Desde lejos se oyen los tambores y los cantos de las mujeres. Nos adentramos por entre los manglares, el curso del agua salada estrechándose, las ramas golpeando la lancha. Es marea alta, unas pocas ostras a la vista, la mayor parte bajo el agua. Nos aproximamos después por un sendero de tierra firme, y vadeado un río, para llegar al tabanca Ambuduco, que para los isleños es el lugar originario donde todo comenzó. Antes pasamos por delante de las cabañas donde quienes realizan el fanado pasan dos o tres meses confinados. El lugar es hermoso, dos cabañas con techo de paja, rodeadas de densa vegetación.
El fanado es la ceremonia de iniciación entre los bijagos. El rey entre varios candidatos adultos elige a uno. No hay periodicidad sino de tanto en tanto. Primero se realiza la ceremonia previa o kundere, el baile con canto de las mujeres que vemos al llegar. Aunque lo que vemos es una simulación pues las danzas y las palabras del canto son secretos que no se pueden revelar. Nuestro guia local, Belmiro, dice estar preparado para el fanado. Ya ha hecho algunos ritos, pero será el rey quien decida. Tras pasar dos o tres meses en las cabañas del fanado, solo en medio del bosque, el iniciado es un hombre nuevo hasta tal punto que adopta otro nombre, uno que le une con algún antepasado.
Aunque el fanado es originario de Ambuduco, se celebra también en otras islas, con características específicas. En una de ellas, en Canhabaque, la más pegada a la tradición, donde el visitante no es bienvenido, el iniciado se toma tan al pie de la letra lo de la nueva vida que deja a mujer e hijos para empezar a convivir con otra. El remedio es hacer el fanado a edad provecta.
Cuando llegamos a Ambuduco, en una explanada de tierra prensada, frente a los colegios de primaria y secundaria, un amplio grupo de mujeres en círculo danzan y cantan. Nos habremos ido del poblado y aún lo seguirán haciendo. Aunque la vestimenta, el canto y la danza son vistosos no son los reales, porque ninguna de las que participan ha hecho el ritual y no tienen ni idea de qué se danza ni qué se canta en la ocasión. Vemos mujeres y niñas participar. Los hombres a sus cosas y las gallinas de Guinea por en medio. Mientras observo, un niño se me acerca, me coge de la mano y con la otra me toca el brazo y exclama, 'Branco, branco'. Mientras, Iris reparte más material en las escuelas.
El arroz seco extensivo junto con los anacardos es la base de la economía local. Contra lo que pudiese parecer un saco de arroz equivale a unos 7 de anacardos. Se ve la planta del anacardo por doquier, pero ellos prefieren cultivar arroz. Desbrozan un terreno y planta el arroz. El problema es que eso vale para un año. Es necesario que pasen entre 7 y 10 para volver a plantar en ese campo. En un campo solitario, en medio del bosque, vemos a un niño y a un hombre mayor. En un huerto, cultivan mandioca. Hay kajús, la planta del anacardo alrededor. En lo alto de una palmera, botellas de plástico enganchadas a hendiduras del árbol para recoger la savia, que transforman en vino dejándola fermentar, también en dulce jugo para los niños o para hacer confituras.
Ya de vuelta, enfilamos un sendero abierto en medio del bosque de palmeras, un bosque tupido con termiteros aquí y allá, de arena, altos y ocres unos, y del color de 'piedra' -así los llaman- gris otros más pequeños. Comemos de picnic en un pequeño claro a la sombra, junto a un hermoso ejemplar de ceiba, árbol sagrado del que cortan parte de sus raíces externas para hacer canoas. Para poder hacerlo, la noche anterior plantan una semilla junto al árbol y si a la mañana siguiente la encuentran desenterrada es señal de que no pueden cortar porque el árbol está habitado por un espíritu.
Mientras caminamos alguien me cuenta cosas que conciernen a Belmiro. Tiene dos familias con hijos, dos mujeres, una mayor y otra más joven, que viven en dos poblados diferentes. Esta organización familiar parece bastante común; no la encuentran extraña. Él mismo me cuenta el día en el que en el hotel del parque donde estamos le mordió una cobra. Entró en una habitación y no miró donde pisaba. Le pusieron un antídoto, la pierna se le hinchó grandemente. En Bissau le hicieron la cura que le salvó la vida. Luego sabré que entre los trabajadores del hotel ha habido varios mordidos por la cobra.
Antes de llegar a Etícoga, debemos vadear varias veces el río que en ocasiones nos llega hasta la cintura. En Etícoga nos muestran lo que ellos llaman el museo, la casa dónde está enterrada la reina Okincapampa y su familia. Una reina de familia rica que en los años 30 evitó la guerra contra los portugueses, convenciéndoles de que era preferible la vida a la muerte, para ello ofreció a los oficiales del ejército enemigo una vaca de su propiedad familiar. Están orgullosos de esa mujer a la que de algún modo han divinizado, aunque ellos sean animistas.
Por último, hemos conocido a los Okinkas, dos mujeres y un hombre, encargados de la baloba, una cabaña donde nadie más que ellos puede entrar y donde habitan. Viven de lo que la gente les ofrece, dan consejos y la cuidan. Es un oficio religioso en extinción, porque con la llegada de las Iglesias evangélicas, menos exigentes, nadie quiere ser okinka.
En la baloba se celebran distintos tipos de rituales, entre ellos la ceremonia final. Cuando alguien muere se mata allí una gallina, se la deja sobre el suelo y, en sus espasmos, cae sobre una figura u otra de las dibujadas en el suelo. Ello determina, a modo de autopsia, cuál fue la causa de su muerte, lo que permitirá que el fallecido pueda ser enterrado en la casa familiar o fuera del poblado. Si alguien muere en el mar, por ejemplo, no podrá ser devuelto a la isla. Las ceremonias siempre acaban con el pollo en la cazuela. También en el hotel, antaño, se recibía en la baloba a los turistas y se abría un pollo para determinar la buena o mala suerte antes de cocinarlo.
En la cena por fin nos ofrecen berberechos - convé- al ajillo, ya descascarillados, muy ricos.
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