viernes, 26 de julio de 2024

Esquilo, de Ismail Kadaré

 



"Hay un momento en el que los griegos irrumpen con ímpetu en la vida de las personas. A unas les suceden en la infancia, a otras en la etapa estudiantil y a otras en la madurez e incluso en la vejez avanzada. Como los causantes de todas las grandes conmociones, ellos poseen la capacidad de turbar a cualquier edad".


El 1 de julio pasado murió Ismail Kadaré, con pocas referencias en la prensa española. Fue un escritor albanés que creció con la dictadura estalinista de Enver Hoxha y que no cedió a la tentación del exilio. Escribió sus novelas con la clara intención de oponerse a la dictadura. Que no le concediesen el Nobel disminuyó la extensión popular de su valía. Solo por una referencia casual he conocido su Esquilo. Para Kadaré la tragedia está en lo más alto de la literatura; Esquilo fue su creador y también su culminación; la existencia del género fue fugaz, apenas 100 años en la época clásica, que tuvo su réplica, 2000 años después, en parte de las obras de Shakespeare. La mayor parte de las tragedias clásicas se han perdido; de Esquilo nos quedan 7, pero entre ellas, quizá su momento más alto, la trilogía de la Orestíada: Agamenón, las Coéforas y las Eumémides, representadas en la primavera del 458, cuando Esquilo contaba 67 años, dos antes de morir. Esquilo ganó con ellas el talento que acreditaba la victoria en el certamen anual. Las trilogías solían acabar con un drama satírico que el público exigía para soltar la tensión acumulada mediante la carcajada, en este caso un Proteo que se ha perdido.


Orestes asesina a su madre, Clitembestra

Todo el mundo conoce si no los personajes, la trama, los temas y sus desarrollos, repetidos de distintas formas en la literatura universal. Acabados los extenuantes 10 años de la guerra de Troya, Agamenón vuelve a casa donde le espera la maldición de la casa de Atreo. Antes, tras 10 años de disputas entre griegos, Agamenón había sacrificado a su hija Ifigenia para que los vientos se aplacasen y las naves pudiesen dirigirse hacia Troya y castigarla por el rapto de Helena, reina de Esparta y esposa de Menelao. Clitemnestra, su esposa y madre, lo esperaba con el hacha para tomar venganza. Venganza que a su vez trama contra ella su hija, Electra, que incita a su hermano Orestes a que cumpla con lo que el derecho de sangre le exige. La fuerza del genos hace que mediante los lazos de sangre la culpa y la obligación de venganza se hereden. ¿Debe ser castigado Orestes por el tribunal del Aerópago, el tribunal que en esa época estaban creando Efialtes y Pericles para juzgar a los homicidas?

La opinión generalizada es que la tragedia surge en las fiestas dionisíacas, en medio de la excitación orgiástica, cuando el hombre no había sometido su parte animal a la razón que los filósofos intentan imponer en la sociedad griega. Kadaré tiene otra opinión. El derecho es la línea que recorre las tragedias esquíleas. El derecho de sangre que clama venganza y se ejecuta mediante códigos preestablecidos frente a la ley que intenta imponer el Estado. Clitemnestra, Electra y Orestes se ven impelidos a actuar según les exige la tradición: la venganza frente a la justicia que impone la ley.




Según Kadaré los clásicos conocían las tradiciones balcánicas. En las montañas albanesas, pero también en las griegas y en el Montenegro eslavo, existía un derecho consuetudinario que codificaba la venganza por crímenes de sangre. En el caso albanés era el Kanun, un código muy estricto que reglaba tanto la hospitalidad como su ofensa -la profanación de la hospitalidad era más grave que el rapto de una mujer-, los lugares sagrados de asilo y los tribunales tribales, que obligaba no solo a las personas sino al clan o a la tribu, el genos. Abril quebrado (1988) es la novela donde Kadaré mejor explica estas tradiciones. La Orestíada, la única trilogía de Esquilo conservada, pinta el fresco sobre lo que la humanidad se jugaba en el escenario griego: el derecho antiguo de la sangre y la venganza - la reparación de la sangre como fruto del orden gentilicio- representada por las Erinias, frente al engranaje del Estado en construcción fundado en la ley.



Se dice que por enfado, tras una representación, Esquilo abandonó Atenas hacia Sicilia donde murió 2 años después. En su epitafio no se mencionan sus méritos como primer trágico, sino su valor en las batallas de Maratón, Salamina y Platea contra los persas. Esquilo solo tenía a su alcance las obras de Homero, el Gilgamesh y algunas otras menores, pero inventó un mundo del que han bebido los dramaturgos posteriores, modesto afirmó que sus obras "no eran sino migajas del gran festín de Homero". Esquilo no esquematiza las posiciones como en un hilo de Twitter. El lector -el espectador- debe bregar en su mente con la razones y los sentimientos que mueven a los personajes para aclararse. La vida es reflexión y drama: si Helena no mide las consecuencias del abandono del hogar de Menelao por el joven Paris, tampoco lo hace Agamenón al sacrificar a su hija Ifigenia. El desconsuelo anega todos los rincones de Grecia, a la que llegan a diario desde Troya noticias de muertes y urnas con cenizas. Y tras la noche de la caída de Troya, la conciencia de “la terrible matanza, donde los griegos 'sobrepasaron la medida de su propio derecho', cuyo peso cargarían durante siglos sobre su conciencia".


El Esquilo de Kadaré es una de esas gemas ocultas que al descubrirlas por casualidad más te deslumbran. Además de bien escrito, sitúa con gran economía de estilo el nacimiento de la tragedia, la importancia de Esquilo y su lugar principal en la tradición literaria.


¿Ha leído Putin a Esquilo, ha visto la sangre en las manos de lady Macbeth? Quizá no, pero en algún lugar ha visto la eficacia del veneno. Quizá no sea lector, pero alguno de sus seguidores más cercanos sabe de sus consecuencias, de los remordimientos de conciencia, de la fatalidad, de la duda y la venganza aplazada. Todos los vecinos de Occidente hemos oído hablar de Orestes e Ifigenia y de Edipo: ninguno somos inocentes. Sabemos, como nos recuerda Kadaré, que Macbeth invitó al rey Duncan a cenar y que lo mató mientras dormía.



jueves, 25 de julio de 2024

Tragedias

 


En tiempos de Adriano un compilador, probablemente a sugerencia del propio emperador, hizo una excerta de los tres grandes trágicos griegos. Gracias a ella se conservan siete obras de Esquilo y otras siete de Sófocles. De Eurípides algunas más, hasta 19. Qué motivó al compilador a extraer esas obras y no otras del corpus total, ¿el gusto de la época de Adriano, la fama arrastrada durante siglos - el canon-, la mejor conservación? El caso es que se dice que Esquilo escribió muchas más, hasta 90, 92 en el caso de Eurípides y más de cien en el de Sófocles. Si sumamos a todos los trágicos quizá se hayan perdido mil obras. Podríamos hablar de la magnitud de la tragedia no tanto por el número como por la sabiduría perdida en ellas. ¿Fue la desidia, el simple olvido o fue la censura de los poderosos: la de quienes veían su poder amenazado al mostrar sus trapacerías en escena o eran las nuevas doctrinas religiosas las que querían acabar con cosmologías más antiguas que las suyas, o fue simplemente la mudable opinión de los espectadores? Ya en tiempos clásicos el pueblo exigía que junto a las tragedias los autores creasen sátiras para poder burlarse de los poderosos sin tener que enfrentarse a ellos y que no les calentasen la cabeza con dilemas filosóficos o les recordasen el fin trágico de toda existencia.


¿Hemos perdido un conocimiento esencial?¿Hubiésemos adelantado en la comprensión del mundo? ¿En algún momento se produjo una disociación entre el progreso técnico y la humanización, entendiendo esta como la mejor adaptación del hombre a la naturaleza? Parece evidente que la evolución no se produce en línea recta, sino en zigzags, que hay tecnologías antiguas como la que elevó las pirámides que no acabamos de comprender y que se perdieron pronto; la ingeniería romana todavía nos sorprende, pero las pirámides, los puentes y los acueductos romanos ahí están. Sin embargo, de la experiencia humana solo van quedando fragmentos: cómo vivían y sentían babilónicos y egipcios: de ellos conocemos lo que la arqueología nos descubre de sus élites, no del pueblo. Si volvemos la mirada hacia nosotros, los documentos que dejamos al futuro no serán muy diferentes: del maremágnum de nuestros documentos, la mayoría son creaciones de la élite. Lo que el pueblo aprecia y por lo tanto está más reproducido es lo fácil e inteligible, finales felices y muchos besos, dejando en anaqueles olvidados lo que los sabios quieren transmitirnos, los dilemas, el sentimiento trágico.


martes, 23 de julio de 2024

Civil War

 



Esta película generó cierta polémica cuando se estrenó hace unos meses. Estados Unidos está en medio de una guerra civil. Las fuerzas occidentales luchan contra el presidente. También hay unas fuerzas localizadas en Florida. La guerra civil es meramente contexto: no hay una reflexión sobre la actual polarización. Cuatro periodistas recorren parte del país con la intención de llegar hasta el presidente y hacerle una entrevista antes de que pierda la vida. La película adopta la forma de road movie: encuentros con el desorden y la violencia que se genera en una guerra, el decaimiento de la ley, la violencia gratuita que genera la naturaleza humana sin control. Especialmente terrorífica, la escena en la que un militar racista campa a sus anchas, un Jesse Plemons actor del que apenas se adivina su compostura, cuyos ojos no se ven, tapados por unas gafas de cristales rosas que dan cuenta de una estrábica personalidad, y que, sin embargo, en su breve papel hace la mejor composición que de él he visto hasta ahora.


El tema sobre el que gira el guion va de la función del periodismo. En otra escena de guerra urbana los periodistas se acoplan en uno de los bandos y le siguen para hacer fotografías y tomar nota de lo que está ocurriendo. No importa quién es ese bando, por qué lucha ni quiénes son sus enemigos. Los periodistas adoptan una absoluta neutralidad, como si fuesen alienígenas contemplando la vida en la Tierra desde la estratosfera, neutralidad que los militares respetan.


Cuando llega el momento decisivo, en Washington y la Casa presidencial, objetivo de militares rebeldes y periodistas, los militares sabrán donde se esconde el presidente gracias a los propios periodistas que no se preocupan en ocultar que saben dónde está. El periodista, cuyo objetivo es entrevistar al presidente y captar sus últimas palabras, se conforma con un titular, lo último que el presidente tenga que decir delante de un micrófono: "No dejes que me maten". A lo que el periodista responde: “Con esto bastaría”, es decir ya tiene el titular que buscaba. Los militares rebeldes respetan ese momento y tras ello fulminan al presidente.


De los cuatro protagonistas de la película, uno es un anciano precavido y distante y que, sin embargo, es el único que interviene, saltándose la neutralidad, en un momento decisivo, para salvar la vida de los cuatro; otra, una mujer adulta, es una fotoperiodista que no ha perdido la sensibilidad -la humanidad-, y que en el momento culminante la violencia le paraliza, aunque no tanto como para interponerse entre las balas y la tercera periodista, una joven impresionable que poco a poco pierde la sensibilidad para entregarse, arriesgando su vida, a la función de hacer fotografías; el cuarto es un periodista de libreta y bolígrafo cuyo comportamiento es más asimilable al de un robot que al de un humano, tanto que en la última escena pasa por delante de su compañera recién abatida como si nada realmente importase. Una notable película que debería haber generado más reflexión sobre la función del periodismo. En alquiler en plataformas.


jueves, 18 de julio de 2024

La estrella azul

 



Si no estás avisado, es difícil saber si lo que ves es un documental, un falso documental o una película enteramente de ficción. Un rockero zaragozano en sus horas bajas, con crisis musical, adicto a las drogas y con problemas de amor, abandona su tierra en busca de sanación. Ha visto un vídeo de Atahualpa Yupanqui sobre el silencio y la autenticidad y va a buscarlo a Argentina. Atahualpa, ya estaba muerto, pero quedan sus canciones grabadas, alguna biografía y un museo destartalado y cerrado. Sin embargo, el rockero, Mauricio Aznar, da con otro viejo compositor de canciones folclóricas en Santiago del Estero. Es ahí, dentro de una familia amplia, pobre y musical donde Mauricio encontrará la sanación que buscaba. La pantalla se llena entonces de camaradería y aprendizaje, amor y amistad y melodías chacareras. Don Carlos le enseña a Mauricio el buen uso de la guitarra para componer canciones. Mauricio ha experimentado la poesía del viaje, la vida posible que se le había negado. De vuelta a Zaragoza la realidad reaparece con sus tropos, más o menos como la había dejado con sus variantes en busca de un final.


No sé si la belleza y la sorpresa de esta película se deben a la inocencia del principiante. Es la primera película de Javier Macipe. El dominio técnico, la construcción de un relato acabado, la dirección de actores profesionales sin duda coarta la creatividad. Uno tiene la impresión, quizá equivocada, de que el director y su equipo se han dejado llevar por una historia cuyas costuras no dominaban, han puesto las cámaras y los micrófonos delante de un grupo de personas que vivían su propia vida con naturalidad: las escenas rodadas en Santiago del Estero, vitales, musicales y 'auténticas', la parte viva de la película. Lo que sale, el producto acabado que vemos, con sus aparentes imperfecciones, probablemente expuestas con intención por el director, es una película emocionante y disfrutona, de ese tipo de cosas que parece que estés viendo por primera vez.


miércoles, 17 de julio de 2024

Soldados

 



Ingenuos, durante un largo periodo de nuestra vida, el más productivo, el más ocupado en nuestra profesión y en nuestra familia, el más despreocupado por las cosas del mundo, pensamos que la política atiende al negocio común, a reparar desperfectos, a organizar la vida de la comunidad, a proponer un objetivo en el futuro que nos entusiasme como ciudadanos de la República imaginada. Tardamos en comprender que la política es ante todo cosa de políticos y que estos tienen un objetivo principal: conseguir o mantenerse en el poder y beneficiar a los suyos, un instinto universal. ¿Quién no ha sentido alguna vez el aliento de la masa cuando ha elevado su voz por encima del grupo y como un pequeño sol ha visto cómo los rostros se giraban hacia él? Algún cargo de responsabilidad habrás tenido a lo largo de tu vida, gente que dependía de ti y sentía tu sorda autoridad, la llama que se encendía en tu pecho. El poder es un instinto que algunos no combaten, es más, se abandonan a él y se convierte en un tirano que devora, peleles de su adicción.


En contrapartida, muchos otros, quizá la mayoría, se siente a gusto siendo gobernados, siguiendo directrices, entregándose con tal de no desbrozar el propio camino: principios estables, normas que seguir sin el ejercicio de la duda, una opinión prefabricada para cualquier asunto que exija algún tipo de compromiso, en suma, renunciar al pensamiento propio para obtener la tranquilidad necesaria y vivir con la menor responsabilidad posible.


La élite política sueña con conciencias entregadas, amansadas. El trabajo de sus propagandistas no es difícil, tan solo tienen que insistir diariamente en las consignas, machaconamente, cuál es la forma correcta de pensar y cuál no: qué debes pensar sobre el asunto Ucrania/Putin, Gaza/Israel, qué sobre Trump, qué posición debes adoptar si en una riña de amigos o familiar sale el tema de la inmigración, de los impuestos, de la amnistía, del sofocante calor. Como has oído la consigna miles de veces esta actúa en tu cabeza y ante cualquier tema sabes cuál es la frase correcta que tienes que pronunciar. Lo haces de forma inconsciente, automática, sale de ti como un resorte, se aviene con lo que la mayoría piensa, te sientes arropado, formas parte del grupo de referencia, de la corriente principal, solo una pequeña parte, a veces una única persona, estará en contra, el resto callará. Puede que en ocasiones te sientas como un soldado en el frente, defendiendo posiciones ante un enemigo fantasmal que te han hecho creer que existe. Y aunque seas un simple soldado, tu pecho se llena de aire, satisfecho de rendirte ante la obligación.


Por qué renunciar a ser tú.



martes, 16 de julio de 2024

Emoción pura

 



El fútbol es emoción pura, como tantas otras cosas que no requieren más que la mera disposición. Si se le añade algo más, ya sea tiempo o discurso, se lo falsea, se desvirtúa su actividad como se desvirtúa la vida entregada al instante cuando se buscan raíces en el pasado o promesas futuras. El fútbol como espectáculo se acaba con el pitido final del árbitro, quizá pueda prolongarse hasta el pasillo que los vencidos forman para honrar a los vencedores, o hasta los abrazos de unos y otros o hasta la entrega de medallas o de la copa, pero ni un segundo más. La emoción busca excitaciones en el buen juego y en los goles. La disputa entre selecciones nacionales es un combate simbólico entre los ejércitos desarmados de las naciones. Hemos acordado que las carnicerías en las guerras son inútiles e inhumanas (La siguen practicando las tiranías a lo Putin y los Estados tribales). El fútbol es un rasgo de civilización.


La prolongación fuera del campo, y del tiempo tasado de la competición, en los media y en las celebraciones en el centro de las ciudades son intentos de aprovechamiento político. Durante la competición, los futbolistas hablaban con los pies - por cierto, tan bien que alentaron la emoción como pocas veces antes- pero hubo un intento descarado por solapar un discurso al juego, apoyado en el color de la piel, la procedencia y los gestos de los jugadores, ajenos a él. Tras las victorias, otro discurso de signo antagónico ordenaba la emoción, los gestos y las palabras inarticuladas de los futbolistas para significar lo contrario. La polarización de este tiempo no cesa. Se ha visto a una exministra valorar los goles en función del color de la piel de los goleadores y a un alcalde negar territorialidad a jugadores nacidos en su comunidad. Para unos la selección era el emblema de la multiculturalidad, para otros de unidad nacional.


Imponer un discurso paralelo al juego y a la emoción del instante y prolongar los fastos conduciendo a las masas repugna a la razón. Sería exagerado llamar fascismo a todo eso, pero es así como se entrampa a las mentes y se las encadena.


Cuando la emoción alcance el grado cero volverá la cordura y la condición de posibilidad para ejercer de hombres libres.


sábado, 6 de julio de 2024

De Tordesillas a Zamora

 


La luz se despereza sobre la ciudad dormida. No queda rastro alguno del aguacero que ayer caía mientras España derrrotaba a una rocosa Alemania. Como los bares están cerrados a esta hora damos cuenta de un litro de zumo de naranja y unas cuantas galletas de chocolate para comenzar la jornada. Insuficiente para el ejercicio que nos espera. Lo notarán mis piernas hasta llegar a Toro. 




La tierra sigue sedienta después del calor de estos últimos días. Rodamos plácidamente por caminos despejados en día de sábado, por territorios llanos, junto al canal de Tordesillas, hasta Torrecilla de la Abadesa. Ayer y hoy hemos rodado junto a canales en desuso, llenos de maleza. A lo largo de las tierras del Duero en Valladolid y Zamora los aspersores funcionan a todo trapo, inundando algunas zonas de los caminos. Luego al territorio se eleva suavemente al entrar en la Reserva de Castronuño. El camino se llena de arena en unas zonas y de cascajo en otras dificultando el rodar. A menudo ponemos pie a tierra. Tan pendientes estamos de mantener la bici en pie, de no caer, que no contemplamos al bello bosque de encinas. Así hasta llegar a la presa hidroeléctrica de Castronuño. Solo pájaros de pelaje negro alteran el silencio y la lisura del agua embalsada. Nada se mueve salvo nuestras ruedas en el alfoz de Toro.



Cada día tiene su afán y hoy he empezado con piernas de palo. Me cuesta subir a esta ciudad de bello perfil si se mira desde el río. Hacemos fotos del valle y la Colegiata. Llegamos cuando las terrazas empiezan a llenarse de gente en busca de un café. La mañana es suave, primaveral más que veraniega. El pincho de tortilla me sabe a gloria; me dará las fuerzas que necesito para continuar. Como tantos otros negocios de hostelería que hemos visitado durante la ruta, lo atiende una amable latina. 




Unos cuantos kilómetros más para llegar a Peleagonzalo, donde nos espera la exigente y larga subida hasta el páramo. Con buen ritmo se sube cualquier cuesta. Ahora sí que las piernas me responden. Después, todo camino, que no vuelve a encontrar el Duero hasta llegar a Zamora. La ruta debería llamarse por los caminos del Duero más que por la senda del río, tan impracticable y con tan escaso recorrido.

 


En el hostal Don Pedro, todo es automático nadie nos recibe: en un cajetín con código están las llaves. Tarde tranquila para visitar la ciudad, tan bella como antigua, como si la historia se hubiese detenido siglos atrás y permaneciese muda e insensible a lo moderno, y contemplar desde lo alto del castillo un espectacular crepúsculo.