jueves, 2 de enero de 2020

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Este lugar y este momento, esta mesa y esta silla, el periódico junto a la taza de café, una pareja enfrente, cada uno a sus cosas, un portátil y un móvil enchufado al oído mediante cables, y un hombre, otro, con jersey horizontal a rayas, que toca el teléfono y pregunta ¿Eres feliz?, sin prestar atención a los oídos ajenos, para quedarme a solas conmigo y preguntarle al día, el día pasado, el primero de un nuevo inicio cuáles son sus réditos, si es que los tiene, porque a menudo los intereses son negativos. Me asalta otra pregunta, si podemos escapar al dolor. Hay quien explora las muchas variantes del placer, quien se deja ir y quien vive inmerso en el dolor, a veces el propio, a menudo el ajeno con el que debe cargar, con el que se siente obligado a cargar, y que puede que se sume al propio. Tener este momento, ajeno a toda dependencia, liberada la mente de adherencias, es una de las variantes del placer.

Mientras la gente, hace dos días, acarreaba las bolsas y sacos del derroche, en una esquina, junto a un centro comercial había un hombre. Eso lo supe después, que era un hombre. Ya era la noche del último día. Era un bulto doblado, inclinado sobre un paquete o una bolsa grande, rota, con las cosas desparramadas y un líquido blanquecino envolviendolas. Había que fijarse, detener la mirada, para ver que aquello era un hombre, un hombre aturdido, abandonado a un tormento inasimilable. Hurgaba entre las cosas sin salvar ninguna, sin apartar ninguna del líquido pringoso, quizá yogur líquido, que las había reducido a nada utilizable, convertidas en basura. Todo lo más que pude hacer fue sentir una punzada de dolor, para él inútil, también para mí. Yo tenía algo valioso en brazos, a Lucía, y una conciencia que trabajaba con rapidez. Impuestos, servicios sociales, profesionales que han escogido esa profesión frente a otras y cobran por ello, un ayuntamiento que funda la retórica de su poder en lo social. También la naturaleza y el azar que habían depositado a aquel hombre en aquella esquina a aquella hora. Y ahora este observatorio, la cristalera desde la que miro el mundo exterior. Podría decir que la vida son unos pocos momentos de placer, pequeños quistes flotando sobre un océano de dolor, pero es vano decirlo, inútil y hasta indecente si al pensar y escribir sobre ello crease otro quiste de satisfacción.

Pero no quería escribir sobre ese hombre sino sobre mi propio dolor.

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