sábado, 26 de junio de 2021

Miserables

 



Durante una semana hacemos rutas alrededor de Benasque buscando cascadas ibones famosos y picos. Paseamos por la ciudad comemos y dormimos. Se acostumbra uno a la compañía de montañeros: su modo de hablar y de vestir, las marcas en el atuendo y en los complementos, despreocupados por la necesidad. Un mundo que requiere un mínimo económico una preparación física un cierto nivel cultural. La tarde del jueves llegan manadas de turistas. Nos damos cuenta de que es San Juan y que hay puente en Cataluña. Las plazas de parking se llenan y las terrazas de los restaurantes, los hoteles ponen el cartel de 'completo'. Decidimos bajar unos kilómetros a otra población para liberarnos un momento de la presión. La población es más pequeña, la carretera es la calle principal y, a lo largo, bares y restaurantes, aunque no muchos. Nos sentamos en el que tiene la terraza más grande y también un menú. La comida no es nada buena y el servicio peor. Una chica vestida de negro nos trae judías verdes salteadas, un plato en cada mano. Uno de ellos deja un reguero de aceite como en el cuento de Hansel y Gretel hasta que llega a la mesa, de puro milagro no nos empapa. Se disculpa. Me fijo en los que están sentados en las mesas vecinas, en los que van y vienen. Hablan en voz alta, visten con descuido, algunos llevan pelo largo y barba, desaliñados, gorras y sombreros. Beben mucha cerveza acompañadas de tapas poco apetitosas. Pienso en el contraste entre esta gente y los turistas de Benasque. Un mundo les separa. Una distancia económica social y cultural. La mayor parte de la gente que hace turismo montañero no son ricos, son clase media acomodada, aunque no en exceso. Como son días de puente se puede saber de dónde proceden. El habla les delata. Cabría preguntarse quién puede hacer puente. Entre ellos están a buen seguro los funcionarios y el personal de la Administración en sentido amplio, quizá pequeños empresarios y empleados no relacionados con el ocio. Después, cómo han llegado hasta ahí: el puesto de trabajo, el salario, los días disponibles; la forma física; el gusto por el turismo de montaña ahora o por la nieve en invierno; los potentes coches con los que han llegado; el habla reposada, la discusión serena, el gusto por una comida saludable, de una mínima calidad, el poder pagarse unos días de hotel.

No hace falta indagar, es una experiencia que cualquiera puede tener: forma parte de la normalidad de quienes viven una vida como esa el no preguntarse por la diferencia con respecto a quienes no viven como ellos. Cualquiera tiene esa experiencia. Hay barrios en cualquier ciudad, pongamos Valladolid Barcelona Madrid, que uno no frecuenta salvo en raras ocasiones. Si lo hace, salta a la vista la diferencia. Uno debería preguntarse, es un deber moral, por qué hay un salto tan grande entre la gente que vive en esos barrios y los más prósperos, y no necesariamente los ricos sino los de clase media. No es un estudio estadístico, solo hablo de la apariencia, la diferencia económica y cultural que salta a la vista. Habrásociólogos que sepan estudiar la diferente esperanza de vida, las enfermedades asociadas a la pobreza, la degradada vida de la vejez, lo que no se ve de la vida interior.


¿Hay alguien que se pregunte sobre el diferencial en términos políticos? La política se ocupa del bien común: una educación que lime las diferencias, que haga posible el progreso real de los humildes, que los hijos tengan un abanico de posibilidades de modo que puedan gobernar su vida con un acopio de mejores recursos económicos y culturales que sus padres. Si un político pensase en ello al mismo tiempo estaría pensando en el progreso general del país. Pero uno tiene la impresión viendo lo que sucede que los recursos de los que el país dispone y de los fondos que la Unión Europea nos va hacer llegar no van a ir en esa dirección. Ya estamos viendo cómo se distribuyen, estamos viendo en qué consiste la nueva ley de educación, cómo se concibe lo social como donación a las familias empobrecidas y no como una palanca para saltar a una vida mejor. De las ayudas sociales se espera agradecimiento y no un estímulo para dar el salto y acercarse a los que viven mejor que ellos. ¿Quién se ocupa de que los humildes recuperen su dignidad y que miren sin vergüenza y sin odio a los que unas manzanas más allá cenan a la luz de candelas, entran en las tiendas de marca y hablan con un vocabulario extenso? Es mentira que todos los que están un escalón superior sean progresistas, a los que viven en peores condiciones que ellos, sus vecinos, no los ven, si acaso en reportajes de televisión y en otros países, y su vida no les concierne más allá de un ligero pestañeo de preocupación o una pequeña donación a una ONG. Quizá hasta piensen que su vida mejor, por comparación, es algo que se les debe por ser quiénes son, por pertenecer a un territorio determinado, por hablar una lengua diferente, una identidad, como tener una educación distinguida, una visión amplia del mundo, un gusto especializado, no es un privilegio sino algo natural. Esa clase media está representada por partidos estatales que se dicen progresistas y cuya política consiste en dialogar y hacer concesiones a los partidos territoriales que representan a una burguesía acomodada que tiene falsa conciencia social. La política de hoy consiste en un diálogo entre representantes (los encuentros entre Iglesias Roures y Junqueras, mantel de hilo de por medio, así como la mesa de diálogo entre el gobierno y los partidos independentistas son casos paradigmáticos), no en una genuina preocupación por el bien común. Procurar el bien común es ofrecer los medios para salvar la distancia entre quienes disponen de ellos y quienes no. Esa es la inversión que me temo no se va a hacer.


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