Hay
muchas maneras de contar la propia historia, ahora que está tan de
moda la autoficción. Natalia Ginzburg ya era famosa, en 1963, cuando
publicó esta aproximación a su historia familiar. Era editora de
Einaudi, política, ensayista, novelista, pero cuando escribe sobre
su infancia y juventud en Turín, también sobre sus primeros pasos
como madre, se olvida de todo eso, lo aparta para que fluya su memoria
como si escribiese una historia de ficción. No se borra, ella misma
aparece como narradora y como personaje, pero un personaje más en la
trama familiar, donde los centrales son el padre, Beppe o
Beppino,
un médico e investigador conocido, y su madre, una matrona italiana
pendiente de la casa, de
los
hijos y los nietos. Junto a ellos, una constelación de hijos, tíos
y tías, amigos de los padres y de los hijos, novios y novias,
incluidos
personajes conocidos como Elio Vittorini, Cesare Pavese o Felice Balbo, definidos
por un rasgo de carácter predominante, el mal genio de Mario, mujeriego y descuidado Alberto, la burguesita Paola, el montañero
Gino y ella misma, Natalia, vagando como una sombra por la casa. El
tiempo de la infancia y la primera juventud es largo, profundo,
interminable, un universo cerrado que perdimos y al que querríamos
volver. Ese es el tiempo que retiene Léxico
familiar,
un universo tejido por leves historias que deambulan por el baúl de
la memoria, sin conexión unas con otras como no sea la
pertenencia el mismo espacio y tiempo familiar, unidos
por los afectos pero sobre todo por un idioma común, una lengua
particular que define a todos en conjunto, pero especialmente a cada uno de ellos. Ese idiolecto es el que
rescata de su memoria Natalia Ginzburg porque es el que ha quedado en
su memoria, con el que recuerda el modo de ser de los miembros de su
familia. Al contrario de la introspección, el sentimiento de pérdida
y el desasosiego que caracterizan a las actuales novelas de
autoficción, la familia Levi se nos presenta como un mosaico de
personalidades inseparables del texto que tejen entre todas, como si
no tuviesen entidad fuera del libro
familiar. Además, y es otro rasgo característico, la alegría, la
vitalidad están presente en cada página, a pesar del oscuro
contexto en el que transcurren esas vidas, no sé si porque la
memoria opera así cuando se vuelve hacia las etapas iniciales de la
vida o porque nuestro
modo de percibir la realidad y de representarla ha cambiado en las
décadas transcurridas. La familia Levi era una familia judía
durante el fascismo. Fueron deportados, algunos encarcelados y
torturados, el primer marido de Natalia, Leone Ginzburg, un
intelectual de origen ruso y también judío, murió torturado
por los nazis en
la cárcel romana de Regina Coeli, sin que esas circunstancias, o
la propia guerra,
oscurezcan el vitalismo de la memoria ordenada en la novela, porque
así era como Natalia Ginzburg quería que leyésemos Léxico
familiar,
como novela.
Los
buenos libros, y este que comento lo es, son como lo que construye
la
memoria cuando vuelve al pasado, la infancia, la escuela, el
instituto, el primer amor, universos cerrados que encienden y apagan
áreas en función de lo que necesite el recordador, también, si
están bien contados, son vestigios de un mundo perdido, pero este
no es un arqueólogo que levanta acta veraz sino un fabulador, pero
aún así hay cosas que se le escapan y nos da detalles de la época
que nos llaman la atención al compararla con la nuestra. Por
ejemplo, cómo en un contexto de izquierdas, toda la familia lo era,
prevalece el mundo burgués, un
mundo de cultura, comodidad y privilegio y subordinación de las
mujeres, con roles marcados e indiscutidos, un mundo de señores y
criadas, de barrios acomodados, sin mención de los arrabales obreros
turineses,
sin que se ponga en cuestión la división social, donde la lucha
política es más un enfrentamiento ideológico, ideas contra ideas,
algo comprensible en un contexto de dominio fascista, que la
materialidad de los
escalones
sociales o sexistas. Natalia Ginzburg era como nuestro Vázquez
Montalbán. Eso indica cómo
el mundo
va
cambiando,
cómo varía en poco tiempo la
percepción y ordenamiento del mundo, para
los clásicos era natural tener esclavos, como lo era para los
ilustrados americanos, como lo fue la separación entre caballeros y
siervos o aristócratas y plebeyos o burgueses y proletarios y cómo
esas divisiones se vuelven obsoletas. Pero hay algo que nos ilumina
en las grandes obras, más allá de la distancia arqueológica que
nos separa, la experiencia particular de cada hombre, el modo de
adaptarse a la realidad, las huellas que cada uno va dejando y que de
algún modo buscamos para no perdernos en
el oscuro bosque por el que vamos caminando cada día.
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