El día comenzaba en el populoso mercado de Bissau. La ciudad tiene algo más de medio millón de habitantes -el país millón y medio; todos parecían estar en el mercado, apretados en minúsculas aceras, bajo un sol abrasador, entre calles invadidas por coches y motocarros y puestos de mercancías. No sé si se puede encontrar de todo (desde camisetas de la liga a tarjeta SIM para el teléfono), pero lo que más abunda son frutos secos -cacahuetes y anacardos- y bolsitas de agua fresca que sirven para uno o dos tragos. Y telas, muchas telas, repetida su geometría y colores muchas veces en diferentes puestos. A eso hemos ido, a comprar telas hechas de algún tejido plástico con los colores vivos que aquí se estilan y luego barnizadas. Telas que se harán servir como manteles o para hacer dashiki o las saias de las bijagos.
Si al menos hubiésemos podido hacer fotos del abigarramiento, pero a los muchos musulmanes que regentan las tiendas no les gusta que fotografíen a sus mujeres. He sido precavido, las mejores fotografías se me han quedado en el retina. La segunda cosa que hemos comprado casi todos han sido anacardos, preparados en saquitos para turistas. Salvo algún caso, no hemos practicado el arte local del regateo. Se les daba lo que pedían e incluso más.
Frente a la plaza de la independencia tomamos unas mini cervezas, las Super Bock XL se habían acabado, insuficientes para aplacar nuestra sed. En la plaza, adornada con una fea escultura de origen colonial, a la que los revolucionarios de Amílcar Cabral, tras la independencia, coronaron con una estrella de cinco puntas, está el Parlamento, al que como al resto de las instituciones oficiales no quieren que se les fotografie. Esperábamos a que llegase Tomé, un amigo de Iris, subdirector de la agencia de parques nacionales. Tomé se dice gambiano cubano guineano, por la procedencia familiar, la formación y su actual residencia. De humor ácido, se burla de las instituciones y políticos del país, como hace cualquier persona en cualquier parte con un mínimo sentido de las cosas.
Paramos a comer en un restaurante con un bonito nombre, 'Paladares'. En una pantalla transmiten un partido entre el Alavés y el Atlético de Madrid. Nadie le presta atención. Mientras hacemos la comanda y esperamos más de una hora a que nos sirvan el ceviche, el choco o los calamares, Tomé nos cuenta la historia del joven país: la lucha de los revolucionarios por la independencia contra Portugal, el fallido intento de unión con Cabo Verde, los seis buenos años de gobierno del hermano de Cabral, cuando Guinea pudo ser el país industrial de Centro África y la caída hasta el estado de miseria actual. Tomé dice, sin perder el humor, que antes era muy crítico en redes, pero su temor a perder el puesto de trabajo lo enmudeció.
Con el calor apretando, nos enseña una estructura de cubos metálicos que representa el levantamiento revolucionario. Ante ella, en la calle, jóvenes de buena planta ensayan un desfile de modelos. No muy lejos, el puerto, corroído por la humedad salina, como le pasa a cualquier cosa expuesta al paso del tiempo y al agua salobre. La fortaleza militar -no fotografiable- de la época portuguesa y el barrio colonial, desconchado, las casas abandonadas, en lenta restauración. Un barrio vacío en contraste con la humanidad apretada en torno al mercado.
Octavio, Pepa y yo caminamos hasta la plaza del Che Guevara. Antes de la independencia, estaba dedicada al explorador portugués que primero llegó a Bissau. Después se dedicó al revolucionario, un medallón metálico con la efigie del Che pegada a una fea estructura de hormigón. Todas las esculturas son feas, la excusa, el estilo brutalista de aquellos años.
Atardece y el calor sofocante amaina un poco. Hemos de prepararnos para partir.
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