Atardecía cuando los artesanos de Eticoga se acercaban con sus maderas trabajadas. Hipopótamos, gacelas, cocodrilos y máscaras rituales. El grupo compra sin regatear. Han encendido un par de hogueras sobre la playa y la brisa trae el humo hacia nosotros. No habrá mosquitos pero llena de agrio olor camisetas y pantalones.
Ya enfilan las lanchas al noreste, once en una, cinco en otra. El reflejo del sol en el agua nos deslumbra a estribor. En la playa quedan las mujeres de Eticoga con sus vistosas túnicas. Alguien le ha dicho a una guapa bijagosa con su bonito azul eléctrico con cenefas rojas y dibujos: 'Dame tu hermosa turica y te doy mis ropas'. Ella lo ha despedido con una sonrisa todo malicia. Sonrientes, amistosas, traían los últimos encargos, brillantes tejidos africanos, un cinturón posparto que ha tenido mucho éxito. Cada cosa que venden es una ayuda invaluable para una economía en el límite de la subsistencia Los hombres asisten circunspectos a la toma de fotos.
Echamos de menos a Belmiro que no ha venido a despedirse. He visto en algunos ojos la pena de los adioses. Han sido pocos días pero con una intensidad que en cada uno había dos o tres: el amanecer y el atardecer, el silencio de la hora bruja, la mañana en un sitio, la tarde en otro. Como pega, la cicatera Yarmile y sus cuentas, siempre con los restos del cambio a su favor.
Cada uno se despide a su manera de Orango del Archipiélago de Bijagos, de sus gentes. Ángel, Iris y Marina, Paula y Rosa, Maribel y Octavio, Eduardo y Amelia, Pepa y Anna, Pilar y Roberto, Carmen y yo mismo. Los viajeros que no quisiéramos ser turistas. Ahí estaban despidiéndonos, junto a otros, Isabel, Ioanna y Manuela, presidenta de la asociación de mujeres, que es la que organiza la economía del pueblo.
La lancha navega sobre agua mansa, en el mar interior del archipiélago, qué diferencia con los saltos de ayer en mar abierto. Cuando pasamos junto a la isla de las Gallinhas y la de Mayo, largas mangas de arena de las que despegan bandadas de aves, pelícanos solitarios, garzas, cormoranes. Las mangas se prolongan bajo el agua. En ellas pescadores con el agua por debajo de la rodilla descienden de barcas cercanas para tirar la red. Aquí y allá en medio del mar calmo pequeñas pesqueros, el aleteo ritmado de un grupito de ánades que se desplaza, el coreográfico despliegue de los pelícanos.
Mujeres a pie buscan convé y en la orilla del manglar ostras. La extensión arenosa de las islas se cubre durante la marea alta. Las propias islas quedarán sumergidas cuando el océano suba de nivel como consecuencia del cambio del clima. En el archipiélago se prohibe la pesca internacional; es una reserva marina.
Los grandes pesqueros esperan en aguas internacionales a que les lleven lo que los locales sí pueden pescar, en especial tiburones, sus aletas tan preciadas en Asia. India China y Pakistán son los grandes clientes de este país. De los almacenes secretos de la droga en islas apartadas algo se dice pero poco se sabe con certeza.
Remontamos el río Quinhamel o del Mar Azul. En Google Maps es una fina línea azul, en la realidad, es más del doble la anchura del Ebro en su dseembocadura. En el embarcadero de Quinhamel, donde hace una semana comenzamos nuestra aventura, nos espera el chapoteo del barro a la salida, el gran baobab y el calor.
Nos despedimos de los últimos de Orango, los barqueros: Augusto y Joao, Nelson y Carlitos. La larga cinta gris de asfalto, los caminos de tierra hasta la ciudad, las mujeres con el rodete, los bultos en la cabeza y la vistosa saia, el aeropuerto, el barrio militar, por supuesto, el de mejor trazas, el seguido de puestecitos en los bordes, el hotel como una burbuja, la comida con almejas y gambas algo decepcionante, en Coqueiros, el mercadillo artesano donde Carmen se echa unos bailes al son de una Kora, el cansancio.
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