El hotel está enclavado en Orango una de las islas del archipiélago Bijagós, nombre con el que también se conoce a la tribu que lo habita. La idea se le ocurrió a una pareja italo portuguesa: construir un hotel que asumiese las características del medio y que contribuyese a la economía local empleando a hombres del lugar y consumiendo los pocos productos que pueden aportar. El marco no puede ser más paradisiaco, junto a la playa de arena blanca cabañas circulares con techo de paja, simulando las construcciones tradicionales, con las mínimas comodidades a que el turista occidental está acostumbrado: camas con mosquitera, baño con corriente, enchufes, luz, con el objetivo de hacer un turismo ecológico y sostenible.
El negocio, por enfermedad, se traspasó a la empresa de un farmacéutico alemán; cuando el farmacéutico murió su hijo no quiso saber nada y vendió. Lo compró una ONG española, manteniendo la misma idea de turismo ecológico. La gerente que ahora lo lleva, Yarmile, es guineana. Si hemos llegado hasta aquí es porque Iris, la hija de Ángel, ha trabajado como cooperante durante varios años. Asociaciones españolas, entre ellas Primero de Mayo y el Barral han contribuido en proyectos de cooperación para ayudar a la población local. El hotel es la puerta de entrada al Parque Nacional de Orango. No es una isla rocosa, sino de arenisca. Los pies se hunden por los senderos.
Salimos temprano en dirección al sur de la isla, hacia las lagunas de Anôr, donde esperamos encontrar hipopótamos y cocodrilos o al menos su rastro. Primero media hora de lancha y después una caminata por un sendero que se adentra en la maleza. Vamos con calcetines, pantalón largo, y camiseta de manga larga algunos, embadurnados de antimosquitos y crema solar. Con alarma ante lo que pudiéramos encontrar, ya zumbando alrededor, entre los matojos y hierbas que vamos sorteando, ya bajo las aguas negruzcas y pestilentes del terreno pantanoso que pisamos antes de llegar a la laguna donde deberían estar los hipopótamos.
El lugar está lleno de aves que vamos identificando en el libro que lleva Iris. Adivinamos los ojillos de un cocodrilo sobresaliendo en la cubierta de agua, también la cabeza que emerge y se sumerge de un hipopótamo solitario. No conseguimos verlos a cuerpo completo, pero nos basta, como nos basta ver el lomo de un delfín que aparece y desaparece cuando estamos ya de vuelta. La mañana se acaba con chapuzón en el agua del mar que, mansa -es marea alta- se desliza sobre la arena blanca.
Ofidios
Por la tarde volvemos a al pueblo -Tabanca - Eticoga, la aldea principal - unos 1000 habitantes- de la isla para entregar el material que ha donado la asociación Primero de Mayo para el dispensario, la guardería, el instituto y el equipo de fútbol. Iris va saludando a todo el mundo. La acogen con alegría y afecto. La impresión es de juventud: chavales que juegan al fútbol o salen del instituto, niños que corretean alrededor o se rebozan en la arena y madres jóvenes acarreando niños a la espalda o bultos sobre la cabeza. Solo hemos visto una persona vieja que se dolía en el centro de salud, probablemente por la tensión alta.
Trás la cena Iris nos cuenta sus experiencias con reptiles. Aquí hay víboras, la mamba verde, la cobra negra escupidora y boas constrictor, por no hablar de los escorpiones. Normalmente se enroscan en zonas de paso, debajo de las hojas, pero si no se les molesta no atacan. Nos ha contado un par de casos que le tocó vivir: estando en la habitación de su cabaña una mamba verde se descolgó por la claraboya. Durante varios días se fueron a dormir a otro sitio. La segunda, en este restaurante donde ahora escuchamos con aprensión, en una reunión de cooperantes, una serpiente se movía por la hojalata del techo, resbaló y cayó al suelo. Todos los cooperantes corrieron hacia donde ponerse a salvo hasta que se fue. También conoció el caso de una boa que se enroscó alrededor de un hombre del lugar y que la única forma de hacer que aflojase su abrazo mortal fue darle un mordisco en la cabeza.
También Iris tuvo un encuentro desagradable con la boa, en la misma laguna donde hemos estado esta mañana. Su pareja entonces, por curiosidad, con un palo quitaba las hojas que la cubrían. La boa se elevó vertical hasta la altura de su cabeza. Y luego ante la amenaza del palo les saltó por encima hacia la laguna que tenían detrás. La peor toxina es la de la mamba verde que es paralizante. Hay un aficionado, nos cuenta Yarmile, que viene cada año al hotel para ver a la cobra negra escupidora. Un relato el de Iris tan interesante como desasosegante, justo antes de irnos a dormir.
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