos estado esta mañana. Su pareja entonces, por curiosidad, con un palo quitaba las hojas que la cubrían. La boa se elevó vertical hasta la altura de su cabeza. Y luego ante la amenaza del palo les saltó por encima hacia la laguna que tenían detrás. La peor toxina es la de la mamba verde que es paralizante. Hay un aficionado, nos cuenta Yarmile, que viene cada año al hotel para ver a la cobra negra escupidora. Un relato el de Iris tan interesante como desasosegante, justo antes de irnos a dormir.