La lancha surfea sobre el fuerte oleaje en mar abierto. Las olas como en un tobogán la llevan a lo alto y al bajar golpea con fuerza el agua. Un sonido metálico y seco. Estoy dolorido. Al subir a la lancha descalzo he resbalado sobre la húmeda superficie metálica y me he pegado un trompazo en la tibia. Tengo una herida aparatosa en el dedo gordo del pie.
Antes durante la noche Belmiro nos ha dado un buen susto: durante un rato largo jadeaba y tosía como si se fuese a ahogar. Belmiro, puesto por el hotel, está siendo el guía más valioso, el más esforzado. Hizo lo que pudo para pescar en la isla dos Cabalos, mientras todos los demás nos bañábamos o comíamos, al llegar a Poilāo. Al atardecer, hizo lo mismo, pero no tuvo suerte. No cenamos pescado, pero cenamos pollo sabrosísimo que él mismo cocinó. La organización en la isla de las tortugas ha sido casi perfecta, el montado de las tiendas y de la pequeña ducha, la cena y el desayuno.
El tracatrá de la lancha sobre el agua nos acompaña de vuelta a Orango, sin paradas intermedias, salvo para ver en una manga de arena un flamenco solitario junto a una colonia de garzas reales.
Dejamos atrás Poilāo, la isla más interesante del pequeño archipiélago. En ella abandona la gente de Canhabaque al hombre o mujer que va a hacer el fanado. Es, para ellos, una isla sagrada. Nadie salvo el iniciado podía atracar en ella hasta que la isla se convirtió en zona de especial protección de la tortuga verde. Un retén de guardas vigila y tiene cuidado del proceso de desove de las tortugas. Eso sucede en las playas que rodean a la pequeña isla. En el interior boscoso se mantiene el interdicto. Nadie que no sea un iniciado de Canhabaque puede entrar.
©Carmen Vázquez |
Las tortugas dependiendo de la marea desovan por la noche. A las doce, Hamilton, el encargado en la isla del programa de protección, nos avisa de que las tortugas están listas para el desove. Sobre la arena están visibles las huellas que han dejado para adentrarse lo suficiente como para ahondar en la arena. Vemos un gran ejemplar afanarse con sus brazos haciendo el hoyo. Cuando es suficientemente profundo empieza la puesta; se pueden ir contando los huevos blancos que van cayendo, entre 80 y 120.
No conseguimos ver a las tortugas que salen del mar. Lo desaconsejan para que no entren en estrés y vuelvan al agua. Pero sí otros ejemplares en distintas fases del anidamiento. También vemos cómo vuelven al mar. El proceso es lento, tarda varias horas. Los huevos permanecen entre 45 y 60 días enterrados. Por la mañana temprano volvemos a la zona para ver si ha quedado alguna tortuga varada en la arena o entre las rocas. Y así ha sido. Vemos a dos ejemplares atascadas en una zona rocosa. A una podemos ayudarle levantándola del caparazón y orientándola por un pasillo de arena. A la otra la dejamos en un charquito esperando que la subida de la marea le ayude a salir.
Poco después vemos un tropel de tortuguitas listas para abandonar el nido y meterse en el agua, su medio natural, por primera vez. Algunas se orientan fácilmente, otras se pierden, hacen un recorrido largo, desorientadas. Los guardas las recogen en un cubo y las sueltan cerca de la orilla. Por encima sobrevuelan buitres, de color blanquinegros en esta zona, esperando su oportunidad, que no llegará mientras estemos nosotros presentes.
Antes de irnos, en bolsas grandes, recogemos parte de los plásticos y basura que desde el océano se va acumulando en la arena. Nos espera un largo viaje de tres horas para volver a Orango. En Orango nos espera la cuarta forma de cocinar una barracuda, al horno esta vez, presentada sobre hojas de banano, de una pieza con arroz y una rica salsa.
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