lunes, 5 de julio de 2021

Molina de Aragón

 



Callejeo, cuando los faroles de las calles se encienden y las campanas tocan las 9 de la noche, por el intrincado casco histórico de Molina de Aragón. Abundan los casones y palacios de la antigua nobleza -se nota que fue gran villa, que hubo poderosos señores, pero que ahora todo está desarmándose como a la espera de un renacimiento, imposible diría yo, las iglesias -algunas tan impresionantes como la de San Gil- y los conventos, todos ellos bajo las enhiestas torres del antiguo palacio fortaleza de los caballeros de Aragón. El imponente convento de las Clarisas y la iglesia aledaña, de la que espanto a un hombre sentado en los escalones junto a sus perros cuando enfoco con la cámara la portada, parece cerrado a cal y canto y tras sus ventanales no se adivina luz alguna. ¿Quedará alguna monja o el siglo las ha hecho abandonar a todo correr los votos para integrarse en una sociedad de identidades maltrechas, tanto que necesitan leyes que las promocionen y defiendan? El refugio conventual de antaño ya no parece serlo. Un poco más abajo el colegio de religiosas Ursulinas está abandonado cayéndose a pedazos. Tampoco para eso quedan vocaciones de mujeres vírgenes dedicadas a los niños. Si las iglesias están cerradas, como esta del Sagrado Corazón o de San Pedro, que ambos están invocados en el anteatrio, ante la que dicto está nota, y los conventos y colegios cerrados, las plazuelas están más que concurridas con jóvenes que fuman charlan y se divierten. Muchos jóvenes para población tan pequeña, seguramente veraniegos, hijos de familias que ahora viven en Madrid. 


Los pequeños pueblos de las dos Castillas que he ido recorriendo tienen un pequeño aluvión de gente que vuelve a ellos, jubilados de las grandes ciudades cansados de un tráfago que ya no soportan. Así me lo han contado unos cuantos con los que he charlado en el camino, deseosos de contar su procedencia y su vuelta a las raíces. Gentes que quieren saber el nombre y circunstancia de los nuevos vecinos conocer a quienes como ellos han vuelto, tener una charla sosegada junto a una plaza y un árbol o al atardecer en la mesa de la terraza de una cafetería. Charlar contar la peripecia vital, no tanto poner el oído ante los forasteros. Amigables dispuestos a invitarte si los escuchas.



No hay luces tras los balcones o muy pocas, las persianas echadas, de algún rincón sale la voz poderosa de un canal de televisión y en la otra esquina asomando por encima de los tejados Venus vigilante, eterno testigo del tiempo intransferible. Hay niños jugando al balón en otra plaza como si estuviese volviendo lo perdido. Enseguida sé que en esa plaza, la Plaza de España, los pequeños son de procedencia norteafricana, y junto a un banco están sus madres, más de una docena. Ellos se entienden en español pero ellas hablan algún idioma del norte de África quizá el tamazig. No parece que haya ningún niño local aunque quizá los locales sean ellos, cerrando el círculo que hace siglos se abrió con expectativas de nunca cerrarse. Sigo caminando y veo que aquí hubo judería -a la que se accede por estrechas y empinadas escaleras, un pequeño remanso vegetal en un día como este en el que las piedras desprenden fuego todavía- y también morería: veo la desconchada puerta de entrada a la medina del siglo XIII, según indica un cartel. Entre una y otra, hermosos torreones y la bellísima fachada con balcón de madera de una casa medieval. No sería mala idea que alguna de las tantas iglesias cerradas -me preguntó si habrá en España alguna villa con tantas iglesias- como hay en Molina se convirtiese en lo que antaño fue, una mezquita, pues qué mejor uso para darles nueva vida. Aunque ya sé de los prejuicios y lo que tardará en suceder, pero que sin embargo es inevitable. Un jovenzuelo en veloz patinete se me cruza con música del norte de África bien alta. Cuándo entro en el barrio de la morería del siglo XVI, la mayor parte de las casas aunque cuidadas están vacías, algunas candando puertas muy deterioradas, dan fe de lo que fue, las inesperadas voces a través de una ventana abierta de jóvenes que conversan en árabe.


Molina es pueblo grande o villa, mucho más de lo que yo imaginaba aunque fantasmagórico y vacío. Más abajo suena el caño de una fuente, ahora en sombras, que debió formar parte de antiguos baños. Impresionante ciudad y eso que solo veo la margen derecha del río Gallo porque al otro lado, a la que se llega por numerosos y vistosos puentes, sigo viendo iglesias casas y palacios pero no tengo tiempo para seguir la ruta nocturna porque mañana madrugo.


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