viernes, 15 de noviembre de 2019

Léxico familiar, de Natalia Ginzburg



Hay muchas maneras de contar la propia historia, ahora que está tan de moda la autoficción. Natalia Ginzburg ya era famosa, en 1963, cuando publicó esta aproximación a su historia familiar. Era editora de Einaudi, política, ensayista, novelista, pero cuando escribe sobre su infancia y juventud en Turín, también sobre sus primeros pasos como madre, se olvida de todo eso, lo aparta para que fluya su memoria como si escribiese una historia de ficción. No se borra, ella misma aparece como narradora y como personaje, pero un personaje más en la trama familiar, donde los centrales son el padre, Beppe o Beppino, un médico e investigador conocido, y su madre, una matrona italiana pendiente de la casa, de los hijos y los nietos. Junto a ellos, una constelación de hijos, tíos y tías, amigos de los padres y de los hijos, novios y novias, incluidos personajes conocidos como Elio Vittorini, Cesare Pavese o Felice Balbo, definidos por un rasgo de carácter predominante, el mal genio de Mario, mujeriego y descuidado Alberto, la burguesita Paola, el montañero Gino y ella misma, Natalia, vagando como una sombra por la casa. El tiempo de la infancia y la primera juventud es largo, profundo, interminable, un universo cerrado que perdimos y al que querríamos volver. Ese es el tiempo que retiene Léxico familiar, un universo tejido por leves historias que deambulan por el baúl de la memoria, sin conexión unas con otras como no sea la pertenencia el mismo espacio y tiempo familiar, unidos por los afectos pero sobre todo por un idioma común, una lengua particular que define a todos en conjunto, pero especialmente a cada uno de ellos. Ese idiolecto es el que rescata de su memoria Natalia Ginzburg porque es el que ha quedado en su memoria, con el que recuerda el modo de ser de los miembros de su familia. Al contrario de la introspección, el sentimiento de pérdida y el desasosiego que caracterizan a las actuales novelas de autoficción, la familia Levi se nos presenta como un mosaico de personalidades inseparables del texto que tejen entre todas, como si no tuviesen entidad fuera del libro familiar. Además, y es otro rasgo característico, la alegría, la vitalidad están presente en cada página, a pesar del oscuro contexto en el que transcurren esas vidas, no sé si porque la memoria opera así cuando se vuelve hacia las etapas iniciales de la vida o porque nuestro modo de percibir la realidad y de representarla ha cambiado en las décadas transcurridas. La familia Levi era una familia judía durante el fascismo. Fueron deportados, algunos encarcelados y torturados, el primer marido de Natalia, Leone Ginzburg, un intelectual de origen ruso y también judío, murió torturado por los nazis en la cárcel romana de Regina Coeli, sin que esas circunstancias, o la propia guerra, oscurezcan el vitalismo de la memoria ordenada en la novela, porque así era como Natalia Ginzburg quería que leyésemos Léxico familiar, como novela.

Los buenos libros, y este que comento lo es, son como lo que construye la memoria cuando vuelve al pasado, la infancia, la escuela, el instituto, el primer amor, universos cerrados que encienden y apagan áreas en función de lo que necesite el recordador, también, si están bien contados, son vestigios de un mundo perdido, pero este no es un arqueólogo que levanta acta veraz sino un fabulador, pero aún así hay cosas que se le escapan y nos da detalles de la época que nos llaman la atención al compararla con la nuestra. Por ejemplo, cómo en un contexto de izquierdas, toda la familia lo era, prevalece el mundo burgués, un mundo de cultura, comodidad y privilegio y subordinación de las mujeres, con roles marcados e indiscutidos, un mundo de señores y criadas, de barrios acomodados, sin mención de los arrabales obreros turineses, sin que se ponga en cuestión la división social, donde la lucha política es más un enfrentamiento ideológico, ideas contra ideas, algo comprensible en un contexto de dominio fascista, que la materialidad de los escalones sociales o sexistas. Natalia Ginzburg era como nuestro Vázquez Montalbán. Eso indica cómo el mundo va cambiando, cómo varía en poco tiempo la percepción y ordenamiento del mundo, para los clásicos era natural tener esclavos, como lo era para los ilustrados americanos, como lo fue la separación entre caballeros y siervos o aristócratas y plebeyos o burgueses y proletarios y cómo esas divisiones se vuelven obsoletas. Pero hay algo que nos ilumina en las grandes obras, más allá de la distancia arqueológica que nos separa, la experiencia particular de cada hombre, el modo de adaptarse a la realidad, las huellas que cada uno va dejando y que de algún modo buscamos para no perdernos en el oscuro bosque por el que vamos caminando cada día.


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