Cuando miramos lo que se despliega ante nuestros ojos (es cada vez más difícil poner el oído o sentir con las manos, al contrario, levantamos barreras tecnológicas entre los oídos y los dedos y el mundo), las preguntas que nos hacemos no son las mismas aquí y en el lejano oriente o en la más cercana África. No nos ponemos de acuerdo ni siquiera sobre las preguntas que nos debemos hacer. ¿Tan esenciales son los componentes de la materia? ¿Cómo los relacionamos, cuando los descubrimos, con el buen vivir? Hay un mutuo desprecio. El frío saber, la verdad revelada, la indistinción con la naturaleza animada.
Hay una pregunta que siempre debería estar presente, ¿Qué hemos perdido por el camino? Volcándonos en el mundo, tratando de describirlo con precisión, de dominarlo, convirtiendo las cosas, incluso a nosotros mismos, en objetos, ¿no nos hemos abandonado, no hemos perdido la perspectiva de nuestra unidad con las cosas? Si para los occidentales en general la perspectiva de la ciencia y de la filosofía ha sido la búsqueda de la verdad, los orientales han buscado el camino de la buena vida, no dominar, imponer o poseer, hacer propias las cosas sino vivir del mejor modo posible.
Unos y otros queremos vivir del mejor modo posible, cambia la perspectiva. La vaguedad conceptual, la falta de claridad o la ambigüedad para unos es una rémora que nos aleja de la verdad, para otros la menor dependencia de los conceptos y del lenguaje ayuda a sentirse más cerca de las cosas y del mundo. Carece de sentido conocer las entrañas del mundo, descubrir la verdad de las cosas si no nos sirve para tener una vida mejor, para iluminar el camino. ¿En qué consiste el buen vivir?
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